Como la semilla que se deja
arrullar por el viento y cae lejos del capullo, así las imágenes se agolpan en
las entretelas de la memoria.
Como el vaho que se levanta en
una mañana de rocío, tras la neblina, no sé si son recuerdos o figuras
desdibujadas de un sueño difuso.
Un niño juega con caracolas en
una playa solitaria y cuando quiere incorporarse no lo logra; se ve durmiendo
en una cama de yeso, boca arriba, como en un sarcófago, en las migajas de un
tiempo pretérito. Tras incontables caídas, su cuerpo, estimulado con trapos y
vapores calientes y las ganas de caminar, revive hasta conmover los escépticos
miembros tiesos y su columna indiferente. Camina por senderos confusos;
perplejo, ya hombre, entierra sus botas en terrenos fangosos de hastío y vergüenza.
“Moriré con las botas puestas”, dice.
Una nena trepada a un paraíso
enhebra pistilos violetas de las flores perfumadas. De sus manos mágicas salen
aros, pulseras y collares, para enamorar a los chicos que juegan a la pelota en
el potrero de enfrente. Mona, le decían, siempre desde un árbol, ve pasar el
mundo de gentes, coches, bicicletas, caballos, mientras despega la cáscara seca
del plátano y en invierno, arroja las bolitas amarillas sobre las mantillas
negras de las beatas, rumbo a la iglesia. Llaman las campanas a la misa de
domingo y las semillas caen en el confesionario, donde los secretos esconden
todo lo indigno y lo profano.
Rostros anónimos se dejan llevar
por las calles atiborradas de carteles luminosos, de maniquíes y humanoides. El
gentío va con bluetoth y sordos auriculares. El humo negro y el alquitrán se
entremezcla con aromas seductores que quieren dar la apariencia de seres con
alma. Terminan colgándose al tren que ya parte. Otros se internan en las
pasarelas subterráneas, donde todo es humedad. Un blues del desamor llora su
interminable canción. La gran boca expulsa a la multitud de zombies
narcotizados, con espujitajos y estornudos. Después bosteza y se traga los últimos
retazos de libertad.
En la orilla de un lago sereno le
llega una flor de la montaña que ya adorna su cabellera enrulada.
Las velas se hinchan y lo llevan
por un mar atormentado, que finalmente lo dejará sobre arenas blancas de
soledad y calma.
Junto a la cama solitaria, él
encuentra las botas embarradas. Ella, en otra cama lejana, ve la flor de
amancay que supo adornar su pelo con auténtico primor.