domingo, 26 de abril de 2020

Perfume de labios oxidados


Perfume de labios oxidados
Enfermedad, decrepitud, muerte
Danzan como doncellas inocentes.
Nicanor Parra
Hoy la señora está apesadumbrada. Mira con abulia desde el ventanal, como disimulando esa tristeza abismal. Espera con un sopor grave que algo la sustraiga de esa fría pesadilla.
Quiere gritar y su voz se ahoga hundiéndose en las profundidades del alma. Es como si llevara una bolsa al hombro cargada de soledad. Sé que está a su lado acompañándolo con plegarias, a ese hombre recio y duro que una vez fue. Custodia su espíritu, como si una turmalina con pequeñas porciones de hierro debiera ser retenida, antes de que las esquirlas de cristal trisado la hieran.
Ella está ajada y se queda sola mirando la garúa que no cesa. Prueba, con escafandra y oxígeno, como un buzo entre los corales y los huecos de barracudas y anémonas de mar. Lo persigue. Sabe, sin embargo, que cuando llueve y aún cuando no llueve, siempre debe haber un yo, para que sea, y siempre debe haber un tú, para contárselo. Tantea, con la templanza de un monje, diferentes modos de retenerlo; se muerde la lengua para que no salgan las verdades que hay en su corazón herido. Una máscara de vida fingida ha sido especialmente diseñada para esconder esos secretos, como efluvios del perfume de labios oxidados.
Ensaya, recuerda, prueba, busca en la  dimensión del sueño. Un ruidazal se agiganta; la atormenta; fija imágenes remotas, hasta que en tropel se atropellan en su garganta las palabras, y grita: “De todo, pero no me prives del calor de tu presencia”.
Y lo ve cuando sus ojos se opacan y pierden su esplendor, como si adivinaran la oscuridad que sobrevendrá. Después, el silencio, el inabarcable silencio.
Ella sabe que el hierro se oxida, porque es reactivo a la intemperie y a las tempestades. Un día, el carro de la vida lo llevó sin quererlo. Ahora sabe que él la espera junto al hito que señala el comienzo del cielo.

miércoles, 15 de abril de 2020

Disquisiciones y diatribas de cuarentena.


Disquisiciones y diatribas de cuarentena
Atar cabos. Levar anclas. ¡A estribor! ¡A babor! No. Esto no sirve para esta cuarentena, porque no estamos en el mar, aunque sí , es un mar de incertidumbre, el que nos tiene atados y encerrados.
Por eso, a desplegar las alas, a prendernos al barrilete azul, a abordar el barquito de papel de los sueños. Aunque, no puedo ni lo uno, ni lo otro, porque no soy etérea, ni leve, más bien plúmbea y rellenita. Imposible hacer semejantes cabriolas.
Sin embargo, atando cabos, recordaba el cuento de ciencia-ficción “Cómo se divertían” de Isaac Asimov, publicado en 1951 y ambientado en 2157. Pensaba en la educación a distancia, en las clases sincrónicas que hoy los alumnos se ven obligados a realizar desde sus casa, o al menos, los de clase acomodada. Las escuelas están cerradas por la cuarentena.
Se quedó corto el autor, ya que se cumplió con mucha antelación el tema de la desaparición de las escuelas y de los docentes. ¿Edificios y profesionales obsoletos? Hoy veo a mis nietas cómo estudian con responsabilidad a la hora indicada, y no añoran la escuela, ni a sus profesores. Un poco a sus compañeros. “Cómo se divertían” pensaba la niña del cuento, cuando iban o regresaban juntos de la escuela.
En la historia, el mayor de los chicos había encontrado en el altillo “un libro de verdad” que había pertenecido al tatarabuelo, que hablaba de la escuela, de las clases impartidas por un profesor, en un edificio al que concurrían los niños todos los días.
“Tenían un edificio especial y todos los chicos iban igual” “¡Claro que había un profesor”! Pero no se trataba de un maestro normal. Era un hombre”… “¿Cómo podía ser profesor, un hombre? Ellos nunca podían imaginar la sensación de mirar a los ojos a la maestra, de escuchar su voz cálida, de verla caminar entre los bancos, de percibir el olor a tiza y pizarrón, o bien, sentir la silueta autoritaria del director, que llegaba para recriminarnos… Claro, no podían imaginar…”
Así comenzaban las discusiones sobre la sabiduría o no de un hombre frente a la de una máquina. Del mismo modo, acerca de la función del libro impreso en papel, donde las páginas quedaban fijas y podías volver a leer, si fuera necesario. Y lo más asombroso, no se tiraban al finalizar la lectura. Todo tan diferente a los telelibros  a los que acudían en diferentes horarios, en sus casas y a través de la pantalla. –“Maggie, escuela! (avisaba la madre y ella, aburría, se sentaba frente al monitor.
¿Será la era de la extinción del libro? Una vez leí acerca del destino de los libros que no se venden en las librerías o que están arrumbados en depósitos, húmedos, comidos por los insectos o mojados. Son reciclados.

