sábado, 31 de diciembre de 2022

ONIRONAUTAS

 

 

Un arco iris vibrante se muestra con todos sus brillos sobre una pizarra de nubes amenazantes hacia el oeste.  Me había acostado a todo lo largo del banco, el único desocupado. Ese arco en el cielo me hacía pensar en la bandera del inca mágico y milenario.

-Siéntese, señorita –una mujer policía me obligó a interrumpir mis cavilaciones – En el Cuzco hay que estar sentados.

Me acordé, entonces, cuando una joven residente iba corriendo a su trabajo y la detuvieron por la calle Chiwanpata. –Aquí está prohibido correr –le dijeron. Vi también en la Iglesia de Chincheros el lienzo de la última cena. Ttito Quispe, creo, en la mesa de los apóstoles, el plato principal era un cuy y me estremecí. Había visto ese conejito de los Andes en su jaula y tan tímido, se escurrió atrás, a una cueva junto al restaurant de comidas típicas. Ese día no comí conejo. Todavía sentía el regusto del té de coca. Soroche, le dicen al mal de las alturas, 3.600 m. Me sentí como un astronauta flotando en el espacio y quería correr tras el guía que explicaba. Saqsayhuaman, “halcón jaspeado”. No caminen tan rápido, les decía y alcancé a oir algo sobre Francisco Pizarro. Ahora lo veo ahí, adusto, de sombrero emplumado y peto protector que mira hacia abajo la celebración del Inti Rayni, que está empezando. Por la calle Juan de Dios vienen colores, danzas, cantos, banderas del Cuzco milenario Tawantinsuyo , que se mueven pesados, lentos, acompasados. Las momias y las vírgenes del Sol, chirimías, chirimoyos y algodones de azúcar. Es el solsticio de invierno y de la ladera de los cerros Mama Killa, la luna y los chiquillos con sus llamas. “Una foto, un sol”-implora una niña sonrisa de labios finos, carita redonda de cachetes colorados y ojos mansos achinados, sombrerito de ala corta  y trenza de pelos renegridos, falda bordada con dibujos multicolores.

“Un recuerdo para Ud”-me extiende otro jovencito un dibujo –“Esto lo aprendí en la escuela” –Y es el Padre Inti que sostiene un sol desde uno de sus rayos; el otro, es Mama Ocllo que mantiene en alto a la luna. Manos gastadas hábiles de mujeres andinas hilan, tejen y entrelazan los colores de su raza.

Me acuerdo que ayer nomás había visto a los acampados en la Plaza de Armas alrededor de la fuente de la Catedral y las pancartas de los empleados de la salud. “Peligro, fiebre porcina”. “Atrás. Atrás, ministra incapaz! –gritan los manifestantes. A mi lado se sienta una anciana curtida por los años y los fríos de la montaña y expone los productos de la sierra, sus papas, sus ajíes, sus tejidos, sus cebollas.

-Allá traen al Cristo de los temblores- me dice la viejecita – Está estaquiado en su cruz. Es negro. ¿Por qué? Por el humo de las velas, que lo oscurece cada vez más, y yo no me lo creo. ¿Por qué se llama así? Fue capaz de detener la tormenta y los sismos, y al mar embravecido cuando lo traían desde el mar.

-¡Ministra Qurichón, bajete el calzón! -Pasa la manifestación y un borracho que ya no puede sostenerse, empina su botella con jugo de chicha morada, balbucea y babea. Las chicharronerías despiden sus olores. Un vaho de fritangas cruza la plaza y los guías de turismo entonan: “Ministra, cuidado, calabaza, calabaza, vete a tu casa” y el altoparlante atrona…”que los políticos no se llenen más de dinero los bolsillos. Derramaremos sangre, si es preciso,  para que al Perú no lo transformen en inculto”. El Inca Tupac Amarú los aplaude encaramado en la cornisa del convento de Santa Catalina.. Una ancestral épica de la sublevación que no cesa. Se alejan las guardias femeninas, pero desde la otra esquina aparecen unos hombres de negro y no los echan. Se incorporan a la celebración y a los ritmos, cabezas de cóndor-papel maché y alas de craquelé.

-Me robaron sesenta soles –es la letanía junto a las casas de cambio. La Mancomunidad Wilcomayo, de las cuatro regiones, desde Calca a Urubamba vienen desde la plaza del Regocijo y se incorporan a la procesión. Bajan también los zombies de la calle de los Procuradores. “Aeropuerto” le dicen, porque los transeúntes vuelan y carretean por esa zona liberada de alcohol y drogas.

-Come on, baby –un inglés mareado y febril tira estocadas vanas hacia la cintura de una joven.

-¡No, no! Son cincuenta soles, paga primero –le contesta una morenita de falda corta, piernas contorneadas y hombros al descubierto.

-Mira, los echan hacia la cuesta de San Blas! Y allá van “Vamos, guía, que el guía no se rinde”. Los guías y los estudiantes de turismo se reúnen frente a la piedra de los doce ángulos y dicen: “Estos son los trabajos de los incas, y aquellos, los trabajos de los incapaces”, señalando un monasterio cristiano implantado sobre construcciones incaicas.

-Damas gratis. Clases de bossa-nova y salsa –dice el volante que promociona un pub, al lado de la Iglesia de la Compañía de Jesús.

La tarde se ha puesto de oropel cuando un sopor va adormeciéndome. Un coche veloz que baja por el empedrado, por no atropellar a un paseante, derriba una mesa que expone en la acera toda clase de muñecas de fieltro, símbolos de todas las comunidades. Un danzarín del Inti Rayni le hace caer la careta a una niña típica de falda multicolor que no es tal. Es Hiram Bingham travestido, que no lleva su sombrero de explorador, ni su chaleco, ni sus botas acordeonadas. Lleva en su morral un maíz amarillo, una vasija ceremonial de asas rotas, una pieza de oro y una cebolla roja; de un bolsillo asoma su cabeza una serpiente del inframundo, del silencio de los drenajes y de los acueductos. En tanto, Tadeo Escalante, el pintor, me invoca desde sus lienzos, el cóndor custodia el mundo de arriba, desde el altar de la Catedral, de oro repujado y plata junto a un órgano imponente, un cura católico me convoca, mientras un puma feroz salta al púlpito y un angelito rozagante sobrevuela por la cuesta de San Blas, entre nubes bajas, regordetas y redondas.

-¡Señorita, amiga!, despierte que es hora de partir. Y porque me agradó conversar con Ud., tome este presente. -Y me da una miniatura de cerámica que intenta parecerse al cóndor de los Andes.

 Ahora llueve una lluvia fina sobre el cementerio, pero yo sé que el mundo de arriba, el mundo de la tierra y el inframundo me protegen, como el sol y la luna, un cóndor, un puma y una serpiente, desde la vasija sola, abandonada sobre la manta a rayas, en la plaza.

Desde el balcón de enfrente, en el pub, se escucha una canción en francés: “La mala reputación”, y yo aprieto fuerte en mi mano la chacana de piedra verde, como un amuleto.