viernes, 11 de diciembre de 2020

El contorsionista

 

Corrí hasta el final del muelle. De reojo vi que me perseguían esos tipos de los sueños malvados, y los otros. Me hice un bollito. Pasaron volando sobre mi espalda para caer al lago, donde no hacés pie. Lo malo es que desaparecieron las utopías.

jueves, 5 de noviembre de 2020

Un viejo sabio

 

 

Achica los ojos para ver lo que está haciendo. Refunfuña.

-¡Pucha! Este caño está taponado de raíces. Nunca vi nada igual. –Con un cuchillo oxidado lo destapa. – Y nunca viví experiencias parecidas como en este veinteaño del siglo.

Había nacido allá por los ’50. Conserva intacto su oído y puede escuchar voces desencontradas que vienen con el viento. Arruga el ceño por el esfuerzo y miles de rayitas le cruzan la cara morena.

-Esa chiquilla tiene que ser nuestra, compadre –Los parroquianos del bar y los borrachos festejan y ríen con voz aguardentosa. Ahora él no ríe. Se ha endurecido, sin perder la ternura; ha pasado la secuencia del dolor, el miedo, la ira, por esa templanza que otorga la tristeza.

-Una cosa muerta no le puede ganar a una cosa viva. –Insiste- Ya está, ahora busca varios frascos, tantos, como para guardar todas las voces que está oyendo, de día y de noche.

-¿Se curan las heridas? – Escucha y se mira las manos rajadas que se agarrotan en un puño y se chupa la sangre que sale, lenta, de la herida.

-Lo “pior” son los dolores del alma. –Cicatriz tras cicatriz, tantos rasguños, tantos engaños… no puede salir la sabia del corazón. Cuando te vuelva a ver…¿Cuándo? Él sabe que no podrá ver las entretelas del alma.

Hubo un tiempo en que se sumergía en remolinos turbios; se abrazaba las rodillas para darse calor; el frío condenaba hasta los carámbanos. Era la noche en que ella se había ido. La imagina caminando entre las sombras. Sabe que es un espejismo que quiere borrarle los días iguales, esas tardes eternas, esas noches tan largas. La soledad le oprime la garganta. Oye otra vez más voces.

-Entonces, el monstruoso individuo sale de la cloaca buscando la libertad y se saca las excrecencias pegajosas y las sanguijuelas. -No son argumentos baladíes, son estructuras desacopladas que sólo llegan a algunos pocos.

 

-¡Almajaia! ¡Se me ha ido el santo al cielo!- grita como hacia el más allá, cuando se tajeó un dedo, tratando de hacer un agujerito a la tapa de un frasco, de esos grandes recipientes para aceitunas.

-Creciste recto como un junco y ahora, eres un tronco rugoso y oscuro que busca las raíces – Es una voz femenina que reconoce y lo conmueve.

-Cuando el tedio cambió de nombre…

Cuando culminó la hazaña de dejar pasar un día más…

Cuando la ansiedad se disipó…

Cuando un ojo también tenía una historia que contar…

Cuando un aire límpido era una sosegada brisa benévola…

Cuando su ojo se habituó a la serenidad del ritual de jornadas sin matices…

Cuando asimiló la quietud y se reconcilió con la pereza de los relojes…

-Son los versos que le recitó un preso en el calabozo que compartieron y que habla de ser un superhombre para obtener una porción de libertad. Lo que sigue, no lo recuerda.

-Matemos lo que queda del virus. Con alcohol lo fulminamos. Un mojito, por favor. Bebamos, venga conmigo… -El viejo imagina que se van al rincón más oscuro. –Vamos por una birra. –Sonríe y su lengua rosada asoma en el hueco oscuro e imagina al farmacéutico disfrazado de bacteria para disimular esa panza fenomenal. Llega otro con traje de Covid que persigue a los incautos. Es una Bacanal de los forajidos que quieren terminar con la pandemia.

-Harán vacunación compulsiva y obligatoria. No se conocen los excipientes y no difunden las consecuencias crueles para la salud. ¡Yo no me vacuno! Nos quieren poner un chip para controlarnos. Es el NOM. –Don Teodoro desecha el caño y busca una manguera arrumbada y la corta en fragmentos regulares.

-Es la piel gastada de los días. Es el tedio de las horas. Son los silencios testarudos que se esconden en el remoto cajón de la memoria. –Se identifica hoy más que nunca. La poesía se vuelve pulsos, sangre, carne y lengua.

-Los niños sin escuela. Educación virtual. ¡Qué futuro les espera, sumidos en la ignorancia. –Sacude su cabeza cana y sigue trabajando con tesón. Quiere acaparar esas palabras porque no avizora algo mejor. Mide su tiempo con un nuevo calendario, el de la cuarentena.

-Cada uno se convierte en sujeto sospechoso…si en un minuto de distracción uno nos tose o estornuda en la cara, te pega la infección. –Yo me quedo en casa, esperándote, replica.

-Dios no existe, porque si existiera, no habría necesidad de curas…y el Papa sigue orando frente a una plaza vacía. –Ni rezo, ni me culpo, espero, responde al viento e imagina al cura del pueblo que avanza a contramano con su sotana habitual, pero en vez de crucifico, lleva un medallón hippy de paz y amor.

