Voy por la calle de los Recoletos en el
centro histórico de Toledo y me encamino hacia la Plaza de Zocodover. “Mercado
de las bestias” le decían cuando en ese lugar se hacían las ventas, el comercio
de ganado y de mercancías.
Cerca de la Catedral compré una navaja
toledana para regalo y una bota de vino, como presente. Admiré tapices,
esculturas, cerámicas, tejidos y toda clase de artesanías de Castilla –La
Mancha. Me llamó la atención la exposición en las vidrieras de trajes
medievales para hombre y para mujer, en venta o en alquiler.
Esta tarde, calurosa y soleada, me invita a
recorrer calles y callejuelas, el Museo del Greco, la Mezquita de las Tornerías
y del Cristo de la Luz, el Barrio de la Judería, el Museo de Santa Cruz, más
obras del pintor famoso, conventos, iglesias, monasterios, sinagogas… En su
interior, el frescor me recupera el pulso y me embebe el sudor. Me abstraigo de
tanta tradición sefardí, de tanto rigor religioso, de tanta Reconquista. Tanta
cultura de siglos, cristianos y moros, y la historia agobian mi mente y abruman
mi cuerpo cansado. Tanta grandiosidad contrasta con la pequeñez de los
paseantes que, como yo, quieren mimetizarse con el monumental cielo azul de Castilla.
Quiero salir otra vez al trajín de la
ciudad, el Ayuntamiento y los dibujos y caricaturas del Ingenioso Hidalgo. El
teatro Rojas es una romería de lectura silenciosa y continuada de la épica
castellana. “Aniversario de la muerte de Cervantes. Día Internacional de Libro”
–anuncian en cartelera un variado programa.
Ahora camino hacia la feria; los feriantes ofrecen sus productos y me
asombro; una aldeana de falda larga, camisa y cofia invita a degustar una
cazuela campesina, entre vapores aromáticos; un mozo de sayo corto con volados
y calza, muestra aros, pulseras,
anillos, medallones; otro joven de jubón ajustado, babuchas y pantuflos, vende
alforjas, bolsos y valijas en telar; una gorda aldeana bizarra se empeña entre
sartenes y jamones, mientras el labriego
flaco y quijotesco, horquilla en mano, hornea unos gordos panecillos. A su
lado, un burro viejo se hunde en una parva de heno oloroso. Más allá, una
pareja de artesanos rubios con sombrero de copa puntiaguda y ala corta,
confeccionan piezas de vidrio y metal. A sus espaldas, un mate y un termo me
llaman la atención, dispuestos entre gemas pulidas y piedras rústicas.
-¿Son
argentinos? –les pregunto.
-Sí.
Estamos recorriendo España para las fiestas patronales – su entonación no es lengua
romance ni genuino español, es auténtico rioplatense.
-Yo
también. ¿Me convidan con un mate?- les digo - Los reconocí por el aspecto, la
entonación y el equipo de mate. Hace días que no tomo y lo extraño – y ese
sabor amargo, elixir de los dioses de las pampas, me quita la sed y me
reconforta para seguir el recorrido.
Entretanto, comienzan a oírse unos sonidos
dulces mezclados con el rumor de la calle, las voces y el trajinar de los
transeúntes. Por un momento, todo se vuelve silencio y muchos corren hacia la
calle de la Trinidad, de donde proviene la música. La cadencia de un laúd, los
agudos de las chirimías, los graves de un trombón de varas y la rusticidad de
los sacabuches de calabaza. Los músicos preceden a los actores disfrazados de caballeros,
de pastores, de aldeanas, de labriegos. Entre ellos se destaca una alta figura,
gallardo caballero de armadura brillante, peto, espaldar, loriga, morrión y
espada enfundada, mas sin escudo, porque no va precisamente a la guerra. Mira
con altivez hacia la lejanía, por sobre las cabezas de los curiosos, sin ver,
como soñando la libertad; él no sabe que son sólo utopías. A un lado, su
escudero Sancho, de caperuza emplumada; el sayo con cuello en lechuguino no
alcanza a cubrir su abdomen prominente; capa de vibrante bordó, calzones,
medias, abarcas y una amplia sonrisa bonachona. Al otro, una Dulcinea rozagante
de cachetes colorados luce refajo a rayas con vuelos, corpiño de terciopelo
negro y pechuguín con puntillas blancas; de su cofia asoman unos rulos rebeldes
y cubre sus hombros una pañoleta anudada en el torso.
Al llegar a la esquina se detiene la
comitiva y comienzan a danzar chansones, villancicos y rondas. El público se
aglomera en desorden y confusión, como si el siglo XVII hubiese reaparecido, de
pronto, y como si el siglo XXI necesitara un poco de remanso, un trémulo toque
suave de cariño o un bálsamo de flauta dulce y romances. De repente, el caballero en extremo delgado, sale de la ronda
y sacándose las manoplas, con ademan gentil, me incorpora a la ronda y todos
bailamos con los brazos entrelazados al compás de la música. Una ensoñación me
arrastra hacia la magia de los siglos, mientras recuerdo un proverbio árabe y
escucho la canción que habla de letras, de caminos y de días, de sabiduría, de
música, del yantar, de la amistad y de la felicidad.
Un instante fugaz, muy parecido a la felicidad.
“Don Quijote cabalga de
nuevo” -es la propuesta teatral que se anuncia.
Es el mes de abril. Son trescientos noventa y ocho años desde el fallecimiento
de Cervantes.
Me alejo finalmente del bullicio para
reconcentrarme y disfrutar de la soledad, en las orillas del rico y dorado Tajo
magnifico, a esa hora del atardecer, cuando el sol va escondiéndose. Me parece
ver a la distancia, al raquítico Rocinante pastando en la pradera, junto a
Sancho descansando a la sombra de un pino albar, solitario, en la llanura igual
y extensa. Un poco más allá, el caballero de la armadura afila su espada en la
sola piedra redonda al borde del camino polvoriento y luego, de un salto, con
inaudita destreza, hacia atrás, embiste el aire, tajeando el horizonte una y
otra vez, hacia arriba, hacia un lado, hacia abajo en diagonal, y hacia el otro
lado, como si luchara con un enemigo invisible que hay que ajusticiar, y partir
al gigante por la mitad del cuerpo. El viento fuerte, las ráfagas, y la
distancia no dejan oír el entrechocar metálico de la absurda vestimenta. El sol
ya débil, por el poniente aun hace relumbrar su espaldar y su corselete entre
la grande y espesa polvareda.. No se distingue a Dulcinea. Tal vez está
retozando en la laguna que veo brillar allá, a lo lejos.
-Para
que no se oxide su armadura.
-Para
que no pierda brillo su espada.
-Para
que no se empañe su nobleza.
-Para
que no se diluya su osadía.
Todo
eso estoy pensando, cuando siento una mano blanda sobre mi hombro y mi mochila.
-Niña,
no te quedes sola aquí. Hay muchos truhanes a estas horas. Ven conmigo -y
Sancho me lleva a la grupa de su jumento gris, como una dama de alta hermosura,
una doncella andante. Enfilamos hacia la llanura manchega y llevo en mi mochila
la navaja para defendernos de pillos, de endrigos o de sierpes y llevo también
la bota de vino que habrá que llenar para menudear unos tragos durante la
travesía, sin fantasmas, ni moros encantados.
El caballero de la triste figura ya no
danza. Estará ahora cenando con los cabreros o en la cueva de los Montecinos,
para dormir y soñar con el fuego divino de Prometeo. Sancho ríe a carcajadas
sonoras de sus propias chanzas y su panza sube y baja como un fuelle resoplón.