sábado, 3 de junio de 2023

ACUARELA MECÁNICA III

  

Enmarcaría las expresiones de aquella vez en una etapa adulta. Es que los zapatos dejan huellas escondidas; sobre el borde del camino, una piedra nos hace frente. Tiemblan en cada pisada y quieren prenderse a los rayos fugaces de la fantasía.

Había dicho:

-La contundencia de las pancartas o el punto final de un relato.

-Marcha pesada e informe de los manifestantes.

-Grito uniforme de los prisioneros al paso de los uniformados.

-El contrapelo del puercoespín.

-La revuelta de los reclusos.

-La resaca de los apestados.

-El grotesco retrato de un guignol.

-La callada voz de los incautos.

-Las agrias voces de los resentidos.

Es que cuesta abajo, se iban secando las azucenas. Una historia de amor concluía, porque emigraba. Pancartas y paro en el comedor universitario. La bohemia de los estudiantes, un café y un poema en la servilleta. Teléfono pinchado, quemazón de libros, revistas y folletos que era complicado tener y la huida, siempre hacia el sur. ¿Por amor o por miedo? Hay peligro de ser eliminados en la partida; un gambito sacrifica al peón, un salto en diagonal sobre el tablero, una torre por donde espiar el afuera. Un payaso maldito en el laberinto del terror.

No dejé escapar el tren. Por la ventanita veía cambiar la profusión de verdes campos al amarillo paisaje patagónico y frío. Una paloma se posa para mirarnos. El tiempo nos enseña a valorar la vida. Vago en los pliegues del recuerdo y veo un gorrión asustado. Un gusano silencioso nos corroe, como esa carcoma de la madera vieja. La ventanita es el límite. Una paloma con el ala rota se refriega en el alféizar. Un zorzal me mira y parece comprender mi soledad. Un gorrión se limpia las plumas y emprende el vuelo.

Parece que la vida, esa frágil circunstancia, nos pone a prueba y nos tantea. Algunas veces va iluminando espacios, y en tantísimas ocasiones, va oscureciendo zonas de luz. Finalmente, la vida dispone sin pedirnos permiso, aunque cada cual puede decidir su rumbo. Y la luz, de sagrada belleza enmudeció al sol. La iridiscente placidez me hizo tomar una decisión.

-Me doy de alta. -Le dije- Serán momentos de fantasía.

“Lleva de sombrero un origami azul que le cubre la cara; los pies están sumergidos en el agua transparente del lago. Se esfuerza por aflojar las piedras que lo sujetan a la orilla. Insufla el aire frío. El viento le quita el sombrero. Se prepara con esmero, porque tiene agallas y es ahora un superhombre vengador y anfibio, que al final, se libera. Sus pies no son pies, son aletas de un gran pez que se zambulle y nada en dirección al dinosaurio orgulloso que flota asomando su cabezota para otear el horizonte. Lo llaman Nahuelito.”

 -Si usted lo decide, así será. -Me dijo. 

ACUARELA MECÁNICA II

 

 

Sabía que el profesional iba a llevarme hacia el pasado para reconstruirme en este presente. Me adelanté.

Podía reconocer cada una de las expresiones que pronuncié aquella vez, porque concuerdan con un tiempo feliz. La inocencia, el asombro, los deseos y las ganas de ascender la cumbre para transformar las piedras pinchudas en el canto rodado de la vida por transcurrir.

Dije tiempo, y qué es sino una etapa que sucede demasiado rápido y que es preciso atrapar y guardarla en la cajita de los recuerdos, como ese enorme ramo de rosas, violetas y azucenas que le regalé a mamá, y que había hurtado del jardín de la vecina.

Vago en el corcel de los sueños. El sol y el viento cálido acarician. Me detengo a observar el caminito de babas de los caracoles del jardín. Hago burbujas de jabón que brillan en su ascenso, persigo mariposas con la red. Me mancho el vestidito blanco con el néctar de las frutillas (más adelante, mi boca se convertiría en fresa para el amor). Una luz corre por el atardecer, una estrella cae. Pido un deseo, mientras asoma una sonrisa cómplice entre las nubes. Ya es de noche y juego a guardar en un frasco los bichitos de luz. Más tarde, oiré a los lobos aullándole a la luna. No quiero despertar.