Un zorzal, chalchalero cantor, se acerca a curiosear y trae buenas noticias de los vivos. Un colibrí le dice “tus muertos están mejor”

Hace un agujerito en la tapa del frasco y ¡Almajaia!, grita de nuevo, cuando vuelve a cortarse la mano. Siente que lleva al hombro una bolsa cargada de soledad. Y ella no está.

Ha preparado sus inventos y etiqueta cada frasco: tristeza, denuncia, ansias de libertad, ilusiones, locura, culpas y miedo. Ahora coloca en su oreja la manguera atada a un caracol y escucha todas las voces que salen de cada frasco, para que no se pierdan, mientras sigue esperando.

Desde su lugar en este confinamiento impuesto, el silencio posterior no lo angustia, pero le sirve para reflexionar, porque es un silencio inquietante, como si estuviéramos por perder el tren, tras no sé qué. ¿A qué hora abren los bancos? Take away. ¿A cuánto cotiza el dólar? ¿Será una guerra biológica? Fast food, Delivery. Me compré esta novedad, y lo conseguí en cuotas…Ahora hay que hacer el amor por la pantalla…”

-¿Y si nos vamos al bar a jugar un truco y beber un ginebra? –No puede ver el mensaje por whatsapp, porque ya no lee.

Por el caminito, un sujeto envuelto en un traje cuasi-metálico, con guantes amarillos y botas al tono, se apoya en el portón y le habla detrás de la escafandra. Teodoro aguza la vista y reconoce a su amigo de cartas, sólo por los ojos negros que le sonríen. Trae una bolsa herméticamente cerrada. Son membrillos que le alcanza por medio de un palo largo, y él lo retribuye dándole una bolsa de manzanas.

 Tiene razón el viejo sabio, si estamos todos navegando en el mismo barco-planeta de las tempestades. Deja el invento y se recuesta en el piso de su taller, pero una carcajada sarcástica lo pone en alerta. Entre los arbustos alcanza a vislumbrar algo, como un disfraz de bacteria. Es como un chupetín verde de dos patas que lleva en la cabeza una lupa. Lo sobrevuelan varias esferas con largas sopapas potentes, como si fueran estrellas fosforescentes. Es “el corona”, piensa.

Vivir en antónimos. Pesimismo/optimismo. Esperanzas/dudas. Fe/desconfianza. Alegría/desánimo. Luz/oscuridad. Como si estuvíéramos viendo el espesor de una telaraña enredada en el árbol de la vida.

Un hilo delgado divide la algarabía de la Bacanal y la calma de los cementerios, como si un equilibrista de circo oscilara entre el vuelo de mariposas y el reptar hacia ciertos rincones oscuros. Abjura de la poesía, de las luciérnagas y de las libélulas. No quiere mirar hacia abajo, suspira y luego se zambulle hacia el abismo insondable. Sueña: han caído las hojas, se desnudaron los álamos sobre nuestras sillas. Una tristeza amarga se posa en ellas. Ya no volverás.

Un dinosaurio rengo y desvencijado, que perdió la cresta, pasa frente a él, como una sombra que pronto se deshilacha en el polvo que flota en el ambiente.

¡Dos billetes pa’ese pingo!

-¡Un picotazo más y lo tenés, gallo!

-No me mintás más, que cazo el cinto y te fajo ahí nomás.

-¡Ahí tenés, Centella, que te aproveche! –y lo deja tirado al marido despechado, ebrio de ginebra y desamor.

-No servís para nada, ni en la cama, ramera…

 

Se restriega los ojos miopes como desperezándose. Nada más escuchó ese día. Sólo un silencio palpitante que se hincha, se hincha y todo lo cubre. ¿Será el silencio o seguirá soñando un silencio de sueño? Es un llamado, lo intuye. Hacia ella va y la ve.

Unos ojos sin tarea, como fatigados, lo miran desde un barbijo verde, entre tarde y bosque, entre pasillos del hospital y camas desoladas. Lo miran, clorofílicamente, como esperando el final, de cánulas, sondas y monitores gélidos. Lo perdonan. 

Pura vida

 

 

¡Pura vida! Así es el saludo en Costa Rica, ya sea de recibimiento, como de despedida.

-Buenos días.

-A la orden, señorita –como si todavía debieran servir al amo. Elijo un toallón entre tantos diseños de tucanes, ranas o lagartos.

-Llevo éste.

-Con mucho gusto –me responde cuando le digo gracias. –Que Dios la acompañe.

En San José predominan los mestizos; hay amerindios y últimamente “más nicos que ticos”, dicen, refiriéndose a los que llegan de Nicaragua.

-¿Por qué se los llama “Ticos”?

-Porque somos así de cariñosos. “Un momentico, por favor”, “¿desea una fotico?”

-Ahora entiendo.

-“Tuanis” –me responde, “Too nice”.

En la calle distingo a los venezolanos que llegaron por trabajo. Me entero que no hay ejército, aunque tienen el apoyo incondicional de USA.

Entro al Museo de la Paz. En la entrada se exhibe una gran esfera metálica que alberga en su interior una perfecta redonda piedra, que simboliza la interacción entre el interior y en el exterior. Ahora comprendo por qué siempre tengo dificultad para ingresar a los alojamientos. Paradojas que no paran de sorprenderme.

