Si fuera un alumno que debe hacer la tarea que le pidió el profe
(descripción para marcianos) no sabría cómo empezar. En principio diría que soy
un artefacto de plástico rojo que sirve para mirar … mejor, observar con atención,
si el que me usa, colgado al cuello por una cuerda, adecua la visión poniéndolo
sobre sus ojos para ver de cerca o a distancia.
Recuerdo a una nena que caminaba de la mano de su padre con su pollerita
tableada, por los jardines del zoológico. Me eligió señalando con su dedito
explorador, entre tantos otros juguetes. Globos de colores, molinillos para
soplar, burbujeros para brillar, pajaritos silbadores, libros infantiles…
No sé por qué razón sería, pero puedo intuir que la niña de ojitos soñadores,
quiere (ahora ya en el presente), acaparar en su retina todos los colores de
sus sueños, como cuando pintaba montañas nevadas y un tren que bufaba, imitando
la tapa de la caja de veinticuatro colores. Supe que sería un implemento
imprescindible para atrapar todo el universo.
Veía las plumas tornasol de la cacatúa, los ojos atigrados tras la reja, la
mirada orgullosa de la jirafa, las travesuras de los monos… Hoy ya no, los
animales están libres.
Ya observa desde el faro Querandí el horizonte donde asoma el sol y quiere
volar con las gaviotas; desde el mangrullo patagónico, observa la polvareda de
la caballada de la Campaña del Desierto; en la proa de un barco ve saltar a los
delfines juguetones y sonríe, hasta le parece ver a un tal Daniel persiguiendo a
las sirenas.
En el balcón, la niña Jazmín, ya una mujercita apasionada y poeta, se
coloca en la oreja derecha su flor perfumada y ve a las sevillanas paseando por
el puente del Guadalquivir, con todo su gracejo, yendo hacia Triana, la Feria
de Abril. O quizás ve a “Un tal Ernesto” también con su jazmín en la oreja,
caminando paralelo a las vías en los suburbios, en busca de su verdad.
Esta tarde ya no hay vendedores de fantasías en el parque, sólo vislumbra
una especie de zombies encapuchados y con mochila, con la cabeza gacha
chequeando las redes, esquivando jeringas y preservativos anudados y arrojados
después entre las matas. Un tal Sam pasa azorado, o tal vez avergonzado, rápido
para no perderse el programa de divertimentos de los sábados en la tele. Los
rateros no roban ni libros, ni poemas que cuelgan al viento.
Sólo sé que hay miradas, que endulzan el agua de los colibríes,
abrasadoras, que abrazan sin mesura, profundas, que silencian el jolgorio de
los pájaros y el ruido citadino, que se pegan en la piel para mitigar el dolor,
insolentes y perversas que hacen temblar las hojas en la escarcha, que se
achican en sospechas, que acarician las membranas en suave terciopelo, que
estallan en un instante furibundo…
Hay señales que son quimeras.