martes, 16 de febrero de 2021

Me robé un terrón de azúcar

 

 

Eso le dije al cura, cuando me confesé.

-¿Nada más, hija?

-Nadita.- yo sabía que mentir era pecado, pero no confesé lo demás.

No le dije que me aterraban los mensajes de la clase de catequesis. “Cada pecado es una raya negra en el corazón, hasta que de tanto pecar se muta lo rojo en negro”. Entonces, me escondía detrás del busto de Sarmiento para no entrar a la clase de religión, y cuando había pasado el peligro, salía por el agujero del patio de la escuela, donde me esperaba el vecinito que vivía en los fondos. “Si sostienes los cubiertos hacia arriba, le pinchas la panza a los angelitos” “Si caminas para atrás, le pisas el manto a la Virgen” Y cosas así decían, que me asustaban, pero igual, Juancito me recibía con unos besos tan tiernos…

Más tarde, cuando ya había pasado la Comunión, me mandaron al Colegio San José, de las monjas. Las pupilas del norte me contaban sobre sus pueblos, sobre la leyenda del Pombero, que robaba a las niñas que no dormían la siesta, y ¡les hacía cosas horribles! Otra narró que se escapaba hasta la orilla del río, y en la barranca se encontraba con su novio. Dice que hacía magia él, cuando le acariciaba el botoncito rosado, hasta que se le paraban los pelitos que lo rodeaban… Entonces, todas nosotras probábamos de hacer esa magia en la habitación oscura del internado. Y al fin, le veíamos la cara a Dios.

Como en todos los sitios, hay pecadores y pecadoras; la rebelde Sor Ethel nos leía fragmentos de un libro, “Decamerón”. O nos contaba la historia de los expulsados del Paraíso, como la de “el eunuco apenado”, a quien Dios lo castigó conservándole el pene y le permitió llevarse la manzana prohibida, para que viviera la penitencia de una tentación permanente.

Anoche, recordé lo que el monaguillo vio en un cajón de la sacristía: un montón de bombachas, tangas, calzones y culottes de las monjas que iban a visitar al curita joven, recién llegado al pueblo. Así, se me representaban escenas de ésas, que no se cuentan habitualmente.

-¿Has pecado con los pensamientos?

 -A la hora del Angelus, entrando por la Sacristía deberás rezar un Padre Nuestro y dos Avemarías… -Ya tenía el alma negra, lo había pinchado al querubín culón y le había pisado el manto a la Virgen.

Más adelante, cuando las tetitas crecieron, empecé a usar corpiños y cuando me lo permitieron, me maquillaba “como una puerta”, me vestía como señorita mayor, con tacones altos y todo. Iba al “Puticlub”a hacer el baile del caño y me salía re-bien. Sigo allí, porque se gana mucho dinero en ese oficio.

De regreso, en la madrugada, con los zapatos en la mano y los labios mamarracheados de rojo, me tiro en la cama a pensar en el concurso de los besos del Club de Escritura.

Veré qué puedo hacer.

Nos vemos en Ezeiza

 

 

La pantalla del celular titiló y envió un mensaje de voz, cargado de confidencias. “Tenés que acordarte de Alejandro, el de rulos rubios que conocí a los quince, cuando iba a visitarte en los veranos. Nos habíamos visto en el colectivo que iba al centro chiquito de la ciudad. Nos encontrábamos en cada esquina, en la vereda de enfrente, en “la vuelta al perro”, tanto que me dijo un piropo torpe: “Te veo hasta en la sopa”. Yo esperaba algo más romántico, pero le salió así y me hizo sonreír. Pensé que era una mosca cargosa que finalmente, luego de tantos giros, se caía en la sopa. Nunca imaginé que ese chico escuálido y de rulos se convertiría en mi gran amor.

Nos hicimos novios desde que no le di ese beso en las escaleritas frente al gran lago y así, caminábamos de la mano todas las tardes, hasta gastar las veredas y terminaron las vacaciones. Vamos a visitarte, como en luna de miel”. Fin del mensaje.

Transitaron muchos caminos siempre paralelos, sin volver a encontrarse. Mucha agua corrió debajo de los puentes, como dice el dicho popular. Y un océano los separó. María la llamábamos, “simplemente María”, como el tango. En diferentes sitios los dos armaron sus vidas que, aunque, dichosas, no terminaban de conformarlos. Un esposo y seis hijos (uno,  más quintillizos). Dos esposas y cuatro hijos (dos con cada una). No se dieron cuenta que en la responsabilidad de ser padres, se olvidaron de vivir, mientras la rutina socavaba las fuerzas de la juventud.

-Te busco en Ezeiza – había prometido Alejandro.

Esta tarde los vi y descubrí en el brillo de sus miradas, que el verdadero amor finalmente había llegado. Treinta años después en un aeropuerto, cuando ella decidió volar sobre el gran océano, se dieron ese beso que ella le había negado. Ahora la nombramos Victoria, su segundo nombre. Un amor adolescente que floreció en una primavera precoz; un amor que se renovó en el otoño de sus vidas.