En el siglo XIX fue una prisión; hay otras dependencias, y el calabozo. Se ve todavía la torreta de observación. Adentro pueden admirarse sitios arqueológicos y diferentes objetos de la cultura primitiva.

Supe, porque me informé antes, que Costa Rica tiene una política de preservación del medio ambiente y sustentabilidad, que es una avanzada entre los países latinoamericanos.

Es hora de comenzar a recorrer por unos días este variopinto y verde país. De la cordillera central, al Caribe Sur, y del Congreso Latinoamericano de Comprensión Lectora, a las costas del Pacífico.

Para festejar, una sangría grande bien helada, acompañada de carne de cerdo con verduras salteadas. Hay que recuperar energías para iniciar la aventura.

Antes de emprender el viaje hacia los Guaipiles, un desayuno típico bien potente: “gallopinto” es una omelette con huevos, queso y salchichas, el infaltable arroz con banana frita y porotos negros. Bien equipada, partimos.

Recorremos el bosque nuboso y el bosque lluvioso. A lo lejos, los volcanes con las aguas termales al pie. Luego viene “la bajura”, rumbo al mar. Hay plantaciones de bananas y su producción. Las grandes hojas mojadas por la lluvia que castiga, quién sabe qué secretos esconden.

Atravesamos el Río de la Suerte, hasta llegar a la laguna Penitencia, en el límite con Nicaragua. Cuentan que entre 1940-1970 hubo una tala indiscriminada de árboles; a los obreros los penaban por seis meses sin visitar a su familia; si resistían el trabajo duro, podían regresar. Historias crueles que sellan la cultura del trabajo servil.

Ya comienzan a verse las ceibas con sus “gambas”, gruesas piernas que las sostienen a la vera del río. Un gran lagarto verde esmeralda, basilisco, pasa nadando a velocidad considerable. Arriba, monos, osos perezosos, arañas, pájaros y en el río, un inmenso cocodrillo está camuflado entre los troncos de la orilla.

En Tortuguero, y al anochecer con una luna llena que presume, asistimos al espectáculo del desove; son las tortugas que provienen de Nicaragua. Ropa oscura, silencia y a la luz de la luna, ellas suben a la playa, donde no llega la marea. Con las aletas hacen el nido donde depositarán los huevos. Luego, profundizan otro hueco para engañar a los depredadores. En trance, comienza la función que dura unos 50’. Desove y camuflaje en el parto. Si no son interrumpidas, unos cien a ciento cincuenta huevos blancos van cayendo. Luego, con las aletas tapan y apisonan la arena húmeda y regresan al mar. Cada año vuelven al mismo sitio, donde ya los hijitos han ido al mar. Hay depredadores lugareños que suelen robar los huevos para alimentarse, pero la patrulla del Parque, vigila. Una experiencia sobrecogedora y tierna.

Un licuado de mango y guayaba es ideal para acompañar pescado con salsa de coco y ensalada de guacamole. Un festín que saboreamos en silencio.

Cahuita es como estar en Jamaica. Puedo ver muchos Bob Marley con el reggae, su guitarra y sus rastas. Se fuma y se bebe sin tapujos.

La Comunidad Bri Bri, asentada casi al límite con Panamá a comienzos de los ’60, inicia un emprendimiento de producción de cacao y aceite de coco. Por esos años, sus hijos ya se habían escolarizado y fueron evangelizados. Entre las plantas, escucho historias de chamanes, de curaciones y ritos para los partos. Las parturientas se internan solas en la selva, en total libertad y en contacto con la naturaleza virgen. En el taller el “metate” y el “metapil”están en plena molienda.  El aceite de coco es maravilloso para suavizar las arrugas. –“Las hemos chinado”, dicen, porque nos cuidaron mucho durante el recorrido por la hacienda.

No es posible hacer “snorkeling” porque el mar está “picado”. Las tormentas eléctricas anuncian la lluvia que llega, torrencial y violenta.

Hacer “rafting” en el río Pacuaré, que es el más codiciado en el mundo para estas aventuras, da oxigenación a los músculos y acelera el ritmo cardíaco. Y cómo no.

--¡Derecha! –y hay que esquivar piedras por izquierda, por derecha,  para finalmente bajar en caída abrupta en un desnivel del río.

-¡Ah!, qué emoción incomparable, decimos. ¡Pura vida!, levantando los remos.

“Canopy” en la floresta de Monteverde es otra aventura para producir adrenalina. Volar sobre la copa de los árboles, asida a las cuerdas, y con guantes y arneses, es pasar por trece plataformas, que es una mezcla de reto y miedo en todo el recorrido. Selva lujuriosa, como ninguna.

Rumbo a la Cordillera Central de nuevo, vemos la fumarolas del Volcán Tenorio y el río Celeste de aguas sulfurosas, con sus puentes colgantes. Hay fiesta por el Día de los Parques Nacionales.

En la hacienda “El Trapiche” se elabora la melaza de caña de azúcar y se cultiva cacao y café de manera industrial. Los trabajadores son indocumentados, son los “nicos”. Durante la comida, hay tacos con carne y arreche, una especie de apio, y verduras al vapor. ¿Y cómo no probar el guarro, un licor típico de alta graduación alcohólica? Y los músicos amenizan: “ Guaro, guaro, guaro, mi dulce tormento, ¿qué haces ahí afuera?, vente pa’dentro”. Y todos bebemos. En la despedida, una copita de guaro con miel y guindado.

