lunes, 30 de octubre de 2023

Panóptico

 

Es un ataque a la intimidad,

cuando la libertad es amenazada.

Una inquietante premonición,

un aliento metálico.

Frío de desamparo.

Eco del miedo

en la callada tibieza del refugio

que tiene olor a bunker.

Vigilancia y control inminente.

Una insoslayable verdad.

Así como un jarrón roto

pegamos los pedazos

para reparar la vida.

Como el tronco añoso de la hiedra,

nos aferramos a la pared

cuando en la noche se entristece el silencio.

Para otros, la sobrevivencia

es sólo participio pasado.

En tres tiempos

 

Saboreo la añoranza.

Destapo la congoja y la libero.

Transformo la pasión en el temblor de un recuerdo.

Presiento el olor esencial de la imaginación.

Me trepo al silencio compañero o

me escondo tras la máscara protectora.

Expulso el agua generosa del olvido.

Salgo del letargo rutinario y de la nebulosa de la nada.

Camino en los surcos promisorios.

Sacudo la esquina triste de la duda.

Me sujeto un par de alas y me monto

en la nube esponjosa de la ilusión.

Inauguro una mirada nueva con los ojos de la memoria.

 Me prendo a los tientos de la historia.

Soy canto rodado que lleva el río.

¿o atascado en un socavón árido? o

¿espectador pasivo al costado del camino?

Seré el último grano de arena del desierto.

Secretísimo

 

 

Entre la tía Amalia y yo, desde siempre hubo secretos. Cuando era una niña, ella me llevaba de la mano a caminar por el pueblo. Eso era en vacaciones de verano, durante la licencia de mi padre, su mellizo. A regañadientes la abuela Margherita nos dejaba salir (los papis también), siempre después de las lecciones de lectura y escritura y las cuentas.

-Tenés que ser maestra cuando seas grande. No pude estudiar en este pueblo perdido. Mi futuro será casarme con un buen hombre, ¿pero dónde lo encuentro? -Yo sonreía y aceptaba el reto. Callarme y comprender.

Ella tenía un cuaderno donde escribía poemas de amor, que me leía y luego yo recitaba. Todos los días a la misma hora del mediodía, íbamos a la estación para ver pasar el tren hacia el norte, con unos pocos pasajeros.

-¡Mirá tía, ese señor se saca la gorra de cuero y te saluda! -ella, con los ojos iluminados respondía el saludo del maquinista inclinando la cabeza y yo aplaudía frente al monstruo negro que escupía vapor negro y seguía muy lentamente.

-Ya tiene casi 30 y ningún novio a la vista- escuchaba a las vecinas, al pasar.

-Dicen que me voy a quedar solterona, pero no saben nada esas chusmas. -Me cerraba la boca apoyando un dedo sobre mis labios, y un guiño, porque ya sabía que era un secreto.

De regreso veíamos la silueta de la nona con los brazos en jarra en la puerta cancel, y seguramente con el ceño fruncido nos recriminaba la demora, porque ya estaba listo el puchero.

El otro verano, el caballero le tiraba una rosa, o una flor silvestre, hasta un bollito de papel, que ella escondía en su bolsillo. Todo parecía augurar un romance muy próximo.

 

Hoy, en el velatorio de la tía Amalia puedo escuchar el llanto y los lamentos de la parentela. Recuerdo el alboroto que ocasionó la huida de la tía Amalia en la familia y en el pueblo. No se hablaba de otra cosa. ¡Qué barbaridad, dejar sola a la madre viuda! ¿Cómo puede ser eso? Últimamente no iba a la iglesia. ¿No escuchaba al cura? La fe cristiana queda por el suelo… Escandalizaban.  ¿Ella sufrió o fue feliz? -Me pregunto.

Cuando fui mayor y fui a estudiar a la ciudad y me alejó por unos días en casa de Eduardo y la tía. Ocurrió una situación que mantuve con total hermetismo, hasta este momento en que escribo. Eduardo aprovechó la ocasión para meterse en mi cuarto, cuando la tía había salido hacia la feria de los sábados para conseguir verduras frescas, pescado y carne. Esa vez, con una certera patada donde más les duele a los hombres infames, lo saqué violentamente. Siempre mantuve ese secreto, y más aún cuando me fui a la pensión, porque la tía Amalia no se merecía tal humillación.

