Un escalofrío eléctrico le recorrió la
espalda y lo distrajo del aburrimiento a Ernesto, ese chico quinceañero en una
tarde brumosa de lluvia persistente y hastío. El cielo era una capota de gris
acerado desde hacía unos días.
Un repeluz de fastidio y humedad lo hizo
incorporar, dejó la guitarra sobre la cama y salió dando un portazo.
-Ponete la
campera, Ernesto! – la señora Amherdt, aunque gritó, no consiguió que su hijo
la escuchara, ni le hiciera caso.
Caminaba con ufanía, levemente inclinado con
las manos en los bolsillos, porque la visera de su gorra detenía el agua para
que no le dé directamente en la cara.
-Vamos a lo
del viejo Eckardson -le dijo a su amigo Germán, golpeando la ventana de la
cocina, que chorreaba agua; la humedad y el humo de las frituras, apenas
dejaban ver hacia adentro.
-Pasá, comete
unas tortas fritas -la madre del muchacho llevaba cocinada ya una gran pirámide
de mediana altura, que apenas podía sostenerse.
-Yo también
voy -Susy se unió al programa, sin consultar ni a su madre, ni a su hermano.
-Bueno, vayan,
pero le llevan a Don Teodoro unas tortas - la Sra. Barthel pensó que la visita
de los chicos y las tortas fritas demorarían un rato más el comienzo de una
velada de alcohol y mitigaría un poco, apenas, la soledad. Especialmente los domingos, el
viejo se aficionaba al vino primero y a la ginebra después, para atenuar la
tristeza de los días de lluvia. Esto se había hecho costumbre a partir de la
muerte de su mujer, hacia ya unos años.
Para los chicos, el magnetismo de Don
Teodoro era irrefrenable, los fascinaban sus cuentos y sus fantasías, más aún
que ir a jugar al rummy con los ancianos de enfrente, adonde Susy se pasaba
varias horas, cuando no era posible jugar a las escondidas, o perseguir ranas
en la zanja, o treparse a los paraísos solo para pensar.
Tenían que caminar unas cuadras hasta la
casa del viejo, sortear charcos, o saltar para salpicarse en una miríada de
gotas barrosas y carcajadas. El paquete grasiento de frituras seguía incólume,
porque el presente representaba un fino detalle de cortesía de las visitas,
como si fueran masas finas de una coqueta confitería.
De su boca no era perceptible la sonrisa de
bienvenida, cubierta por unos bigotes canosos y una barba desprolija de lanas
tordillas, pero los ojos grises del holandés transmitieron alegría al recibir a
los tres chicos.
-Mi mamá le
manda esto.
-¡Ah, gracias!,
vienen bien las tortas para acompañar estos verdes -dijo señalando un mate
espumoso que sostenía en su mano ajada, que recién había preparado.
-Todos en el
pueblo dicen que don Teodoro es holandés, pero el nació acá, en las pampas. Sus
padres vinieron de Europa después de la guerra - decía la señora Amherdt,
aunque el viejo, para aderezar sus historias y darle mayor atractivo, contaba que
provino de un campamento gitano, o que por sus venas corría sangre de
filibusteros del Mar del Norte.
Con gesto de jactancia, estiró su nariz
ganchuda y poblada de finas venitas rojas, junto las cejas negras profusas y
tres rayas nítidas acompañaron la ternura de esos ojos grises, cuando decidió
principiar. No se veían resquicios de una bacanal, pero sí un cenicero repleto
de colillas y de humo. La fumarola iba ingresando al hueco del hogar.
-Quiero que
nos cuentes de nuevo lo del ahogado en el Rio de la Plata -dijo Ernesto.
-No, yo
prefiero lo de la canoa en el lago -pidió Susy.
-A mí me
gustaría escucharlo contando lo del contrabando de cigarrillos uruguayos -insistió
German.
Don Teodoro meditó primero y así habló:
-Resulta que
una güelta -chupó el mate, mientras decidía consentir a la niña. Los chicos sabían
que en cada anécdota, él agregaba una pizca de ensueño, una porción de humor,
un nuevo ingrediente, y sobre todo, pintaba como un pintor de paisajes para dar
marco a sus cuentos.