Así que levé las anclas y me fui navegando en el barquito de papel de los sueños. Escribí.
En la víspera
Dos opciones me dieron como libro que no se vende: guillotina o maple de huevos.
Le habían preguntado a mi progenitor, pero fue tal la desolación que se suicidó en las aguas contaminadas del Riachuelo, donde van a parar las cosas inservibles. Así que tengo la responsabilidad de decidir.
¿Dónde van los pájaros para morir? Los árboles mueren de pie, ¿y los libros? Una vez, viajando por las rutas patagónicas detuve el coche y ¿qué encontré en la doble línea amarilla de la carretera? ¡Un “Martín Fierro! Me tranquilicé. ¿También los clásicos se arrojan sin vergüenza?
Estamos en la era de la “despapelización” como si fuera una Inquisición contemporánea: la destrucción de libros por razones ideológicas o por pérdidas económicas.
En las ferias del libro que anualmente se celebran, sólo se presentan los nuevos títulos. ¿Alguien ha pensado dónde queda el alma del autor cuando dicen como un eufemismo: ”No se destruyen, se reciclan”. ¿Será una situación tan traumática que los autores prefieren suicidarse?
Es la era del “fast food”y el libro, como alimento del alma se destruye por estar deteriorado, roto, con humedad o picado por los insectos, junto a tantos otros, abarrotados en grandes depósitos o contenedores.
 La guillotina de Robespierre o la máquina picapapeles que elimina las evidencias de los delitos son procedimientos muy crueles. Así que, en la víspera, un shock emocional menor sería reciclarme en un maple de huevos, al menos, me ahogaría suavemente en aguas claras y tibias.

