domingo, 21 de julio de 2019

Diario en blanco


Diario en blanco
A hibernar! Ésa es la consigna. Como la primera vez que vi nevar, me quedé azorada. Nieve. Virgen de las nieves. Prístina y virginal cubre cada concavidad, cada lisura, cada fragmento irregular, y todo se empareja.
Un silencio mudo y sólo el ladrido de un perro sorprendido. Las pisadas de un can vagabundo y noctámbulo ya se han cubierto con un manto de calma.
Mi madre solía decir: “Nunca dejes para mañana lo que puedas hacer hoy” Y sí, ayer envié las salutaciones por el día del amigo. Hoy no habrá encuentros. ¡Y ayer no puse la lavadora!.
El tic tac del reloj a cuerda me avisa la hora. No hay luz y la mañana transcurre parsimoniosamente, aunque un solo vehículo pasa por mi calle. Son los del servicio de reparación de la energía eléctrica. Más allá, se escucha una motosierra que está cortando los árboles caídos y que obstruyen el paso. También se oye la máquina barrenieve que pasa por la ruta.
Así, la algazara y el bullicio de un día normal se apaga. Sin radio, sin televisión, sin internet. A disfrutar la quietud, entonces, sin música, sin voces, sin visitas, sin ruidos de coches. Día ideal para el recogimiento y para moverse al ritmo lento de la nieve.

Amaneció nevando y ya son por lo menos 30 c. acumulados en mi casa. El amable silencio ya es hastío..
El gato del vecino vino a visitarme y maúlla como para iniciar conversación, ronronea y pide caricias.

Cosas de árboles


Cosas de árboles
Crecí recta como un junco, pero quise cambiar.
En mi juventud, he querido ser una buganvilla violácea o una Santa Rita morada, que esparciera su perfume por los aires, que mostrara su belleza por doquier. He sido eso hasta que me plantaron junto a un muro que no me dejaba ver hacia afuera. Tan insistente fui que, por una hendidura en la pared, logré salir, aunque mi cuerpo se hubiera retorcido con dolor.
Mientras fue posible, alegré con mi colorido el pasear de los transeúntes que me admiraron. En mi copa cuneiforme hubo elípticas aves que llenaron mi cabeza de quimeras. Eso no bastó, sin embargo, hasta que una fuerza poderosa me soltó para viajar donde mis sueños me llevaran, en completa libertad.
Hoy no soy más una Santa Rita. Hoy soy el tronco enorme, rugoso y oscuro de un fuerte roble que escarba buscando las raíces más profundas, y la humedad. Ya encontró las cepas que alimentaron sus nervaduras, ya dispuso sus semillas primorosamente y ahora, bien aferrado, ve pasar la vida sin flores, sin pájaros y sin sabia. Y lloro… ¿o es el rocío de la madrugada?

Verano en la llanura


Verano en la llanura
He llegado al galope. Dejo mi zaino junto a la laguna para saciar su sed, y la mía.
Me recuesto sobre los pastos y veo la lenta caravana de ovejas blancas contra el cielo azul. Yo soy la oveja negra que escapó de la majada. Aquí estoy, mordisqueando distraída una hoja de trébol. ¿Será de cuatro hojas? No lo sé, porque ya se tritura en el cielo de mi boca, aunque adivino que me traerá suerte.
Corro ahora a adornar mi trenza con la roja flor de ceibo y su sombra me refresca. Soy toda pasión. Me arrebujo en los pastizales; esquivo la paja brava y el coirón; me revuelco sobre el único prado verde de mallín, hasta que un enhiesto cardo me pide cordura y espera.
Tengo calor. Otra vez voy hacia la laguna. Arranco mis pilchas y las voy dejando para marcar el camino.
El Rosendo ya debería estar llegando; lo presiento y lo imagino en su alazán atento. Un chiflido paraliza la brisa que alisa las aguas. Mi zaino detiene su acompasado masticar, alza las orejas y los ve.
Saco de mi boca el trébol; respondo al chiflido. Él ya me reconoce y su alazán también.