-Es como si
leyera un libro de aventuras, o Los viajes de Gulliver -había comentado la
carita soñadora de Susy, la última vez que lo visitaron.
-… fuimos con
la finada, cuando los dos éramos jóvenes y de espaldas fuertes, con ganas de
aventuras y de brazos poderosos, para darle a los remos, con la canoa azul, esa
que está allá afuera, tirada boca abajo. Resulta que a la patrona le gustaba el
sol y el agua. Era una moza bonita y recorríamos el lago los días calurosos. Partimos
de la playa de Santa María, pedregosa, un día de febrero. La vieja, mi madre,
se quedó en la orilla con nuestra hija, de meses, todavía.
-…Apenas
metimos la canoa, se veía un banco de arena amarilla y después más gris, porque
las costas tienen areniscas milenarias de la época de los glaciares, o porque
se fueron acumulando con los siglos, con las erupciones volcánicas, y después
del último lagomoto, allá por los ‘60.
-…El agua era
transparente, después se iba poniendo celestita y más tarde, azul profundo,
como en mar adentro, pero sin olas -empequeñecía los ojos para mirar a la
distancia y para protegerse del humo que salía del cigarro sostenido en la
comisura de sus labios. No veía que las gotas iban borboteando sobre los
charcos de su patio. El veía la fulguración coruscante del lago, que parecía
una inconmensurable batea aceitosa.
Los chicos se disponían a escuchar, se
acomodaban en los bancos de cuero de chivo y se imaginaban que ellos eran los
protagonistas de esa épica; presumían y se jactaban de su valentía haciendo
alardes de grandeza, cuando les contaban a sus amigos, aventuras parecidas, pero trocando las escenas
y las circunstancias. Ellos admiraban de Don Teodoro esa capacidad narradora.
Germán era el más habilidoso hablador y
creaba el misterio incorporando bocadillos, circunstanciales de lugar, de
tiempo, de modo, y toda clase de nexos. “Pero de repente…”, “Fue entonces,
cuando”… “Con ceño fruncido dijo…”
Ernesto, por su parte, lo consentía y reforzaba los protagonismos de
esas historias. “La sobrequilla estaba quebrándose… “atamos un grueso calabrote
a los obenques…” Esos vocablos, no
siempre eran los apropiados al contexto.
-…habíamos
avanzado hacia el medio del lago, donde dicen que hay cuatrocientos metros de
profundidad. El murmullo del agua es musical en esos momentos, ¡chas, chas!,
los remos entraban tan suaves, como una mano en un guante de cabritilla. Habíamos
decidido cruzarlo y llegar hasta la orilla de enfrente. Era una travesía larga,
pero la tarde invitaba a seguir. El cansancio no se notaba en los músculos,
porque el placer de sentirse sobre el espejo de agua, superaba cualquier dolor
del cuerpo. Los cipreses de la costa se veían chiquitos así -pulgar e índice se estiraban en toda su
extensión -No había necesidad de colocar
la vela ésa, la cangrejo, que yo había confeccionado con un nylon grueso y
transparente, cosido a una caña que cumplía la función de mástil. Y bogábamos
mansamente….
En el rostro de los chicos se podía
observar la fascinación que le provocaban los relatos; ya habían escuchado esa
historia, pero estaban atentos para conocer otros ingredientes que él iba
añadiendo. Sabían que esas evocaciones le hacían bien a su alma de navegante
solitario.
-… la
superficie del agua comenzó a rizarse por una brisa apenas perceptible, tenue,
que venía por el oeste y pequeñas olas cabrilleaban al sol. Para sacar a la
patrona de su abstracción y sus fantasías.. porque yo sabía que no estaba
poniendo proa hacia el punto que le había determinado… yo timoneaba … y le eché
encima un poco de agua fresca, y ella reía y reía.
Ernesto se acomodaba en el asiento y la
nena sostenía su cabecita rubia con sus dos manitas inquietas, y juro que
estaba viendo ese paisaje y las escenas.
