viernes, 28 de septiembre de 2018

En la víspera

Dos opciones me dieron como libro que no se vende: guillotina o maple de huevos.
Le habían preguntado a mi progenitor, pero fue tal la desolación que se suicidó en las aguas contaminadas del Riachuelo, donde van a parar las cosas inservibles. Así que tengo la responsabilidad de decidir.
¿Dónde van los pájaros para morir? Los árboles mueren de pie, ¿y los libros? Una vez, viajando por las rutas patagónicas detuve el coche y ¿qué encontré en la doble línea amarilla de la carretera? ¡Un "Martín Fierro"! Me tranquilicé. ¿También los clásicos se arrojan sin vergüenza?
Estamos en la era de la "despapelización" como si fuera una Inquisición contemporánea: la destrucción de libros por razones ideológicas o por pérdidas económicas.
En las ferias del libro que anualmente se celebran, sólo se presentan los nuevos títulos. ¿Alguien ha pensado dónde queda el alma del autor cuando dicen como un eufemismo: "No se destruyen, se reciclan". ¿Será una situación tan traumáticas que los autores prefieren suicidarse?
Es la era del "fast food" y el libro, como alimento del alma se destruye por estar deteriorado, roto, con humedad o picado por los insectos, junto a tantos otros, abarrotados en grandes depósitos o contenedores.
La guillotina de Robespierre o la máquina picapapeles que elimina las evidencias de los delitos son procedimiento muy crueles. Así que, en la víspera, un shock emocional menor sería reciclarme en un maple de huevos, al menos, me ahogaría suavemente en aguas claras y tibias.

martes, 25 de septiembre de 2018

Por el despeñadero

Los chillidos de las aves nocturnas, y otro, más agudo, parten la piedra que ahora rueda por el despeñadero.
Un viento gélido, rozando la madrugada y dos nubes negras anticipan la premonición.
Ella atendió a los últimos parroquianos en el bar, como todas las noches. Alcanzó a escuchar: "Esa chiquilla tiene que ser nuestra, compadre". Todavía retumba y la tortura, esa voz aguardentosa, mientras asciende por la barranca en zig-zag.
Dos bultos entre el ramaje y un puñal, brillan iluminados por un pedacito de luna.
Se esconde entre los matorrales, sube y sube, tropieza con un tronco podrido y cae sobre la hojarasca húmeda.
Como desde tiempos inmemoriales, el canto rodado sigue deslizándose.
Un cuerpo inerte y las prendas ensangrentadas sirven como testimonio.
Abajo, ya comienza la faena del puerto fluvial.

sábado, 8 de septiembre de 2018

Mujer y cisne

Una mujer madura
torna, de pronto,
en incipiente mujer.
Cierra los ojos y
tropieza con la nostalgia
del primer amor.
Sublime, en la lejanía
de tiempo y sitio.
Un cosquilleo en todo el cuerpo,
como si un cisne de cuello largo
anduviera descubriendo
cada recodo en el relieve de su piel,
cada presuntuosa turgencia,
cada mullida hondonada misteriosa.
Es como si picoteara en ternuras pequeñitas
todo ese universo ígneo.
Se sumergen en las aguas quietas del lago,
hasta que un ramalazo
que viene de las profundidades,
los elevara hacia la superficie,
como si les insuflara aire fresco
de renovada vida y
silbara
un canto de candor y sabiduría.

Nácar de ilusiones

¡Ay! cabeza de chorlito
que sueñas gaviotas en vuelo.
De buena madera eres,
madera petrificada,
roca y nácar.
Nácar de caracolas.
Caracolas que danzan
entre las olas.
Olas de espuma y sal.
Sal de las salinas y el desierto.
Desierto de arenas.
Arena y huellas.
Huellas de un eterno caminar.
Caminar sin pausa.
Volar en el azul.
Azul de ensueño.
Ensueño de libertad.
Y por ahí andas,
libre de ataduras y corduras.

