Tal vez
imaginas un pozo tétrico y hondo de aguas negras, de ladrillos resbalosos, con
musgo palpitante. Es un lugar que te oprime las costillas y te sofoca la
garganta. El grito no sale, porque ya es un hábito obsoleto y anacrónico; ya
nadie escucha, ni osa intentar un pedido de ayuda. De tanto sufrir el ahogo te
empuja a los rincones más oscuros del hospicio, donde ahora habitas con la
mirada absorta y retienes y tragas toda la arena del desierto, hasta el último gramo.
O quizás seas
aquel juez que conocí, quien de niño se escondía en el sótano, o en el hueco de
la escalera para sacarse los mocos, sin que lo vean. Y se sumía en el más
ominoso silencio de humedad y del llanto de ausencias, mientras la carcoma
devoraba la madera con fruición y avaricia.
No tienes
nombre. Puedes ser hombre, mujer, niño o anciano, y puedes ser cualquiera de
nosotros, acaso yo misma.
Por enésima
vez soñaste con la persistencia de lo recurrente; esta vez las interrupciones,
los vaivenes y las imágenes aumentaban su volumen y te sentías ¡tan pequeño!,
como si un monstruo gigante estuviera por aplastarte.
Veías al
minero. ÉL no subió a la superficie, como todos los días, esa atmósfera reseca,
caliza y salobre. Era el último turno
para acabar la jornada. Aunque el sudor y el cansancio ya lo cegaban, él seguía
paciente con el fárrago de su piqueta y su martillo, para extraer de las
entrañas de la tierra, esa veta de cristales de roca que fulguraba entre los
socavones.
Se detuvo para
desentumecer los músculos y para secarse la cara y el cuello. Fue en ese
momento, cuando escuchó el estruendo allá arriba. No tuvo tiempo de colocarse
bajo el soportal de la galería. Todo fue polvareda y piedras derrumbadas, hasta
tapar la salida.
Entonces, la
dimensión de tu sueño y el ruidazal se agigantó, como para que tu memoria fije
estas imágenes y así puedas recuperarlas cuando despiertes.