-¡Qué lindas
palabras utiliza Don Teodoro!, voy a anotarlas para usarlas en las redacciones
que nos pide la maestra y buscarlas en el diccionario… travesía, cabrillear,
milenario -eso pensaba la niña, mientras
veía al viejo renovar el mate; las torta fritas estaban llegando a su fin.
-…unas nubes
blancas, ésas de calor, empezaban a hincharse por el norte y una gran masa
negra parecía venirse con rapidez desde el oeste; así que le dije a la patrona
que debíamos volver.
-¡Derecha! -le
grité -Fuerte virá a la derecha. -Y como no se movía la canoa, de un planchazo
de remo le salpiqué la espalda y las gotas la estremecieron. Al fin la
embarcación obedeció, pero el viento arreciaba cada vez más. Había que poner el
alma entera en remar con fuerza; hacia atrás quedaba una estela de espuma
blanca sobre la superficie plana, todavía.
-¡No quiero
estar acá, quiero timonear! -me dijo ella, porque en la proa, al lograr algo de
velocidad y ponerla estable, sin escorar, dos grandes bigotes se abrían y el
agua de los costados subía hasta los bordes, sin entrar. Mejor, porque no
hubiésemos tenido manos para achicar.
-Yo tampoco
quisiera estar ahí –se solidarizaba Susy mordiendo con voracidad la anteúltima
torta frita.
-Yo no le
contesté, porque había que surcar el lago con la mayor celeridad. Yo remaba con
la tenacidad de un tornillo oxidado. La lóbrega masa de nubes ya estaba oscureciendo
todo el cielo. Como lágrimas negras, unas gotas gordas empezaron a caer
dispersas primero, hasta que se convirtieron en una andanada de perdigones.
Andábamos al garete y la embarcación no obedecía. El derrotero hacia donde
quería poner proa, la playa de Santa María, ese macizo de arena, estaba
quedando muy a la derecha. Ibamos hacia
un rebazo de la costa como una elevación, o tal vez, un gran declive.
-¿Y entonces?
-la ansiedad se reflejaba en el rostro ya en penumbras, de Germán.
-Voy a
ensillar otra vez este mate -lento,
hacia la cocina, el viejo prolongaba el misterio. Detrás de su joroba y del humo
del cigarro, escondía una sonrisa, sabedor de la intriga que estaba creando.
Esta vez había decidido omitir esos detalles triviales y un poco prosaicos,
casi escatológicos: la goma pinchada de
la camioneta y el frío que pasaban su madre y la beba, que lloraba de hambre y
sucia de pañales cagados.
-Ahora viene
el final.
-Si lo sabés
-reprochó Ernesto.
-…Güeno -pensó
que no haría caso al antiguo proverbio: “La verdad es la cosa de más valor que
tenemos. Economicémosla” y continuó agregando un adarme del recuerdo -Un bajío,
quizás, o un paredón de peñascos oscuros y de ramaje enredado, se nos venía
encima; hacia arriba, un derroche de boscaje apretado de cipreses y de coihues.
La playa de arena había quedado a unos dos kilómetros.
-¡Uy, qué
frío, y qué miedo! -Susy no podía quedarse quieta ya.
-Al fin, la
canoa embicó por donde pudo y bajamos. Dejamos la canoa y los remos debajo de
una mata grande de mosquetas y trepamos por el bosque, esquivando las rocas,
para llegar a la ruta.
-Y después
hicieron dedo para que los lleven hasta Santa María - agregó Ernesto, porque
Don Teodoro se había sumido en un silencio pesado, al calor del fuego.
-Me imagino
qué habrán pensado los turistas que los llevaron… Esos dos locos, en malla,
helados, al costado de la ruta… -acotó Susy al final. Para ella no era un
detalle baladí.
-¡Chicos,
vuelvan! -escucharon a la señora Barthel que debajo de un paraguas azul, les
gritaba detrás del cerco de tablitas verdes, en la vereda mojada y gris de la
tardecita.