domingo, 26 de julio de 2020

ASPIRACIONES

 

“Me queda la palabra” Blas de Otero

Le tengo envidia a la aspiradora, porque aspira todo, hasta las palabras que andan merodeando por la casa, y en mi cabeza. También yo tengo aspiraciones, pero no logro aspirarlas, así que cuando la máquina se pone en marcha las absorbe. Se llena el cubículo de la basura y lo vacío afuera,  sobre la nieve virgen.  ¡Oh!, la ensucio y es ahí cuando las veo que salen al aire libre, desharrapadas con su traje de pelusas, despeinadas con mechones enredados, deshilachadas con sus atuendos color ratón.

Luego se refocilan hasta quedar limpitas; saltan, se ríen, se toman de la mano, hacen una ronda y cantan “Que llueva, que llueva, la vieja está en la cueva”. Salgo, porque no llueve aún, las corro, las atrapo a todas y las llevo adentro, conmigo, las acaricio, las seco y las pongo a levar junto al hogar. Ellas me lo agradecen.

Así, mis amigas, las palabras lavadas y alegres, se dejan amasar en mi mente y vienen a llenar la hoja blanca, impoluta, desde hace algún tiempo. Entonces salen mis emociones escondidas.

Recapacitan, sienten, sonríen e irradian luz, cantan como la calandria, se retuercen sobre el lomo de mi gata y retoman el canto de una canción de cuna. Unas reinician un debate ideológico; otras son irónicas y con humor; se desperezan la modorra de la hibernación; zapatean para quitarse la rabia que se aferra indefinidamente;  elongan para recuperar energía y las estiro en sinónimos; otras, se esconden tras la cortina de la ficción.

Al final me enojo porque surgen versos nerudianos, como si fuera plagio. Decido juntarlas a todas y las guardo en el cajón de los juguetes, al lado de los soldaditos de plomo, alineados para la guerra. Paco Ibáñez me guiña una canción.

Tal vez, la próxima salga una prosa combativa. Dejo también mi pluma, recalculando.


martes, 14 de julio de 2020

Prosa ciclotímica

 

A veces me salen textos en tono nostálgicos de un pasado que fue.

Otras, son burlones, casi sarcásticos.

O diatribas lacrimógenas y plañideras.

O especulaciones de insomnio (y yo “sin blanca”)

O espasmódicos llamados a la solidaridad.

Dicen que la gente sufre trastornos psicológicos. Al momento, sólo converso con los electrodomésticos. ¡Están todos hipocondríacos!

La batidora, por ejemplo, está histérica porque no hay huevos. Más bien creo que es la ansiedad y la angustia que le oprimen la garganta.

La tostadora, frenética, escupe sin cesar los panes renegridos. Sufre ataques de pánico.

La sartén engrasada añora a su churrasco jugoso y seductor. ¡Bife a caballo, mmmmm!

¿La plancha? Aburrida, sigue inmutable. -¡Qué te pasa, piba! Y sólo me mira con aires de superioridad.

El freezer está con su habitual frigidez custodiando los tappers herméticos de abulia.

La secadora llora intermitentes lágrimas sucias de medias y calzones.

¡Basta ya con esta dialéctica deshilachada!

Termino con discurso escatológico, porque mi perro está con incontinencias y sufre de agorafobia.


La engreida y el poeta

 

Hay un diálogo permanente entre la aspiradora y el poeta. La primera es una engreída, porque saca todas las pelusas y las telarañas. El poeta las recoge en neologismos y palabras nuevas, de esas que no se desgastaron por el uso.

Él no se manda la parte, pero juega con el arte. Hace interdisciplina con una naturaleza muerta.

Medio limón se agría más y se reseca en la frutera. La deliciosa manzana rozagante y roja ha salido de copas. La banana, ya fue. Y yo pensaba hacerme un arroz a la cubana.

Una papa solitaria sigue sucia y lagañosa con brotes incipientes. La única batata ha hecho una torsión en su clase de streching por zoom. Resultado: perdió su dulzura y quedó en éxtasis sin poder moverse. La que sí puede es la raíz de jengibre que baila locamente sobre la mesa. Casi se hace polvo. Una zanahoria arrugada ha perdido su lozanía definitivamente.

Las recetas de Doña Petrona han perdido popularidad y yo, que siempre estoy a la moda, voy creando recetas por demás austeras. Es todo. Veré qué puedo hacer. No hay opción; deberé arreglarme con lo que hay estimulando la creatividad. 


Retratos VII

 

En los pueblos petroleros habita un mundo de hombres solos, que son contratados por sueldos altísimos. Camioneros, mecánicos, ingenieros, constructores, transportistas de equipos de perforación… Todos, en los días de franco iban al único cabaret del pueblo. Una vez fui con mi marido. Una brasilera que hacía el show me contó de su arrepentimiento, entre copas. “La vida me obligó a hacer lo que no deseaba. Pero gano bien acá. No me arrepiento”. Luego nos invitó a bailar en “lambada” en el escenario.

Era la época de las “vacas gordas”, cuando la vaca no había muerto todavía.

Otra alternativa para los “solteros” era concurrir a los firulos, o bien recibir la visita de la Yoli. Ella se hacía de unos mangos cuando escapaba del hospital, que estaba ensayando un proceso de desmanicomialización.

Lo cierto es que la Yoly solía pararse en cruce de dos calles para llamar la atención de los necesitados de sexo urgente, mientras dirigía el tránsito de vehículos de gran porte. Cuando estaba “libre” llevaba en la cabeza el calzoncillo del último cliente, y en la mano, hacía flamear su bombacha, siempre la misma, negra con flores amarillas.

Detrás de los visillos las vecinas tenían espectáculo gratuito en Av. Del Trabajo y Zapala. Hasta sabían reconocer por el color de los calzoncillos , quién había sido el afortunado.