Bacanal


Bacanal
Dos días después de la finalización de la cuarentena, se está armando un jolgorio que dará que hablar en el pueblo. Me invitaron como periodista de revista de chimentos. Llevaré en el bolsillo el disfraz de bacteria para alejar a los advenedizos o a los melindrosos. No habrá “patovicas” en la puerta, porque todos aprendimos con esta pandemia, que nos igualamos ante la muerte o su probabilidad cierta.
-Sin derecho de admisión –dijo el intendente.
-La consigna será “Matemos lo que queda del virus” – aclaró el comisario, cuya hija, estudiante de RRPP,  ha vuelto a la ciudad y ayuda en la organización.
-¡Con alcohol lo fulminamos! – gritó mi vecina, la de enfrente. Con ella solíamos charlar gritando desde el portón, y yo, acodado en la tranquera.
-Cada uno va a traer la bebida que más le guste –anunció el bartender, al que llaman Baco-  Me encargo de los cócteles y “demases bebestibles” -dirigiéndose al “somelier”, al que llaman Dionisio.
Voy llegando al predio donde se realizará la fiesta. Una casona adaptada en un marco prolijamente parquizado. En el mostrador, como si fuera una pulpería, pido una cerveza negra bien helada, que es lo único que beberé durante la noche, o agua. Debo estar sobrio para no perderme detalle.
El sol se está poniendo y hay una luminosidad que antes no se había visto. Es la piel del silencio y un remanso. Bebo con placer.  El río trae agua limpísima. ¿Será la depuración ambiental después de tanta zozobra, tanta rutina y tanta ansiedad?
La casona empieza a iluminarse “a giorno” y comienzan los abrazos tan ansiados. Todos se confunden, sin distinción de jerarquías ni diferencias entre trabajadores y funcionarios.
El cura trae su sotana habitual, pero en vez de crucifijo, luce un medallón hippie de paz y amor.
La vendedora de pescado no puede disimular con un perfume barato, el olor a vísceras y escamas. Se abraza a un apolíneo muchacho, que la cree una Afrodita y le estampa un beso profundo con sabor a vodka y ananá.
 –No me confunda, Apolo, que allá veo a su esposa.
-Bebamos, venga conmigo –y se van al rincón más oscuro, como para consultar al oráculo de Delfos.
-Vamos por una birra, joven. –el banquero toma del brazo al repartidor de bebidas y le secretea al oído.
-¡Hola, doña! –confianzuda, la chica del kiosco ofrece un gin-tonic a la mujer del intendente y se ríen sin parar.
La hilaridad se adueña del escenario y afloja las tensiones. Para despistar me pongo el disfraz de bacteria y me alejo del escenario central.
-Este vino tiene aroma a roble y un dejo frutal en las papilas. Anímese, nomás. No se arrepentirá. –el catador de vinos ofrece una copa del dulce manjar al sepulturero, que hoy se ha puesto ropas coloridas, como las franjas de una carpa de circo. Deja la galera y se aferra a otro trago “pa’probar”, dice.
Se va acercando el gordo farmacéutico, que camufla su panza debajo de un traje de Covid 19. No puede con su genio, quiere abrazarme, pero me alejo a esconderme debajo de las escaleras.
El bartender no da abasto.
-Un mojito, porfi.
-Dos sangrías con mucho limón.
-Dame de ése que preparaste recién. ¿con whisky?
-¡Bueno! –gritó el chico y fue a abrazar a la vieja pitucona,  que, como una matriarca ofendida, solía fruncir la nariz con cara de asco. Hoy no, sólo observa a sus conciudadanos que están mezclando cuerpos y efluvios.
 –¡A brindar, muchachos! –ya se dispone a crear tragos nuevos, que son todo un éxito, parece.
Algunas parejas se escapan de la mano hacia las habitaciones contiguas. La soprano, que llegó para quedarse, ronca sonoramente apoyada en el teclado del piano de cola.
 -¿Le leo las manos? Hoy es gratis. –Tiro las cartas para vos. –Se está poniendo pesada, como su lengua pastosa.
El pianista ya se escapa con la tarotista. La música se ha atenuado un poco, por lo que se oyen carcajadas y gemidos. Me saco los zapatos y voy saltando entre los cuerpos que ya van culminando la algazara; esquivo copas y charcos de color indefinido.
 Afuera, algunos optan por airearse un poco. Varios van hacia la piscina. Tropiezo con un montículo de ropas y zapatos cuando voy a tomar agua del bebedero y caigo en el barro. Otros se doblan tras un árbol, como si quisieran expulsar de su cuerpo todos los demonios. Varias siluetas entrelazadas buscan intimidad en las sombras. Los placeres desenfrenados se desatan. Las intrigas se arman ante mis ojos. No daré nombres en la nota de chismes.
La luna aparece triunfal entre los cúmulos y devela el blanquísimo cuerpo de una chica que se solaza con el chorro caliente del jacuzzi. A su lado, de pie, el farmacéutico- coronavirus eyacula en una copa de champagne.
Me río como un loco desaforado. El amanecer se acerca. ¿Qué pasará mañana? ¿Qué diría Bocaccio? Veo a Zeus que observa desde su trono de nubes.

Balada de una ilusión


Balada de una ilusión

Un zorzal en mi ventana.
Me llama el chalchalero cantor.
Por el aire, de ojos rojos,
pecho de blanco candor,
alas pardas anuncian
que los vivos están mejor.

Se va el zorzal chiflador.
Llega un colibrí a mi balcón.
Puro color y arrebol.
Su aleteo apantalla mi tristeza.
Tus muertos están bien, dice.
Vuela, belleza tornasol.

Un guiño y un parpadeo
Trae vientos protectores.
Gira, baila, picaflor.
Canta, silba, mi zorzal.
Serán gratos momentos.
Sin dudarlo, así será.

