sábado, 5 de marzo de 2011

Y... no te irriga!!!

-¿Cómo no están hoy?-pregunté- Estoy acá para ver el ensayo de baile, y no hay nadie.
-Silvia, hoy es jueves -me dijo mi amiga -Los miércoles nos reunimos. Te esperamos ayer. No te irriga... che!
Me había comprometido a hacer el guión para el evento de danza, música y poesía que estaban preparando mis compañeras de La Compañía (valga la redundancia). Bailar es soñar con los pies, no? Ya que no puedo bailar, por ahora, ejercitaré mis neuronas para develar alguna veta artística, que estuviera presta a salir de los más recónditos escondrijos de la imaginación.
Irrigar, me remite a sangre que no llega, a obstrucción.
-Claro, se me tapa de vez en cuando -y corté.
"¡Qué porquería es el glóbulo!". Ése era el título de una publicación que alguna vez leí. Era una selección de expresiones y ocurrencias de alumnos de primaria, rescatadas por un maestro uruguayo, creo.
Hilvanando, sin hacer pespuntes ni punto cruz, recordé. "La cédula ya forma parte del cuerpo", por aquellos años oscuros, en que debíamos portar el DNI, siempre, y mostrarlo cada vez que nos interceptara personal de policía.
-Los ingleses son flemáticos. Los italianos son sanguíneos. Y yo, una Castiglione, soy sanguínea, sin duda.
¡Y la sangre!! Me acuerdo, cuando mi hija menor, Catalina, comenzaba a sangrarle la nariz y yo, a punto del desmayo, corría a pedir a ayuda a mi hija mayor, Magdalena, para que se encargue de su hermanita que estaba en apuros.
-Mirá para arriba, dejá que te lavo con agua fría -yo escuchaba desde el cuarto contiguo, temblando.
-¡Buh!!! ¡Buuh!! - lloraba Cata, haciendo pucheros.
-Eso te pasa por meterte los dedos en la nariz, por sacarte los mocos. Ahora quedate quieta así, y sostené el algodón. ¡Y no te muevas!
Recordaba esos episodios, reconcentrada, medio zombie, porque me había levantado recién, cuando sonó el teléfono, y me puse a lavar los platos que había dejado en remojo.
-Después los lavo -había dicho en voz alta- total nadie vendrá a visitarme hoy.
-¡Uy!, qué pavota! - me corté con el cuchillo más filoso.
Y la sangre... y correr a buscar primero papel higiénico para hacerle un envoltorio a la yema del dedo mayor, y después darle una vuelta con la cinta de enmascarar que siempre está a mano, en el cajón de abajo del escritorio, y después...
-Tome tres cuartos de este comprimido cada noche, entre comidas. Ud. está ahora anticoagulada -me dijo el hematólogo, recomendando, además, que me cuide mucho, que no me corte.
-¿Y por cuánto tiempo tendré que tomar eso? -pregunté en un hilo de voz.
-Veremos cada semana, luego del análisis, cómo están sus hematocritos y el rango de coagulación, hasta encontrar la dosis adecuada.
-Hasta el lunes -saludé y me alejé. Me temblaban las piernas; la derecha, más.
Mientras caminaba sola, por los largos pasillos del hospital, recordé que uno de los médicos que me visitaba cada día, durante la larga semana de internación, me había dicho que, al menos, durante seis meses debía tomar ese medicamento.
-La voy a pinchar, ahora -se acercó la enfermera blandiendo una jeringa que apuntaba hacia arriba.
Sí, puntualmente, me daban la inyección anticoagulante en forma alternativa, en un brazo, y en el otro. Nunca acepté en la ingle, o junto al ombligo.
-Duele menos, ahí -me decía la enfermera.
-Esas "arañitas" son el origen. Deberá tratarse después con un flebólogo. No por estética, sio por su salud futura - me recomendaba.
Mi mente volaba, entonces, hacia atrás, cuando por aquellos años, el médico me había recomendado reposo... Y otra vez, la sangre...
-Reposo absoluto -dijo el ginecólogo.
-¿Cuánto de absoluto?
-Levantarse sólo para ir al baño -indicó, con su dedo índice -desde ya.
-Esa pequeña pérdida interrumpió la irrigación de la sangre al cerebro de la vida que estoy gestando -recuerdo que pensé en aquella ocasión.
Al principio, muy obediente, cumplí al pie de la letra la prescripción. Sola, en mi cama, únicamente me levantaba, cuando era inminente la necesidad.
Luego, en la soledad de mi cuarto y de mis sesudas reflexiones...
-Voy a arreglar la cama, estirar estas sábanas -planificaba e inventaba alguna actividad.
-Tengo sed -y me incorporaba otra vez.
-Voy a hacer pis -me levantaba.
-Quiero leer ese libro de Onetti, que está en el tercer estante de la biblioteca -ya saltaba de la cama en busca del libro, parada, de puntillas, en una silla inestable.
Es decir, no saltaba la soga, como los pugilistas en sus prácticas, pero como si saltase, porque, si no irrigaba bien el cerebro del bebé, iba a nacer con cierta deficiencia mental.
Eso me aterrorizaba cada vez más.
No salté la soga, pero fui tan desobediente como pude y me lo permitía.
-No escucho los latidos -dijo el médico, luego de auscultarme.

Sola, siempre sola, porque Martín estaba siempre trabajando, sentí una profunda desazón y una sensación de vacío interior, porque una vida, que crecía en mí, acababa de segarse. Contrariamente, también, sentí alegría (¡Qué bochorno, qué vergüenza, qué perversidad!), porque tener un hijo al que no le irrigaba, iba a ser una calamidad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Me gustaría conocer sus opiniones, percepciones y comentarios de las páginas de mi blog.