martes, 9 de julio de 2019

Tíovivo cordobés



Anoche había subido hasta el Cristo de los faroles para pedir tres deseos. Tres velas encendidas dejé. Mientras paseo, espero que se cumplan.
Debajo del puente romano los patos danzan “el lago del estanque”, sin preocuparse por el estruendoso ruido de las motos que llegan para aparcar detrás del Museo de la Calahorra. Un espectáculo de hard rock se prepara. Pacoteclas y Elizabeth me invitan a quedarme, pero no. Enfilo hacia la Plaza del Potro.
Hacia la derecha, en la Posada del Potro, veo a Cervantes escribiendo a la luz de una vela, en el primer piso. Me guiña un ojo como diciendo: “espera que estoy enredado en historias de truhanes, de golfos, la flor y nata del hampa”. Para mi asombro, allá está también Góngora escribiendo febrilmente esos versos engolados, “que yo soy nacido en el Potro”, dice.
¿Saben quién asoma? Es Quevedo “a una nariz pegada”
Me alejo ya, porque tanta teoría literaria me agobia, me perturba y dejo a Góngora y a Quevedo para que se peleen a solas con sus versos. En el patio se comercia el ganado, herramientas de labranza y pienso. Trueques y hay olor a estiércol, que invade el ambiente. En el comedor,  la tabernera ofrece vino y vituallas. Y creo ver a Quevedo, de calzas y jubón con valonas, que se arremanga frente a su chirriante plato oloroso.
Parece que “ Y riquititi, Y riquititá, vale más una morcilla que en el asador reviente…” Paco Ibáñez canta a su lado.
Los estudiosos hablan de culteranismo y conceptismo en Góngora y en Quevedo, respectivamente. Y me siento mareada entre esas tribulaciones literarias, tanto que pretendo ver, a la noche la peña “El fosforito” que ahora funciona en la posada. ¡Ver flamenco genuino, penetrar en el alma andaluza a través del cante y las guitarras!  Presiento que uno de los deseos estará por cumplirse.
Cruzo la plaza y me introduzco en el Museo Julio Romero de Torres. En el ascensor nos encontramos con “Naranjas y limones”, su obra magistral del pintor. El pintor muestra a la mujer andaluza con todos sus semblantes. Mujeres sensuales, beatas, inocentes, seductoras, angustiadas, pícaras, transmiten toda la pasión, los celos, la fatalidad, el morir de amor… Intuyo que esta chiquilla sale a ofrecer los cítricos para la sangría en la  posada de enfrente.
En todos los cuadros hay miradas ingenuas, provocativas, burlonas en esos ojos negros y rostros de piel cetrina. Luego veo a la “Chiquita piconera” que mira con desdén y aburrimiento, liguero y tacones. Sé que me invita a recorrer la ciudad a la vera del Guadalquivir. Nos detenemos a beber un carajillo, “pa’ entonar” y seguimos.
Presiento que otro de los deseos estará por cumplirse.

Almajaia


Una lluvia tenue se empecina en mis adentros y no cesa en esta tarde melancólica que solloza. Vahos tibios se alzan desde los charcos y no me quiero embarrar. Al contrario, debo limpiar de una manotazo la tristeza, sacudir las migajas que quedaron luego de un plato de ternura; me peino con los dedos para adecentar los pelos revueltos de mujer salvaje; acaricio mis párpados silentes para derretir la llamarada roja del mirar; me saco los mocos, me seco las lágrimas de rabia, me aliso la falda arrugada de tanta espera… -Te llamaré para tomarnos un largo café… -cuando pasen las lluvias –dijo. Y pasaron las lluvias, salió el sol, llegó la nieve después, y otra vez ha vuelto a llover.
-Basta de cháchara, me dije, que todo esto son baratijas, cachivaches engolados para seducir.
Antes de salir a chapotear por los charcos, que es eso lo que finalmente decidí, recordé que había estado “entre las nubes de Ubeda”, fascinada de crocantes ilusiones. “Se me había ido el santo al cielo” (como dicen en España) y así, sucesivamente.
Entonces, busqué una expresión que no sea procaz para dar por terminado el asunto. Recordé cómo le dicen en Granada a un barrio marginal de los suburbios. “Almajaia” (¿dónde vivís? En Almajaia que es el “más allá”. Pienso que debe ser por la influencia de los almohades. Todas las palabras que empiezan con “al” provienen del árabe o el mozárabe. Luego decidí.
Miré hacia atrás, cuando salpiqué mi espalda de barro y grité “Almajaia”, para dar vuelta la página de esa incipiente historia que no fue.