Hay otros tiempos en que las horas pasan lentas, como cuando estamos en una situación tediosa, gris de los días y las noches silenciosas, siempre iguales. Pero éste no es el caso.

Supe después que el de la pipa no iba analizar ese pasado. Soy yo quien debe interpretarlo.

En la próxima sesión será.

LAS HISTORIAS DE DON TEODORO

 

 

    Un escalofrío eléctrico le recorrió la espalda y lo distrajo del aburrimiento a Ernesto, ese chico quinceañero en una tarde brumosa de lluvia persistente y hastío. El cielo era una capota de gris acerado desde hacía unos días.

    Un repeluz de fastidio y humedad lo hizo incorporar, dejó la guitarra sobre la cama y salió dando un portazo.

-Ponete la campera, Ernesto! – la señora Amherdt, aunque gritó, no consiguió que su hijo la escuchara, ni le hiciera caso.

    Caminaba con ufanía, levemente inclinado con las manos en los bolsillos, porque la visera de su gorra detenía el agua para que no le dé directamente en la cara.

-Vamos a lo del viejo Eckardson -le dijo a su amigo Germán, golpeando la ventana de la cocina, que chorreaba agua; la humedad y el humo de las frituras, apenas dejaban ver hacia adentro.

-Pasá, comete unas tortas fritas -la madre del muchacho llevaba cocinada ya una gran pirámide de mediana altura, que apenas podía sostenerse.

-Yo también voy -Susy se unió al programa, sin consultar ni a su madre, ni a su hermano.

-Bueno, vayan, pero le llevan a Don Teodoro unas tortas - la Sra. Barthel pensó que la visita de los chicos y las tortas fritas demorarían un rato más el comienzo de una velada de alcohol y mitigaría un poco, apenas,  la soledad. Especialmente los domingos, el viejo se aficionaba al vino primero y a la ginebra después, para atenuar la tristeza de los días de lluvia. Esto se había hecho costumbre a partir de la muerte de su mujer, hacia ya  unos años.

    Para los chicos, el magnetismo de Don Teodoro era irrefrenable, los fascinaban sus cuentos y sus fantasías, más aún que ir a jugar al rummy con los ancianos de enfrente, adonde Susy se pasaba varias horas, cuando no era posible jugar a las escondidas, o perseguir ranas en la zanja, o treparse a los paraísos solo para pensar.

    Tenían que caminar unas cuadras hasta la casa del viejo, sortear charcos, o saltar para salpicarse en una miríada de gotas barrosas y carcajadas. El paquete grasiento de frituras seguía incólume, porque el presente representaba un fino detalle de cortesía de las visitas, como si fueran masas finas de una coqueta confitería.

    De su boca no era perceptible la sonrisa de bienvenida, cubierta por unos bigotes canosos y una barba desprolija de lanas tordillas, pero los ojos grises del holandés transmitieron alegría al recibir a los tres chicos.

-Mi mamá le manda esto.

-¡Ah, gracias!, vienen bien las tortas para acompañar estos verdes -dijo señalando un mate espumoso que sostenía en su mano ajada, que recién había preparado.

-Todos en el pueblo dicen que don Teodoro es holandés, pero el nació acá, en las pampas. Sus padres vinieron de Europa después de la guerra - decía la señora Amherdt, aunque el viejo, para aderezar sus historias y darle mayor atractivo, contaba que provino de un campamento gitano, o que por sus venas corría sangre de filibusteros del Mar del Norte.

    Con gesto de jactancia, estiró su nariz ganchuda y poblada de finas venitas rojas, junto las cejas negras profusas y tres rayas nítidas acompañaron la ternura de esos ojos grises, cuando decidió principiar. No se veían resquicios de una bacanal, pero sí un cenicero repleto de colillas y de humo. La fumarola iba ingresando al hueco del hogar.

-Quiero que nos cuentes de nuevo lo del ahogado en el Rio de la Plata -dijo Ernesto.