Llega el momento de la compostura, porque comienza el Congreso en San Ramón de Alajuela. Hay que aprender de los conferencistas, compartir experiencias pedagógicas y descubrir que, al final, todos tienen muchos diagnósticos, pero escasas propuestas.

Son los festejos por las fiesta patronal, peregrinación de la virgen, bailes, marimba y “chinchivi”, más sopa de mariscos, que le dicen “el viagra tico”. Llueve a cántaros.

Habrá que iniciar el último tramo del viaje hacia el Pacífico. En Turrialba predominan las plantaciones de palmeras africanas y su industrialización de lubricantes, biodiesel, aceite para cocinar y fabricación de productos cosméticos.

Otros paisajes, otras experiencias para no olvidar en ese lado. ¡Y no consigo abrir las puertas! ¿Será porque me atrae más el exterior? Una excursión en catamarán en busca de delfines y ballenas y práctica de snorkeling para ver los graciosos peces de colores  en ese mar curiosamente calmo.

En Playa Blanca los papagayos alborotan el lugar y un descubrimiento: los mapaches ladrones, que te roban todo, las canastas de frutas, y ¡hasta el mate!  Hay grandes iguanas de cola rayada que merodean, suben a los árboles, y a las mesas, para comer, como si la selva no tuviera suficiente alimento.

Los monos aulladores nos despiertan, ni bien amanece. No cantan los gallos, pero sí “el gallo pinto”. Es hora de partir. ¡Pura vida!

Hipótesis y validaciones

 

 

Intento demostrar una hipótesis: Entre el leer y el escribir siempre humo un romance y un maridaje. Cuando se incorpora el viajar, ese triángulo amoroso provoca una relación eterna e indestructible. 

De Kilkeny, y en el pub, puedo apreciar el carácter afable de los irlandeses. Ya en el siglo XI aparecieron los pubs, pero recién en 1950, las mujeres pudieron concurrir. “En este lugar no hay extraños. Es un lugar donde están los amigos que todavía no has conocido”. Se festejan bodas, bautizos, despedidas en honor al muerto, y se cuentan historias por demás interesantes. Se escucha música, algunas son baladas llenas de tristeza y canciones populares que recuerdan batallas.

En Cork supe que fue la capital rebelde que más opuso resistencia a los ingleses.

Vengo de contemplar castillos, fantasmas del pasado, los que deambulan desde que se despejaron los restos de las ruinas romanas. Primero fueron influenciados por la cultura romana, más tarde por los normandos, luego por los vikingos.

Vengo de ver el bosque de Sherwood y las historias de Robin Hook, “el encapuchado altruista”.

Vengo de navegar el Lago Ness y ¡no encontramos al monstruo! Vengo de visitar el castillo de Urquhart, destruido por los ingleses para quitarles el poder a los jacobinos, los hijos de María Estuardo. He visto las catapultas y las grandes piedras que arrojaban los caballeros medievales.

Vengo de admirar la cruz gaélica que representa la crucifixión de Jesús con el círculo que simboliza la adoración del Sol: lo cristiano y lo pagano.

Vengo de aspirar las fuentes de la sabiduría de las universidades y de respirar el aire antiguo de las abadías y catedrales del siglo XII, y casi pude imaginar a los miserables que vivían debajo de los puentes y asesinaban a sus víctimas para vender los cadáveres a la Escuela de Medicina, o que desenterraban cadáveres frescos de los cementerios, para sobrevivir de esta manera. He visto estatuas que representan a los dioses griegos y los símbolos de la Medicina.

Vengo de las tierras bajas de Escocia y de recorrer las tierras altas, y los kilts y los gaiteros, en la frontera con Irlanda.

Vengo de ver “la calzada de los gigantes” con sus asombrosas rocas exagonales y las altísimas columnas de basalto, producto de la actividad geológica y volcánica. Lo que más asombra es la magia de las leyendas, de los mitos entre dos gigantes, enemigos acérrimos.

Todas estas vivencias, para recalar en Dublín, hoy. Entonces veo el monumento a la memoria de los revolucionarios ejecutados en 1916 para liberarse de Inglaterra. El edificio de la Aduana, bombardeada por el IRA en 1912, y reconstruido. La cúpula representa la esperanza y el comercio.

El Trinity College, majestuoso, donde estudiaron Samuel Beckett y Oscar Wilde, fue creado en 1600, para brindar servicios a los protestantes, aunque desde el siglo XIX está abierto a todas las religiones. Vi en su biblioteca el Libro de Kells, que fue escrito por un monje irlandés en el siglo XIX. Él decía en boca de Pangur, su gato: “Cazar ratones, es su diversión; cazar más bien palabras, mi pasión”. Entre sus grandes benefactores se cuenta a la dinastía Guiness. La fábrica de cerveza se inició hace 300 años. Desde el 5º piso, en el salón vidriado, degustamos una pinta gigante, mientras divisamos todo Dublín.