Cuando los corazones salen de paseo


Cuando los corazones salen de paseo
Un sujeto envuelto en un traje cuasi metálico, con guantes amarillos y botas haciendo juego, me habla detrás de la escafandra, a dos metros de distancia.
-¡Hola! –me saluda, dejando oír su voz por un mínimo altoparlante.
Aguzo la vista y puedo reconocerlo por los ojos verdes que sonríen. Como no estoy así ataviada, me resigno a contestarle con un ¡Hola! Desleído. ¡Qué ganas de un abrazo apretadito! Pero no se puede…
Él trae una bolsa herméticamente cerrada con membrillos que cosechó de su árbol y los deja en el portón. Entonces, con una seña le indico que espere. Le alcanzo, a través de un palo de escoba, una bolsa bien cerrada, conteniendo las manzanas de mi árbol y un frasquito de mermelada. Veo sus ojos agradecidos y lo veo alejarse bamboleándose, como un astronauta que pisara por primera vez la luna.
La mañana no ayuda a despejar esta tristeza que nos cubre de rocío los cuerpos y las almas. Hoy sacamos a pasear los corazones, pero ya la escarcha los está helando. Recojo el mío, lo envuelvo entre mis manos tibias y lo vuelvo a su lugar. Está latiendo, agradecido, y yo sé que sigue acompañándome con la paciencia que expulsa las incertezas y que pugna por acercar las emociones a la distancia.
Echo a volar este relato, y que les llegue con los vientos bienhechores que deseamos.