-No, yo prefiero lo de la canoa en el lago -pidió Susy.

-A mí me gustaría escucharlo contando lo del contrabando de cigarrillos uruguayos -insistió German.

    Don Teodoro meditó primero y así habló:

-Resulta que una güelta -chupó el mate, mientras decidía consentir a la niña. Los chicos sabían que en cada anécdota, él agregaba una pizca de ensueño, una porción de humor, un nuevo ingrediente, y sobre todo, pintaba como un pintor de paisajes para dar marco a sus cuentos.

-Es como si leyera un libro de aventuras, o Los viajes de Gulliver -había comentado la carita soñadora de Susy, la última vez que lo visitaron.

-… fuimos con la finada, cuando los dos éramos jóvenes y de espaldas fuertes, con ganas de aventuras y de brazos poderosos, para darle a los remos, con la canoa azul, esa que está allá afuera, tirada boca abajo. Resulta que a la patrona le gustaba el sol y el agua. Era una moza bonita y recorríamos el lago los días calurosos. Partimos de la playa de Santa María, pedregosa, un día de febrero. La vieja, mi madre, se quedó en la orilla con nuestra hija, de meses, todavía.

-…Apenas metimos la canoa, se veía un banco de arena amarilla y después más gris, porque las costas tienen areniscas milenarias de la época de los glaciares, o porque se fueron acumulando con los siglos, con las erupciones volcánicas, y después del último lagomoto, allá por los ‘60.

-…El agua era transparente, después se iba poniendo celestita y más tarde, azul profundo, como en mar adentro, pero sin olas -empequeñecía los ojos para mirar a la distancia y para protegerse del humo que salía del cigarro sostenido en la comisura de sus labios. No veía que las gotas iban borboteando sobre los charcos de su patio. El veía la fulguración coruscante del lago, que parecía una inconmensurable batea aceitosa.

    Los chicos se disponían a escuchar, se acomodaban en los bancos de cuero de chivo y se imaginaban que ellos eran los protagonistas de esa épica; presumían y se jactaban de su valentía haciendo alardes de grandeza, cuando les contaban a sus amigos,  aventuras parecidas, pero trocando las escenas y las circunstancias. Ellos admiraban de Don Teodoro esa capacidad narradora.

    Germán era el más habilidoso hablador y creaba el misterio incorporando bocadillos, circunstanciales de lugar, de tiempo, de modo, y toda clase de nexos. “Pero de repente…”, “Fue entonces, cuando”… “Con ceño fruncido dijo…”  Ernesto, por su parte, lo consentía y reforzaba los protagonismos de esas historias. “La sobrequilla estaba quebrándose… “atamos un grueso calabrote a los obenques…”  Esos vocablos, no siempre eran los apropiados al contexto.

-…habíamos avanzado hacia el medio del lago, donde dicen que hay cuatrocientos metros de profundidad. El murmullo del agua es musical en esos momentos, ¡chas, chas!, los remos entraban tan suaves, como una mano en un guante de cabritilla. Habíamos decidido cruzarlo y llegar hasta la orilla de enfrente. Era una travesía larga, pero la tarde invitaba a seguir. El cansancio no se notaba en los músculos, porque el placer de sentirse sobre el espejo de agua, superaba cualquier dolor del cuerpo. Los cipreses de la costa se veían chiquitos así  -pulgar e índice se estiraban en toda su extensión  -No había necesidad de colocar la vela ésa, la cangrejo, que yo había confeccionado con un nylon grueso y transparente, cosido a una caña que cumplía la función de mástil. Y bogábamos mansamente….

    En el rostro de los chicos se podía observar la fascinación que le provocaban los relatos; ya habían escuchado esa historia, pero estaban atentos para conocer otros ingredientes que él iba añadiendo. Sabían que esas evocaciones le hacían bien a su alma de navegante solitario.

-… la superficie del agua comenzó a rizarse por una brisa apenas perceptible, tenue, que venía por el oeste y pequeñas olas cabrilleaban al sol. Para sacar a la patrona de su abstracción y sus fantasías.. porque yo sabía que no estaba poniendo proa hacia el punto que le había determinado… yo timoneaba … y le eché encima un poco de agua fresca, y ella reía y reía.

