lunes, 7 de marzo de 2011

Bosque, sonidos y colores.

Es época de salir a buscar hongos y el bosque en el otoño barilochense tiene lugares especiales; el más propicio es uno recóndito, solitario, camino al Cerro Catedral.
Voy internándome por entre las matas. Es el mediodía, ya se dispersó la neblina. El sol radiante acaricia mi cara y mi espalda y el límpido cielo azul, ambos, son un regalo para los ojos.
La majestuosidad de los pinos, Radiata, o Insignes, contrasta con los ñires achaparrados. El ojo avizor tiene que ir acostumbrándose a la semipenumbra y a los claroscuros para ir reconociendo las clases de hogos. Estos son de cartón, junto al retamo, éstas son trufas, bajo el solitario abedul. Carne del bosque le dicen a los otros, los comestibles. No se encuentran por aquí hongos venenosos. No hay peligro.
-Hay que buscar debajo de las ramas de los pinos que se recuestan en el suelo -me digo.
Un olor penetrante, a humedad, va anunciando su presencia.
Me agacho y, provista de una caña colihue, voy levantando ramas, y ahí, entre los abrojos, brilla la frente pelada de un champignon, y al lado, tres o cuatro hijitos. He levantado un tesoro.
Vislumbro otro grupo bajo un radal, pero no. Son las hojas amarillentas de un manzano que, con la suave brisa, van dispersándose y danzan al borde del sendero.
Un silencio amable me acompaña, sólo interrumpido por mis pisadas sobre el cric-crac de las ramas secas y las hojas húmedas, o por el canto de algún pájaro que... ahí lo veo. Es un petí-rojo que salta de rama en rama, como vigilándome, porque estoy invadiando su territorio, o jugando a las escondidas.
Abajo, junto a los sauces que ya forman un cerco vivo, se escucha el arroyo cantarín.
A lo lejos, se oye el toc-toc de un pájaro carpintero que está haciendo su faena en un tronco seco y ahuecado, presumo.
Otra vez el silencio. Por un instante, escucho unos movimientos cercanos. Me detengo y aguzo el oído. ¿Será una liebre? ¿o un chancho jabalí al acecho? No. Me doy cuenta que muy cerca, alguien merodea. Es el sonido característico de una bolsa plástica rozando las ramas, de la mano de alguien que está recorriendo el bosque.
Alcanzo a ver una mancha violeta, entre las hojas; es una señora que se estira para levantar más hongos. Lleva una bosa de supermercado, bien cargada.
-¿Y, se encuentran muchos, no?-le pregunto.
-Sí, yo estoy dando la vuelta ya. Conseguí una buena cantidad, en las zonas más húmedas.
-Sólo tengo cuatro champiñones -le contesto.
Conversamos un ratito, en el claro del bosque,. sobre recetas para conservarlos. Luego, cada una, va en direcciones diferentes; otra vez, reconcentradas.
Retomo el sendero y sobre la tierra seca, veo rastros. Pisadas de un calzado grande y otras más chicas. La brisa me acerca unas voces lejanas y risas.
-El bosque, a esta hora, tiene varios visitantes -digo en voz alta.
¡Uy!, csi me pincho un ojo. Una rama de ñire, finita, casi me hiere, pero logré salvarme.
-Si hubiese tenido los anteojos, pordría ver mejor y cuidar más mis ojos -pienso.
Veo los retamos, los palo-piches y los típicos montecitos de neneos. Veo también plantas de frutillas silvestres y cagaditas de liebre. Otra vez se hace más intenso el olor a humedad, y a hongos.
Me arrodillo, me pincho, se me pegan algunos abrojos, pero ahí, bien escondidos, hay otra familia de champignones pequeñitos y frescos. Hay que cortarlos con cuchillo y dejar los tronquitos para que vuelvan a nacer.
-¡Qué caminado está este bosque! -más suelas de diferentes marcas están estampadas en el caminito.
Otros hongos secos, arrancados, patas para arriba, indican que alguien estuvo revolviendo las agujas de pino.
-Hace tres días ha llovido con cierta intensidad, y luego, cuando sale el sol, los hongos "salen como hongos" plip-plop -pienso y me sonrío.
Cuando abundan, nacen entre las piedras, al costado del camino y es asombroso, aún entre la basura, las botellas, las latas oxidadas. Algunos, inconscientes, arruinan la pureza del bosque.
-La imbecilidad humana es inconmensurable. La naturaleza, noble y leal, la soporta estoicamente -razono.
Como una alfombra de terciopelo verde, el musgo se adhiere a toda rugosidad y ahí, escondidos, asoman más honguitos nuevos.
Vuelvo sobre mis pasos, reconozco mis propias huellas, y regreso.
El contacto con lo natural, tan puro, y esa paz, alimentan mi espíritu y es un deleite.
La música del bosque alcanza para encontrar la música del alma.

Y hoy, justo hoy, fue necesario relajarme, por ser viernes y porque tuve que intervenir en un episodio por demás curioso.

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