Hay muchos modos de sufrir el
síndrome de Diógenes. Son los que retienen objetos, desperdicios, hasta basura,
sin poder desprenderse de ellos. Son los acumuladores compulsivos de todo
aquello que para otras personas no tienen valor y lo descartan. Se destacan por
su aspecto desaliñado y debo decir, despojados de prejuicios.
El accionar de Diógenes de Sinope
(412 a.c.) se manifestaba en la manera de vivir con lo justo y necesario. Vivía
rodeado de perros callejeros, instalado en un caño relleno de paja, en el
centro del Ágora de Atenas; pedorreaba con desparpajo. Un excéntrico, de la
Escuela de los Cínicos, discípulo de Antístenes.
Conocí un Diógenes contemporáneo
en la ciudad de Córdoba, que llamaban Arístides, tal vez, por la semejanza
fónica del sabio griego, o por ignorancia, o vaya a saber por qué razón. El
ropavejero vestía un traje andrajoso lleno de pelusas y en la solapa, se
balanceaba uno de sus gatos preferidos, que no se animaba a saltar; él convivía
con los gatos, y cuando tenía hambre, mataba uno y lo ponía a cocinar en la
olla abollada sobre el triste fueguito que encendía en el zaguán. Emanaba un
olor acre, el de los desequilibrados, de los que consumen los fármacos que les
receta el psiquiatra. Supe que se bañaba en la canilla del patio comunitario, a
la vista de toda la vecindad, cuando ya su aspecto insalubre lo requería.
El otro Diógenes pensaba en la
necesidad de eliminar todo aquello que no fuese vital; hijo rebelde de un
banquero, en su destierro desde la costa turca del Mar Egeo, rechazó la falsa
moneda de la sabiduría convencional y demostró la superioridad de la naturaleza
por sobre las costumbres. A los filósofos no se les da limosna, decía.
Platón lo llamó “Sócrates delirante” cuando se apersonó a la Academia Platónica
soltando frente a ellos, un gallo desplumado. He aquí el hombre de Platón, gritó,
en alusión a sus prédicas: El hombre es un animal bípedo. Tan provocador
como cuando le pidió a Alejandro Magno que se corriera porque le tapaba el
sol. Él pensaba que la sociedad era la
culpable de generar necesidades superfluas. Tan asceta y audaz, que rechazó
toda norma de conducta social.
El Diógenes cordobés no pedía
limosnas, pero exponía para la venta todos los productos acumulados en la
vereda y el zaguán. Un centímetro emparchado, un carretel sin hilo, un espejo
trisado, el cuerito partido de una canilla, un bidet rajado, un sillón-canapé
de dos patas, un trozo de caño de fibrocemento taponado de raíces, una muñeca
de trapo sin ojos, un elástico estirado, un alfiler mocho… Algunos curiosos
ingresaban para cambalachear y regatear. Hasta vendía el calzón que estuvo
usando su madre cuando murió, a precio prohibitivo.
Y hablando de muerte, el griego,
antes de abordar la barca de Caronte aseveró: Me voy sin nada, pero dejo
algunas ideas. Arístides falleció en el Neuropsiquiátrico de Córdoba.
Parece que lo único que dejó fue el calzón de su madre. ¿Complejo de Edipo?
Veo el cuadro de Jean Gerome,
quien retrató a Diógenes asomando desde el caño donde vivía y alumbrando con un
farol, como si buscara al hombre verdadero.
Uno despreciaba a los músicos que
intentaban tocar la lira, porque eran incapaces de manejar sus vidas. El otro,
desde su Wincofon atronaba al vecindario con rock nacional. Canción para mi
muerte. Dicen que en el velatorio, “Los gatos” lo acompañaron con la balsa. Era
la balsa de Caronte, que navegaba, no en la laguna Estigia, sino en los charcos
del pavimento y en los baches de las adyacencias.
Los Diógenes que hoy vemos en
cualquier ciudad se acovachan donde pueden y piden limosna para asegurar sus
vidas en la precariedad más dolorosa. Es otro el contexto social. Son otras las
conductas sociales. Son maneras diferentes de manifestar frente a una sociedad
que los excluye. La locura es una defensa. Ocurre
que la filosofía no da de comer.