En su lecho de agonía, ella me agradeció por haber sido leal a las promesas. Su voz era un hilito a punto de cortarse. Entonces valoré toda su valentía para perseguir sus sueños. Los secretos que se divulgan terminan deformándose y se matizan con prejuicios que para nada contribuyen al respeto por el otro.  Había sido muy perspicaz al interpretar, aunque sin corroborarlo, aquel suceso. Porque hay miradas, hay señales que son pura intuición, pero se acercan mucho más a la verdad. Ojos libidinosos de su compañero hacia mí. Cruce de miradas furibundas sin un grito…

Alcancé a oír, cuando acerqué mi oído una confesión. Tuve una aventura con el verdulero, pero esto es secreto bien guardado. Pude contener una sonrisa y luego de una pausa, entre suspiros entrecortados, dijo: No desperdicies tu tiempo. Disfrutalo, que la vida es bella.

Los Diógenes

 

 

Hay muchos modos de sufrir el síndrome de Diógenes. Son los que retienen objetos, desperdicios, hasta basura, sin poder desprenderse de ellos. Son los acumuladores compulsivos de todo aquello que para otras personas no tienen valor y lo descartan. Se destacan por su aspecto desaliñado y debo decir, despojados de prejuicios.

El accionar de Diógenes de Sinope (412 a.c.) se manifestaba en la manera de vivir con lo justo y necesario. Vivía rodeado de perros callejeros, instalado en un caño relleno de paja, en el centro del Ágora de Atenas; pedorreaba con desparpajo. Un excéntrico, de la Escuela de los Cínicos, discípulo de Antístenes.

Conocí un Diógenes contemporáneo en la ciudad de Córdoba, que llamaban Arístides, tal vez, por la semejanza fónica del sabio griego, o por ignorancia, o vaya a saber por qué razón. El ropavejero vestía un traje andrajoso lleno de pelusas y en la solapa, se balanceaba uno de sus gatos preferidos, que no se animaba a saltar; él convivía con los gatos, y cuando tenía hambre, mataba uno y lo ponía a cocinar en la olla abollada sobre el triste fueguito que encendía en el zaguán. Emanaba un olor acre, el de los desequilibrados, de los que consumen los fármacos que les receta el psiquiatra. Supe que se bañaba en la canilla del patio comunitario, a la vista de toda la vecindad, cuando ya su aspecto insalubre lo requería.

El otro Diógenes pensaba en la necesidad de eliminar todo aquello que no fuese vital; hijo rebelde de un banquero, en su destierro desde la costa turca del Mar Egeo, rechazó la falsa moneda de la sabiduría convencional y demostró la superioridad de la naturaleza por sobre las costumbres. A los filósofos no se les da limosna, decía. Platón lo llamó “Sócrates delirante” cuando se apersonó a la Academia Platónica soltando frente a ellos, un gallo desplumado. He aquí el hombre de Platón, gritó, en alusión a sus prédicas: El hombre es un animal bípedo. Tan provocador como cuando le pidió a Alejandro Magno que se corriera porque le tapaba el sol.  Él pensaba que la sociedad era la culpable de generar necesidades superfluas. Tan asceta y audaz, que rechazó toda norma de conducta social.

El Diógenes cordobés no pedía limosnas, pero exponía para la venta todos los productos acumulados en la vereda y el zaguán. Un centímetro emparchado, un carretel sin hilo, un espejo trisado, el cuerito partido de una canilla, un bidet rajado, un sillón-canapé de dos patas, un trozo de caño de fibrocemento taponado de raíces, una muñeca de trapo sin ojos, un elástico estirado, un alfiler mocho… Algunos curiosos ingresaban para cambalachear y regatear. Hasta vendía el calzón que estuvo usando su madre cuando murió, a precio prohibitivo.

Y hablando de muerte, el griego, antes de abordar la barca de Caronte aseveró: Me voy sin nada, pero dejo algunas ideas. Arístides falleció en el Neuropsiquiátrico de Córdoba. Parece que lo único que dejó fue el calzón de su madre. ¿Complejo de Edipo?

Veo el cuadro de Jean Gerome, quien retrató a Diógenes asomando desde el caño donde vivía y alumbrando con un farol, como si buscara al hombre verdadero.

Uno despreciaba a los músicos que intentaban tocar la lira, porque eran incapaces de manejar sus vidas. El otro, desde su Wincofon atronaba al vecindario con rock nacional. Canción para mi muerte. Dicen que en el velatorio, “Los gatos” lo acompañaron con la balsa. Era la balsa de Caronte, que navegaba, no en la laguna Estigia, sino en los charcos del pavimento y en los baches de las adyacencias.

Los Diógenes que hoy vemos en cualquier ciudad se acovachan donde pueden y piden limosna para asegurar sus vidas en la precariedad más dolorosa. Es otro el contexto social. Son otras las conductas sociales. Son maneras diferentes de manifestar frente a una sociedad que los excluye. La locura es una defensa.   Ocurre que la filosofía no da de comer.