En St. Patrick Cathedral (de 1220), admiré el púlpito del Deán Jonathan Swift, el autor de “Los viajes de Gulliver”. Pero como el día se presenta con toda su luminosidad, recorremos el exterior.

Phoenix Park es el pulmón de la ciudad, dicen que es dieciséis veces más grande que el Central Park de New York.  La estatua de James Joyce nos asombra con su hidalguía y caballerosa presencia. “El cabrón del bastón”, le decían, que ahora mira con extrañeza el mundo que pasa a su lado. Entonces me parece ver a Leopold Bloom caminando por las calles de Dublín y recuerdo a Molly Bloom en el magnífico monólogo interior desde el Peñón de Gibraltar.

La estatua de Molly Malone, “la golfa del carro”, era vendedora de pescados y mariscos, de día, y protituta, de noche. Su recuerdo está sellado en una canción popular que es el himno no oficial de la ciudad.

Siguiendo con las estatuas, vemos al colorido Oscar Wilde en Merrion Square. Emana informalidad y desparpajo, rescostado en una roca, el petimetre muestra sus dos caras, de un lado la alegría, y del otro, la tristeza.

Cruzando el puente Samuel Beckett sobre el río Liffey, vemos “Latte Bar” inmortalizado en “La naranja mecánica”. Cruzando el puente James Joyce, la zona del ocio,  llegamos a “Temple Bar”, fundado en 1840. Un mundo de gente bebiendo y fumando, mientras en el escenario, el guitarrista David Browne y su acompañante con cítara, dan un espectáculo en conmemoración al record Guiness. Tocaron ciento catorce horas seguidas, casi cinco días en junio de 2011. 

Regreso con todos los pájaros en la cabeza y el corazón repleto de emociones. La hipótesis inicial ha sido comprobada.

Bandera blanca con mano roja

 

 

-Los irlandeses han sido dominados por el imperio inglés, no por los romanos –dice el guía –por eso eran considerados salvajes.

Así comienza la historia en la que me voy a zambullir. Ni huipil, ni sari, ni kimono, me visto de doncella medieval. Falda larga, camisa blanca, chaleco negro con cordones cruzados y botas, allá por el 1600.

Aún hoy se ve la bandera blanca que representa a Irlanda del Norte, y una mano roja, del Condado de Ulster; unos, republicanos católicos, y los otros, pertenecientes a la comunidad protestante. Cuenta la leyenda que, ante la acefalía del Reino de Ulster, los habitantes acordaron elegir a su monarca por medio de una original competencia. En un lago local, las embarcaciones capitaneadas por los candidatos, debían llegar a la otra orilla. Un miembro del clan O’Neill, viendo que se adelantaban, se cortó una mano y la arrojó a la orilla; quedó manco, pero se convirtió en rey.

Camino por las callejuelas que bordean el castillo de Bunratti y percibo la historia que construyeron los Hughes, los Mac’Namara, los O’Brien, los Shannon, Los O’Farrel: granjas, graneros, molino, establo, cobertizos, corrales, carros de los nómades… la escuela, una casa de té y el imponente castillo, que se mantiene intacto desde 1425. Riquísimos decorados en el gran salón, los dormitorios, la capilla privada y la capilla pública, el solar para huéspedes, todo, por supuesto, custodiado por la sala abovedada del cuerpo de guardia, y en el subsuelo, los calabozos de otrora.

Así, entre luchas intestinas, me vienen a la memoria los amores de Enriq           ue VIII, nombrado rey de Irlanda y la máxima autoridad eclesiástica; cuando se une a Ana Bolena, el rey se convierte al protestantismo y surge la religión anglicana.

Lo cierto es que el Puente de la Concordia aún hoy no alcanza para unir a católicos y protestantes. Aún hoy flamea en el frente de algunas casas, la bandera blanca con la mano roja. Así surge Irlanda del Norte, cuya capital es Belfast. Y la República de Irlanda, luego de luchas por la religión, entre 1968 y 1998.

Recuerdo al IRA, el “Bloody Sunday” de 1972 y a Margaret Thatcher, encarcelando terroristas sin proceso. Realidad muy compleja. Ex combatientes del IRA son hoy diputados. Continúan todavía los movimientos para conseguir la paz. Sin embargo, la guerra de las banderas prosigue. Es legal, nadie las prohíbe. En cada pueblo hay una iglesia católica y una protestante. El emblema es la bandera tricolor de tres franjas, verde (católico), blanco (la paz) y naranja (protestantes).

En Galway transito junto a Brian y Maoly, que me cuentan historias. Hay que abrigarse, abandono el traje de doncella y me visto de turista argentina. Compro un par de medias tricolor, pero eso sí, una tiene más blanco que naranja y verde, y la otra, es naranja con verde y blanco; ambas, salpicadas con tréboles de tres hojas.

Ya debo emprender la retirada. Ryanair tiene el símbolo de la lira, es el arpa celta; también está ese escudo en la cerveza Guiness. ¡Salud!  Música y alegría. Hay voces extrañas que se entremezclan en la diversidad. Antes hubo oleadas de inmigrantes europeos, asiáticos, árabes. Este fluir continúa, junto con el avance económico.