lunes, 13 de abril de 2020

Cuarentenados y cuarentenandos


Cuarentenados y cuarentenandos
Me miro al espejo para no sentirme tan solo. Tengo que cortarme la barba que se puso bastante tordilla y el pelo, cada vez más ralo. Sentado, siento que las rodillas me crujen. La bicicleta está arrumbada hace varios días, así que me ejercito en la silla. Todavía conservo los hombros anchos y altivos. Nada de joroba. ¿Y esa panza fofa? Habrá que hacer abdominales. Debajo de la escalera guardo el monopatín con que solía recorrer la plaza y las calles de mi barrio. Ahora, esto se acabó.
Siento que estoy midiendo mi tiempo con un nuevo calendario, el de la cuarentena. El distanciamiento es una separación brutal, sin límites y sin futuro previsible. El pasado y sus recuerdos tienen sabor a nostalgia.
Solo bajo el sol, vivo al día y es momento de templar el carácter y comprender bien que el tiempo es fuente de alegría. ¡Tanto la necesitamos! Es lenta la espera. Estamos arrojados a un espeso silencio que invita a reflexionar.
Las tinieblas de la epidemia han ido penetrando pausadamente, como una cocción a fuego lento. Miro por la ventana el atardecer casi rojo y el vuelo de las golondrinas. Exiliado en mi propia casa. Un colibrí aletea y sé, me anuncia que mis muertos están bien.
Muchas han sido las acciones emprendidas, aunque lo que es cierto, es que esta pandemia iguala a los funcionarios, porque en materia de peste, todos somos ignorantes. Elocuentes, triviales, nihilistas (“es una gripecita nomás”), metódicos (la salud por sobre la economía (“Lo más urgente es curarlos”) Todos opinan, como si supieran.
Mi compañero de truco me habla por whatsapp. -¿Y si nos escapamos un rato hasta el bar a tomarnos una ginebrita?
De este otro lado, las reacciones son diversas. Los altavoces en la calle añaden confusión y malestar. Antes, todos nos sentíamos con derecho a la libertad. Ningún cesante, todos de vacaciones. –Es una enfermedad de “chetos”, son los que pueden irse de vacaciones afirman por TV, algunos políticos, sindicalistas. ¿Y los jubilados que cobramos el mínimo?
Prohibición de salir. Se pena a los contraventores. Los amigos, los parientes, los vecinos, todos son sospechosos. Cada uno lleva en sí mismo la peste, porque si en un minuto de distracción uno nos respira, nos tose, o estornuda en la cara, nos pega la infección, ¡Y chau!
Comienzan las acciones gubernamentales. Cambian las prioridades para atender a los marginados, al hacinamiento en las cárceles, en los hoteles donde se alojan los casos sospechosos, en los hospitales, en los barrios (En vez de “Quedate en casa”, ahora es “Quedate en tu barrio”.
Los eclesiásticos de cualquier rama empiezan a tocar el tambor del genio de la peste, como pedidos de socorro. “Es el azote de Dios”, dicen. “Los justos no temerán”. Imploran al ángel, a San  Roque, para pedir que nos libre de enfermedades y contagios del cuerpo y del alma. Tocan en sordina los órganos de la catedral, lo puedo oír. Hay plegarias  colectivas. –Yo creía que habíamos pasado la etapa del Teocentrismo!
-“Dios no existiría, porque si existiese no serían necesarios los curas. –asevera Juancito y le sobreviene el malhumor por las frecuentes colectas por diferentes organizaciones para cubrir la ausencia del Estado. Ni héroes ni santos. Y el Papa sigue orando frente a una plaza vacía.
Se acrecienta la solidaridad, sin intervención de la Iglesia. Las profecías y los vaticinios han sustituido a la religión. Hasta los pronósticos del clima dan una cuota de esperanza, o aumentan el miedo. ¿El frío favorece la expansión de la pandemia? No, el calor mata al virus. –otros afirman con absoluta certeza.
Todos valoran, creen, insisten, cuando el abatimiento ya es generalizado. Una hilaridad muda se contrapone con la toma de conciencia. Hay que responder, de alguna manera, al silbido de la plaga que se esparce con el viento (“las gotícolas”). Cuarentenados y cuarentenandos son los olvidados que miramos, errantes, con aires de desconfianza.
Aparecen palabras de aliento y consejos por las redes: consumir cítricos, tomar infusiones con limón, hacerse buches con bicarbonato de sodio. Me acuerdo de las gárgaras con sal que la abuela nos exigía a todos, sin excepción, cuando empezaban los fríos. Consumir frutas y verduras con alto contenido alcalino… ¡tantas recomendaciones! La Farmacopea no se queda quieta y pugna por sacar a la venta diferentes sueros provenientes del microbio, que no es lo mismo que el bacilo. Pero, después están los intereses políticos y económicos y la OMS no lo acepta.
Al amanecer parece que la peste suspende por un momento su esfuerzo para luego tomar aliento. Durante la noche nos preguntamos, en las entretelas del desvelo ¿Creemos conocer todo de la vida? Definitivamente no. Deberemos tener la humildad de asumir la ignorancia y seguir sorprendiéndonos en cada instante. Los moralistas van diciéndonos que nada sirve, sólo ponerse de rodillas.
Mañana tendré que salir embutido en una máscara casera, como la escafandra de un astronauta. Tal vez me encuentre con algún conocido. La larga cola a la madrugada es el retrato vivo de la vejez y de la espera. Cuando se ve la miseria, la separación esencial  y el sufrimiento que acarrea; hay que ser ciego o cobarde para resignarse.
