lunes, 24 de junio de 2019

Armonteña y rociera



Así  se presenta, con orgullo esa andaluza, que, aunque blanca y rubia, es mora gitana. Con su mirar azul nos envuelve y nos abraza cuando recita esos versos preñados de amor por su tierra. Transmite el puro sentimiento de ser sevillana . Es una cajita de sorpresas que se abre a cada paso, un capullo de flor silvestre  que nace en el arenal de su tierra nazarena.
Ella es un cascabelito, un sonsonete que deja aroma de azahar y menta a su paso. Pizpireta y colorida mariposa que merodea por los más bellos versos y por las romerías. Y si de fervor se trata, nadie como ella para a su virgen adorar y “saltar la reja”. Virgen del Rocío que ofrece sus dones a los feligreses y da alegría en las romerías. Y allí está ella, la rociera, para pedir por sus deseos.
De cintura cimbreante, resiste, como el junco, que se dobla pero siempre sigue en pie. Contagia algarabía sin mirar a quién.  Hasta mí  llegó el perfume de nardo y claveles en el faralá de sus faldas cuando baila una soleá.
 Prestancia y fuerza en un solo compás que penetra en lo más profundo de mi “arma”.

Una argentina en Triana


“Si visita Sevilla, volverá” –reza la postal que había comprado por el 2013, cuando conocí Sevilla. Tanto me enamoró, y tanto que dó sin ver, que regresé.
Y aquí estoy. Un gitanillo me lleva del brazo cruzando el puente de Isabel II y “vamos pa’ Triana”, me dice. El puente es la frontera e ingresamos a “la república de Triana”.
Reverbera el Guadalquivir, copia el cielo azul y se ensancha el corazón al caminar. Trajinar por Triana tiene el embrujo que nos hace curiosear por los patios andaluces. ¿Qué secretos guardarán? ¿Qué historias se ocultan tras los macetones de geranio de sus balcones? ¿Qué misterios habrá que develar? Y caminamos y nos detenemos a conversar y a escuchar la vehemencia de sus gentes.
Debajo del gran gomero nos espera Don Federico, trianero de pura cepa, escritor, pintor y gran conversador. Sobreviviente de historias cruentas de 1936, sin embargo, mantiene la hidalguía y el humor de su pueblo. Nos deleitó con sus anécdotas de la calle Betis, hasta que nos dejó “para no despreciar el gazpacho de la Pepi, que me aguarda”
Trajinamos por sus calles, la de Rodrigo de Triana, y recordamos al vigía que desde el carajo de la Pinta, la más pequeña carabela de Colón, avistó Tierra y supimos cómo el navegante se salió por “peteneras” y no le dio el suculento premio (10.000 maravedíes), recompensa de los Reyes Católicos. También conocimos cómo “del cabreo que pilló”, Rodrigo de Triana, renegó de sus ancestros y se volvió musulmán. Allí vamos, no obstante, hacia la Iglesia de Santa Ana.
Están los preparativos para el Corpus que se avecina y la azulejería de los retablos, del Nazareno, de las cofradías y de la hermandad de la O, me sorprenden. El fervor religioso de sus pobladores no tiene límites, ni de clases sociales, ni de nivel económico y cultural.
Triana tiene todo ese sabor, ese colorido y ese aroma, imposible de olvidar. Lo dicen las cerámicas… “el humo de los fogones se ha mezclado con el de los alfareros y los ceramistas”.  Otra cerámica dice: “Oficio noble y bizarro, entre todos, el primero, pues que en la industria Dios fue el primer alfarero, y el hombre el primer cacharro”.
Triana nos ha hechizado. Se oye “Tango de Triana” (¿un quejío?) interpretado por Antoñita y su hijo Jesús. Hacia ellos vamos. Ya saboreamos el alimento del alma. Ahora, hay que alimentar el cuerpo. A tomar una cerveza “con to’s sus avíos”, salmorejo, tortilla y alioli. ¡Olé!