Llega el momento de la despedida. Mis anfitriones traducen el gaélico para mí. En el regreso escucho a U2, a Bono, manifestando y veo una película con Sean Connery. Me adormezco con diferentes tonos de verde: el verde inglés y el verde lechuga, que representa a Irlanda.

Berlín, la otra cara

 

 

Los amigos van al encuentro en el lugar exacto y a la imperturbable hora germana. Check Point es el sitio elegido. A esta hora del medio día, la ciudad bulle en su esplendor y se deleita mostrándonos variopintos especímenes que solos, o acompañados, hablan todas las lenguas.

Sin embargo, todo es tan ordenado…hasta el caos es organizado respetuosamente. Es como si los horrores de la guerra hubieran sido superados y la tristeza marcada en los rostros hubiera trocado en busca de libertad.

Desde el sector este va llegando Ann, la estudiante que ha roto con su novio japonés y para calmar su angustia, se irá en breve a Israel para asistir a un curso para futuros médicos, sobre las estrategias psicológicas a aplicar con pacientes y familiares. Ayer ha convocado a los otros, sus amigos, para recibir su afecto y despedirse.

Por el oeste se acerca Reinhold, incansable viajero, más maduro, que según ha dicho por teléfono, trabaja como voluntario en una fundación sin fines de lucro. Será profesor de inglés y director de teatro vocacional en Indonesia, porque viaja en los próximos días.

Por el norte viene Hans Joachim, el díscolo, el bohemio retratista callejero que no tiene éxitos ni ganancias en su oficio, por ahora. Y por el sur, camina rápido Franck, el enamoradizo. Está compungido porque extraña a su novia rusa, ha dicho y se ven cada seis meses, una vez en Rusia, y otra en Alemania.

El Museo del holocausto y el lugar donde estuvo establecida la Gestapo, se llama “Topografía del terror”. Es una muestra documental y fotográfica que impone miedo y dolor a los visitantes.

-No soy masoquista, dice Franck, por eso vengo a encontrarme con ustedes y recorrer otra zona de la ciudad, más colorida y más alegre.

En el metro, el domingo muestra su presencia más activa. Los ciclistas cargan sus bicicletas para pasear por los parques. Sonssouci es una buena opción, así como los jardines de Charlottenburg o el Tiergardner.

En el sector este, el barrio turco muestra toda la algarabía. Se deciden por un restaurante que ofrece pescados y mariscos.

-Parece que pronto daré el gran salto –comenta Hans Joachim- Voy a encontrarme luego con la curadora de la sala donde expondré mis obras. Estoy contento, porque venderé mis cuadros, al fin.

-Brindemos, amigos. ¡Salud! Por los viajes, por el arte, por el amor, por la profesión y por el trabajo voluntario.

Retoman el paseo ahora, hacia la orilla del río. Franck los lleva a un bar caribeño, uno de los pocos que quedan aún en Berlín y resisten la demolición de los viejos edificios para construir otros más modernos. Es la zona donde han dejado casi un kilómetro del muro, que ha sido coloreado por artistas de todo el mundo, festejando la caída del muro.

-Me quedo aquí. –dice Franck,  y se tira en una reposera a beber y fumar mirando el río. Música jamaiquina, reggae, rojo, amarillo y verde, ¡Yeah! Rastas. Dan otro panorama a la ciudad.

Los otros tres amigos se vuelven. Es hora de atender cuestiones personales.

Los he seguido en silencio y he estado disfrutando esta ciudad de tan variados tonos, que atrapa y deleita. Las imágenes se suceden. Potsdamen platz, la isla de los museos, el parlamento (Reichstadt), los palacios señoriales de la dinastía de los Frederick, la villa de verano en Caputh, donde residía Einstein, la rica cerveza alemana y sus comidas, el oso de Berlín… lo viejo, lo nuevo, la guerra, el resurgimiento, la reconstrucción de la ciudad y de las almas de su gente,  y sigo sorprendiéndome.

miércoles, 14 de octubre de 2020

Hay señales.

 

 

Una mujer de hilachas indecentes camina con desgano y ve los millares de gnomos juguetones que edifican torres frágiles, pero resplandecientes. Quiere atraparlos para contagiarse ella también de esa alegría, pero sus manos huesudas y artríticas no llegan y el castillo de sueños se derrumba. Ya con más decisión, ahora se abre camino por entre una inextricable maraña de ruidos chirriantes y telarañas, como el roce continuo de una tiza sobre un espejo polvoriento. Los reflejos de los coches, las calles, el bochorno citadino, todo parece cortarla en fragmentos regulares, como si anduviera entre virutas gruesas de metal. El sol le gotea en la cara, a través de las alas de su sombrero Panamá, harapiento y sucio. Ella necesita que el sol le haga cosquillas, como si una mano le acariciara la espalda jibosa, o le diera coscorrones en las ondas desgreñadas de su pelo grasiento. El ulular de una sirena que se acerca, la detiene en el borde de la acera.