A fuerza de esperar, se acaba por no esperar, llegar a vivir sin futuro. Hay una vieja y tibia esperanza, la que impide abandonarse a la muerte. Es una oda, una obstinación por vivir.
De regreso, al atardecer, tomo el bus que está repleto desde los estribos, hasta los topes. Los ocupantes vuelven la espalda al otro. Hay angustia en los ojos.
Me aprovisiono y pago a precios fabulosos, pero no me privo de un vino caro, que beberé en soledad para espantar al miedo y los fantasmas.
Adormeciéndome echo a patadas borrachas, cada vez más débiles, a la pandemia, para que vaya yéndose por donde vino. Me atormento con el canto lastimero de Feliz Cumpleaños, de mi vecino, solo en el balcón. Ha tendido una mesa primorosa con torta de festejo y ha fabricado cuatro acompañantes con palos de escoba, pelucas rojas y verdes, ataviados con barbijos blancos. Es que la peste está dejando huellas: la esperanza de la liberación definitiva o la resignación. Así es como veo formas distintas de sobrevivir, en medio de la locura.
Un haz de fuerzas se trenzan en lucha. Un incendio se desata en una vivienda pobre, como para hacerse la ilusión de matar al virus. Son los incendiarios inocentes. Un humo negro no anuncia que tenemos nuevo Papa. Los curas hoy dan misas por video conferencias.
Casas abandonadas en pleno toque de queda son saqueadas salvajemente, porque hay intentos de huida para salir de la ciudad. Hay un motín en la Penitenciaría, que no pueden contener.
No es vergonzoso elegir la felicidad. Los amantes separados sufren. Los parientes separados sufren. Los amigos separados sufren. Un mundo sin amor es un amor muerto. Uno se cansa de la prisión y no exige más que el rostro del ser querido y el hechizo de la ternura en el corazón.
¿Es insomnio? ¿Es la duermevela? ¿Es la vigilia de la noche? Una especie de gas venenoso está flotando en el aire, curiosea en los recuerdos más amargos y castiga la memoria de un tiempo feliz. Las palabras enmudecen y viene a perturbar el descanso. Un olor nauseabundo viene con el viento del sur. Son los enterrados en fosas cubiertos con cal y tierra; son camadas en la trinchera. Una gigante lasagna de la muerte.
A lo lejos se oye el tren de medianoche que acarrea los féretros apilados con sus muertos sin mortaja. La sociedad de los vivos va dejando paso a la sociedad de los muertos, los de las cárceles, los fugitivos, los de los hospitales de campaña.
¿Es la guerra biológica? Sigo desvelado. Un monstruo coronado apoya un tentáculo en mi hombro, aunque no tengo fiebre, ni tos. ¡Estoy sano! Ya me despierto y desaparecen esos olores tan ásperos.
¿Llegó el final? Hay rumor de pasos. Voces sordas. Pisadas apresuradas. Gritos de alegría desde las terrazas. Una gozosa agitación, tras la vigilia silenciosa que va a mitad de camino entre la agonía y la felicidad.  ¿O es parte del sueño este júbilo generalizado, esta obsesión ciega por vivir, por recuperar la amistad y las confidencias?
La frente arde y suda, la boca está seca y pide agua. Me restriego los ojos y sigo viendo imágenes, ahora más agradables. Voy hacia la ventana y ¡tan azul está el cielo! Los chimangos compiten con las gaviotas por la comida. Un ciervo juguetea con las olas del mar. Los delfines hacen acrobacia y los cardúmenes avanzan.
Me refresco la cara y sí, es verdad. ¿Habremos ganado la partida? Es imperioso, entonces, guardar en la memoria los sucesos pasados, como un mal recuerdo. Afuera la algarabía se adueña de las calles. Me sumo y me dejo llevar con la tranquilidad de saber que aprendimos con la humildad de quien valora la vida. La multitud me empuja hacia el bar del vecindario, que está abierto. Veo a Juancito que mira azorado cómo la vida renace.
No me dejan detenerme, sólo para dar un abrazo. ¡Cómo nos hacían falta los abrazos! Quien recibe más abrazos es el cura, que avanza a contramano con su sotana habitual, un medallón hippie de paz y amor reemplaza al crucifijo. Al que esquivan, sin duda, es el que anda disfrazado de bacteria que lleva como accesorio, una corona cruel.
Reconozco al sepulturero que lleva de la mano a la pitonisa. Rumbo a la estación de tren se siente, se percibe ¡Qué no daría yo por un beso tuyo! Y los amantes separados, al fin, se encuentran para amarse con fervor.
Suenan las sirenas de los barcos que van arribando. En el campanario de la catedral los médicos aplauden.


miércoles, 8 de abril de 2020

Romance de la prisionera


Romance de la prisionera 2020

Cuando hace el calor
un virus apareció.
Las guerras ya no mataban
Cuando el corona invadió
De amores la han separado
y no la dejan reposar.
Las puertas están cerradas,
ventanas y postigones,
mas los balcones se abrieron
y allí al vecino se oyó.
-¿Qué haces allí tan sola?
que te puedo acompañar.
-No te acongojéis, vecino,
que desde allí podrás mirar.
Mi cuerpo tengo tan blanco,
como de un fino cristal.
Mi boca tan colorada,
como de dulce coral.
¡No maldigáis a esta peste,
sólo mirad, buen mozuelo.
Pláceme a voluntad.
Cuando la cuarentena acabe
¡Bien podremos retozar!
-Con sedal rojo punzó
por tu ventana entraré.
No puedo más esperar.
-Trae tu antorcha encendida
que en mi lecho flama habrá.
Si no hay vacuna que cure
el amor nos sanará.
Y volaremos por el cielo
Junticos de par a par.