-Ése, a lunares es el del capataz de la pensión. Ayer lo vi colgado en el tendedero.

-Y claro, no es época de cobro.

-Cuando cobren el aguinaldo se le va a acabar la chamba a la Yoly.


Retratos VI

 

El síndrome de Diógenes es un trastorno casi mítico, representado en la figura de Arístides, que conocí. Era el ropavejero que exponía para la venta todos sus productos, en la vereda y en el interior de su local.

Los paseantes de la avenida, solían acudir a curiosear, para asombrarse, por tanta baratija acumulada. Un centímetro emparchado. Un carretel sin hilo. El cuerito partido de una canilla que giraba en falso. El trozo de un caño de fibrocemento taponado de raíces. Un paragüero con un paraguas arratonado. Un sillón-canapé de dos patas, apoyado sobre un ladrillo en forma vertical. Una muñeca de trapo sin ojos. Marcos de cuadros con una pátina de antigüedad y polvo. Un espejo trisado. Un bidet rajado. Un tornillo sin rosca…

Otros ingresaban para cambalachear. Eso sí, había que tener gran habilidad para regatear.

He visto también el calzón que estaba usando su madre cuando murió, a precio prohibitivo.

Hoy pasé de nuevo por ahí. Estaba cerrado con candados. Se alquila, decía el cartel. Pregunté a los vecinos y me contaron que Arístides había muerto hace tiempo en el Neuropsiquiátrico de Córdoba.


Retratos V

 

No es de ahora, por la pandemia, desde siempre fue así.

Cuando lo conocí me pareció un tipo apuesto, de traje, aunque sin afeitar por dos días, casi normal. Sin embargo, percibí ese olor acre de los desequilibrados, de los que consumen los fármacos que les receta el psiquiatra. Emanaba un sudor, así de picante.

Supe que tiempo atrás se bañaba desnudo en la canilla del patio comunitario, a la vista de todos y luego, limpito, prendía su Wincofon y atronaba el vecindario con rock nacionalo.

Eduardo convivía con sus gatos, y cuando tenía hambre, mataba uno y lo ponía a cocinar en la olla abollada sobre el triste fueguito que encendía en el zaguán.

Otras veces, salía a pasear por el barrio, siempre vestido con su traje lleno de pelusas, y en la solapa, se balanceaba uno de sus gatos preferidos, el gris peludo, que no se animaba a saltar.

Una mañana de neblina pasó frente a un camión que no pudo frenar a tiempo. De la consola se oía “Canción para mi muerte”. Dicen que en el velatorio, “Los gatos” lo acompañaron con la balsa. Era la balsa de Caronte que navegaba, no en la laguna Estigia, sino en los charcos del pavimento.


Retratos IV

 

Como vencido, está sentado con las manos en las rodillas, paralizado y extático, arrobado por el silencio que guarda, sólo presiona las nalgas contra la silla dura; las plantas de los pies descalzos, sobre el piso frío; las manos, inertes; la espalda, sostenida y recta; el cuello, erguido y sin torsión, y la cabeza, estática.

Por momentos, cierra los ojos para no ver, y luego los abre con horror, desde esas órbitas vacías, para dejar salir las lágrimas que le corren por toda la cara, hasta las mandíbulas y después por el pecho, por los costados y por la espalda. No se le acumulan en la barba, porque ya no tiene, y su cabeza es lisa, una bola que perdió el pelo, y las mañas, y el olfato, porque la nariz se le desprendió, como una costra seca, hace tiempo. La boca, es una sola rajadura informe, que algunas veces boque, como una boga ciega y torpe en las aguas de limo y ciénagas. Sin dientes y sin lengua, no puede gritar.

Sí puede oír voces, y voces, y gritos y más gritos, más amenazas, todo eso lo aturde. Sus orejas están para custodiar esa cabeza calva y redonda que llora y destila sin detenerse. Sus manos siguen inertes, ni siquiera atinan a taparse los oídos para no escuchar, para no atormentarse.

Tampoco puede ver, porque sus dos oquedades manan lágrimas sin enjugar en el zaguán, que se transformó en laberinto.

La música de la radio lo despierta. Volvió la luz. Afuera sigue el gris ceniza de una calma sospechosa.


Retratos III

 

 

Sí, efectivamente, Olivia escribe poemas. También pinta. “El arte sana” le decía una amiga. Este tiempo de cuarentena es el más propicio para crear. Mientras diseña, los pinceles vuelan en alas de libertad. ¡Tantas veces estuvo haciendo pie para salir del limo de las arenas movedizas!

Desde el fatal accidente que se llevó a la madre, dice que lleva impresas esas ojeras oscuras. Es su seña particular que resalta unos ojos amarronados inquietos, que nunca abandonaron el estupor y la zozobra.

Si antes pintaba aguas turbulentas, donde un barco pirata navegaba con un clan intrépido, si antes fue la capitana de esa armada invencible, hoy pinta aguas claras que están en calma. Es la calma del guerrero que ha concluido mil batallas.

Deja los pinceles y escudriña unas patas de gallo impertinentes y unas canas pertinaces. No importa, se dice, son las marcas de la experiencia. De nariz aguileña, de pómulos desafiantes y mandíbula altiva, su boca se distingue con agresiva provocación.

Ella sabe que en sus luchas ha perdido mucho, pero son muchas más las ganancias en el balance actual. Ve a esa gran familia que constituyó solita, siendo madre y padre a la vez. Ha ganado, sí. “El amor se ha colado hasta mis huesos, sin pedirme permiso”, dice. También ha ganado unos kilos de más, que engrosan su cintura, pero ¡qué importa!, porque sigue cimbreándole a la vida.