 

Sobre el asfalto rebotan las gotas crepitantes que resplandecen. Una densa cortina de agua avanza hacia los transeúntes. Tapándose con el suplemento dominical abierto sobre la cabeza cana, el hombre corre atropellándose, esquivando piernas mojadas, pantalones salpicados, pies descalzos. Él sólo ve los charcos que debe sortear. Siempre inclinando la cerviz, hacia abajo, como copiando el gesto de su postura habitual, va rumiando las palabras condescendientes, esperanzadoras pero falsas que, minutos antes, le dijera su editor. Finalmente llega al edificio de ventanas estrechas. Cuando abre, una bocanada de aire caliente lo impulsa hacia atrás y le chamusca el periódico y las pestañas. Un humo negruzco, salpicado de chispas, acompaña el fragor de las hojas que sobrevuelan por toda la biblioteca, desprendiéndose de los libros, de los biblioratos, de las libretas. Como un acuario cenagoso, las volutas de humo ascienden opalinas, pálidas y azules. Le parece oír a un agente de la Inquisición o a un dios del fuego, que repite en cada ramalazo de calor: “Despapelizar, despapelizar, despapelizar…” Afuera, la noche es un pozo de sombras en tinta china.

 

La inmensidad del río está brillante como una daga al fulgor de la luna. Siente el frío y la humedad del amanecer, hasta que al cruzar a la otra vereda, adivina que el sol pronto vencerá a la niebla que aún persiste, y se queda, pegajosa, en las paredes, en las manos, en las ropas. El alba color limón, por el este, inunda las calles y destroza los bloques de sombras entre los edificios. Puede ver ahora, que el óxido es un peligroso que carcome, en silencio, y termina debilitando cada viga, cada columna, cada portal. Una joven demacrada, con ojos de acero ribeteados de un rimmel confuso, una boca desdeñosa y de carmín borroneado y una nariz afilada, desciende a trompicones por la calle desierta, con los tacones en la mano. El sol, ya sin timidez, anuncia su presencia rotunda. Ahora la mujer está tendida en la cama, envuelta en una bata descolorida. Tiene la cara lívida. Sobre una silla cuelga, fláccido, el vestido de seda color esmeralda, tachonado de lentejuelas. Sobre la alfombra, el corpiño, la tanga y el antifaz.

 

Si intentamos dilucidar estas tramas, vemos que los personajes son individuos que se han quedado al borde del camino. Semántica de quimeras: el agua lava las heridas del alma y de la niebla, el sol vence, el calor derrite y el fuego destruye. Perseguir sueños y construir castillos en el aire. Ir a contramano en la ficción de la noche. No poder enderezar ni la columna vertebral, ni el rumbo.

Hay señales que son quimeras.

De amores y poder

 

 

Historias de conspiraciones, amores y amoríos, cabildeos palaciegos, desavenencias de todo tipo en la búsqueda del poder político, económico y social.

Hyde Park en Londres es uno de los más grandes parques reales, construido por el Príncipe Alberto en homenaje a la Reina Victoria, por mantenerse en el poder por sesenta y cuatro años. A su vez, la estatua del príncipe está cuatro veces bañada en oro. Por amor, dice el guía. ¿Por amor? O ¿por amor al poder? Entonces me mira de soslayo y no responde.

Cuentan que un ladrón entró a la habitación de la reina, quien con sus 91 años, necesitaba mezclarse con la plebe, lo convidó con un vino, como para fogonear la charla (que duró largo tiempo) y espantar la soledad y el frío del palacio.

El Puente de la Torre, el más singular de todos los puentes sobre el Támesis, es color verde, imitando el color de las butacas de la Cámara de los Lores. Representa también una historia de traición y adulterio. En la Torre de Londres, conocido como Big Ben, Ana Bolena fue decapitada, luego de largo tiempo en prisión. Ella era la amante de Enrique VIII, casado con Catalina de Aragón, luego desplazó del trono a la española. La “mala perra” le decían. Con sus intrigas logró la ruptura con la Iglesia Católica e instauró la Iglesia Anglicana, quedando el rey como jefe, y como si fuera poco, generó la unión con Gales.  Historias de fantasía victoriana dicen que “vuela el fantasma de la Bolena en la forma de cuervo”. Curiosamente, hoy en la torre de Londres funciona la Aduana. ¿Amor al poder? Tengo la respuesta.

-“Le Gravoche” fue el restaurant preferido de Lady Di. –Otra vez pienso en amoríos, pasiones, y en la liberación femenina.

Hoy el Támesis luce sereno y azul. En lo alto se yergue la Rueda de la Fortuna, comúnmente llamada “London Eye”. Hay una interminable fila de turistas deseoso de observar la ciudad desde las alturas.  Por el contrario, me atrae más ver la réplica de uno de los barcos emblemáticos que vencieron a la armada francesa y española. La columna de Nelson, el capitán, recuerda esa victoria en Plaza Trafalgar.

Desde el Parlamento Westminster, en la orilla norte del río, vemos el centro político del país y el Big Ben. Un grupo escultórico de siete cuervos cautivos custodia la corona. “Si la Torre de Londres pierde sus cuervos o vuelan lejos, la Corona caerá y Gran Bretaña con ellos”- dicen.

Cruzando hacia el lado sur, el puente Westminster tiene 55 pilares para prevenir futuros ataques. Queda sólo para circulación de peatones.  En 2017 fue el atentado por terroristas islámicos.

Hay que hacer una pausa. La comida en un pub frente al río consiste en cordero con brócoli guisado, patatas y endivias. Ya recuperadas las energías, es hora de ver Londres actual.  Ojear el Backingham Palace, a la hora del cambio de guardia es una verdadera atracción.