    Ernesto se acomodaba en el asiento y la nena sostenía su cabecita rubia con sus dos manitas inquietas, y juro que estaba viendo ese paisaje y las escenas.

-¡Qué lindas palabras utiliza Don Teodoro!, voy a anotarlas para usarlas en las redacciones que nos pide la maestra y buscarlas en el diccionario… travesía, cabrillear, milenario  -eso pensaba la niña, mientras veía al viejo renovar el mate; las torta fritas estaban llegando a su fin.

-…unas nubes blancas, ésas de calor, empezaban a hincharse por el norte y una gran masa negra parecía venirse con rapidez desde el oeste; así que le dije a la patrona que debíamos volver.

-¡Derecha! -le grité -Fuerte virá a la derecha. -Y como no se movía la canoa, de un planchazo de remo le salpiqué la espalda y las gotas la estremecieron. Al fin la embarcación obedeció, pero el viento arreciaba cada vez más. Había que poner el alma entera en remar con fuerza; hacia atrás quedaba una estela de espuma blanca sobre la superficie plana, todavía.

-¡No quiero estar acá, quiero timonear! -me dijo ella, porque en la proa, al lograr algo de velocidad y ponerla estable, sin escorar, dos grandes bigotes se abrían y el agua de los costados subía hasta los bordes, sin entrar. Mejor, porque no hubiésemos tenido manos para achicar.

-Yo tampoco quisiera estar ahí –se solidarizaba Susy mordiendo con voracidad la anteúltima torta frita.

-Yo no le contesté, porque había que surcar el lago con la mayor celeridad. Yo remaba con la tenacidad de un tornillo oxidado. La lóbrega masa de nubes ya estaba oscureciendo todo el cielo. Como lágrimas negras, unas gotas gordas empezaron a caer dispersas primero, hasta que se convirtieron en una andanada de perdigones. Andábamos al garete y la embarcación no obedecía. El derrotero hacia donde quería poner proa, la playa de Santa María, ese macizo de arena, estaba quedando muy a la derecha.  Ibamos hacia un rebazo de la costa como una elevación, o tal vez, un gran declive.

-¿Y entonces? -la ansiedad se reflejaba en el rostro ya en penumbras, de Germán.

-Voy a ensillar otra vez  este mate -lento, hacia la cocina, el viejo prolongaba el misterio. Detrás de su joroba y del humo del cigarro, escondía una sonrisa, sabedor de la intriga que estaba creando. Esta vez había decidido omitir esos detalles triviales y un poco prosaicos, casi escatológicos:  la goma pinchada de la camioneta y el frío que pasaban su madre y la beba, que lloraba de hambre y sucia de pañales cagados.

-Ahora viene el final.

-Si lo sabés -reprochó Ernesto.

-…Güeno -pensó que no haría caso al antiguo proverbio: “La verdad es la cosa de más valor que tenemos. Economicémosla” y continuó agregando un adarme del recuerdo -Un bajío, quizás, o un paredón de peñascos oscuros y de ramaje enredado, se nos venía encima; hacia arriba, un derroche de boscaje apretado de cipreses y de coihues. La playa de arena había quedado a unos dos kilómetros.

-¡Uy, qué frío, y qué miedo! -Susy no podía quedarse quieta ya.

-Al fin, la canoa embicó por donde pudo y bajamos. Dejamos la canoa y los remos debajo de una mata grande de mosquetas y trepamos por el bosque, esquivando las rocas, para llegar a la ruta.

-Y después hicieron dedo para que los lleven hasta Santa María - agregó Ernesto, porque Don Teodoro se había sumido en un silencio pesado, al calor del fuego.

-Me imagino qué habrán pensado los turistas que los llevaron… Esos dos locos, en malla, helados, al costado de la ruta… -acotó Susy al final. Para ella no era un detalle baladí.

-¡Chicos, vuelvan! -escucharon a la señora Barthel que debajo de un paraguas azul, les gritaba detrás del cerco de tablitas verdes, en la vereda mojada y gris de la tardecita.