sábado, 1 de septiembre de 2018

Como una lluvia tierna, los recuerdos

El perfume de las corolas de paraíso, trepada al árbol, cuando enhebraba los pistilos y me fabricaba un collar precioso.
El gusto dulce de las flores de mburucuyá, o el de la teta de la vecina, cuando amamantaba a su bebé, y yo, de parada, chupaba la otra teta de Irma.
Los rasguños y raspones en las rodillas, que me aliviaba con algodón embebido en té de malva, que mamá siempre tenía a mano.
El golpazo en la espalda que me quitó la respiración, cuando jugaba a ser la mona de Tarzán. 
La sensación de miedo al pisar los charcos en época de inundaciones, cuando levantábamos con un pala alguna yarará. 
El agua tibia estancada en la zanja donde buscábamos los huevitos rosados de los sapos, prendidos a los juncos.
El olor picante de la fábrica de quesos que se impregnaba en la nariz.
El cacareo de las gallinas cada vez que ponían un huevo y corríamos a buscarlos y lo sacábamos caliente, sin  que nos picotee.
El primoroso jardín de la vecina y el enorme ramo de rosas, violetas y azucenas, que le regalaba a mamá.
El aire fresco y los pelos al viento durante la carrera de bicicletas.
La sangre de las manos y las espinas de rosas, como castigo por robar flores.
El croar de las ranas y los bichos de luz iluminando la laguna.
El lomo sudoroso de la burra Catalina que nos llevaba a pasear por el pueblo.
El olor de la fritanga de tortas fritas, que salía por las ventanas de las vecinas en las tardes lluviosas de mates y chismes. 
El gusto de la sangre que se chupa para calmar el dolor por el corte en la nariz, luego de una caía desde la bicicleta.
La tristeza inmensa al ver a mi gato aplastado en medio de la calle.
La repugnancia y la risa cuando el "Veneno" nos metía por la espalda los sapos fríos, camino a la escuela en los días de lluvia. 
El olor penetrante en el bosque de eucaliptus, cuando jugábamos a las escondidas.
El sonido del viento en el maizal, cuando íbamos a robar choclos en el verano candente. 
La mano protectora de papá, cuando me llevaba a la cancha y me sentía tan pequeñita en ese mundo de hombres fuertes.
La suavidad del lomo de la oveja negra que pastaba en el campito.
El roce sedoso del vestido de comunión, cuando la monja me mandó atrás de la fila, por insolente.
El olor a cloro, ¡a sus marcas, listo, ya! en las competencias de natación.
La frescura de la sombra del busto de Sarmiento, cuando me escondía para no entrar a la clase de Religión.
El jugoso sabor de los duraznos a la hora de la siesta.
El olor del pasto aplastado cuando buscábamos un trébol de cuatro hojas, el de la suerte. 
La polvareda que armaba cuando barría la vereda con frenesí, mientras espiaba a los chicos jugando al futbol en el potrero de enfrente.
El colorido disfraz de las chicas, los tacones, las pelucas, las carteras, cuando jugábamos a ser señoritas o cantantes.
La persecución de las mariposas amarillas en el campo de margaritas.
El crujido de la higuera en medio de la tormenta, cuando el papero derrumbó la casita del árbol.
El gusto de la ligustrina que masticábamos para disimular el olor a cigarrillo compartido en el baño de la escuela.
El ardor de la cachetada cuando me escapé a bailar, en el día del velatorio de la abuela.
El recuerdo del primer beso en el picnic de la primavera.
El placer de estudiar todo aquello que más me gustaba.
Las manchas en el papel. Las lágrimas diluían las letras azules en la carta de despedida, antes de escaparme al sur.
La emoción de tener en los brazos a mi primera hija, igual que cuando nació mi segunda hija, lejos de mamá.
El orgullo de tener una familia valiente, y el dolor por las pérdidas.

-Sr. Roberto... hicimos lo que pudimos. El Alzheimer no perdona. Ella acaba de morir.
Seguro que en su ensimismamiento de mirada perdida, estaba recordando los tiempos felices- pensaba su hermano, alejándose para esconder la tristeza. 

Avalancha

Hay una rara luminosidad por la venta.
No es plenilunio,
es una nada blanca
que se esparce parsimoniosamente.
Un extraño silencio me despierta,
aminora el tic-tac del reloj
y me desvelo.
Un deslumbramiento
que me corta la monotonía,
se posa en el dintel de la mirada.
Una tabla rasa.
Una enorme somnolencia.
Una blanca palidez,
me deja absorta.
Los párpados se apelmazan,
se aletargan,
se acurrucan,
se arrullan.
Es la nieve virgen que me recibe
en la colcha fría.
No detiene la agonía
y me lleva
y me engulle
en el vientre glotón de la montaña.