En el corazón del lado este, la vida de la ciudad fluye con todo su esplendor cuando cae el sol. Por debajo, el metro de Londres. El Teatro de Alberto, construido en 1871 por el príncipe, es una sala de conciertos de prestigio internacional. Imagino la 9º de Beethoven y el Cirque du Soleil más el Ballet Nacional. Se mezclan las voces de Pavarotti con Rod Stewart, Plácido Domingo con Ella Fitzgerald y los conciertos de la BBC de Londres.

 En Picadilly Circus comienza la gran vía, comparada con la 5º Av. de N. York. Brilla el aluminio de la estatua de Eros y el Palacio de Cristal. London Pavilion es la zona de los teatros, cines y espectáculos, Trocadero, Majestic, y por Harrods Place no veo a Tom Jones, ni a Pink Floyd. Allí surgió el movimiento Punk. Todavía pueden verse algunos representantes.

Me alejo de la zona de pubs del centro y prefiero ver una típica taberna del Barrio de Chelsea, frente al club. No desechamos la cerveza en la barra,  para acompañar la charla con los lugareños que nos cuentan historias. Mareada ya, las imágenes no se detienen: el beso de Lady Di con el príncipe Carlos en un balcón de Harrods. Las escaleras mecánicas. Abby Road y los cinco de Liverpool. El brillo de oro del Angel de la Justicia. El Soho y los homosexuales. La Catedral de St. Paul y la misa con la estatua de la Reina Ana. El pub de Amy Whitehouse. Las boleterías donde se vendían los tickets para el Titanic. Las caballerizas reales. Las torres de vidrio donde viven Tom Cruise y Naomí Campbell… una pluralidad increíble.

Me duermo con la satisfacción de haber vivido tan ricas experiencias.

Soneto canyengue

 

 

Con lompas rayados y crencha engrasada,

fungi requintado y pocos morlacos.

Vino tinto y milonga. Yeca camuflada

al cabaré voy. Resuenan los tacos.

 

Un cafiolo va por el callejón.

Al lao’el farol está la percanta.

La juno yo. Le dicen Amaranta.

Morfarla quiero. Es gran metejón.

 

Cachuzo soy. Pebeta engatusada

y no me apoliyo en un tango compadrón.

Con chamuyo ya la tengo amarrada.

 

Me amuró pa’ dejarme un jacinto.

Luego, un feca en la milonga.

El soneto canyengue ya está extinto.

Leticia

 

 

Aunque estaba tan sorprendida y zangoloteada por el calor y los insectos, pude reconocer el cruce de corrientes donde saltan los delfines rosados. La embarcación se detuvo y con ella, el ruido de los motores. Un pajarraco renegado vino en picada y me besuqueó la cabeza rubia, hasta hacerme salir la rabia y transformar mi histeria en romanticismo.

Recordé la noche en que conocí a los muchachos y tan de repente, al ingeniero peruano que me enamoró de inmediato. Él le fue infiel a su esposa y me hizo sentir que miles de mariposas aleteaban en mi estómago.

-Nunca vi unos ojos tan claros, como cristales de esmeralda. – y yo vi sus ojos café, miré su cuerpo fuerte y me dejé abrasar en sus brazos protectores. El ritmo de la bachata hizo que mis pies hormiguearan y mi cabecita era un mero pote de miel.

Desde la costa, un guacamayo nos observaba en lo alto de una tanganara de flores rosadas. Embicamos en el muelle de la maloca de la comunidad Ticuna. Cada vez mejor y más despejada, aparecieron imágenes de nuestro recorrido la noche anterior, río arriba, cuando comenzaba a oscurecer en el Canal de Gamboa. Vimos los ojos amarillos de los caimanes, un osito dormilón colgando de una rama, una serpiente de tonos rojos confundida entre las lianas, una tarántula distraída y las silenciosas y negras canoas con bultos de contrabando.

-Le cuento, Leticia. Me cansé de abogar por la integración de los países limítrofes. Todavía siguen los cabildeos. ¡Una vaina! –Kapax, el Tarzán colombiano, sigue contándome su hazaña cuando capturó a una anaconda para después domesticarla. –No son violentas, si se las deja vivir.

En la Isla de los Micos, el guía Nabil me explicó que su nombre era el nombre de fantasía que usaba su padre hace 70 años, cuando trabajaba para los narcos de Cali.

Vamos regresando, ya es la hora del ocaso. Veo la estatua de la india cargando plátanos y también al pescador con su lanza. Nos apuramos para ver el espectáculo de los pájaros que llegan a un punto de la plaza.

-Nos encontramos con un gran problema ambiental –dice el funcionario en ese escenario ácido y fétido que cubre, como una alfombra, los bancos de la plaza.

No conocía esas historias. Un ruido de motoristas se oye por la calle principal. ¡Colombia! ¡Colombia! –se interrumpe la misa vespertina.

-¡Qué goleada, cabrones!  ¡No festejen todavía, que falta jugar contra Brasil, conchudos!

-¡Circulen, señores! Serán arrestados por disturbios en la vía pública. –Demoran a mis amigos y me quedo sola en la esquina.

-¿Me regala su documento, señorita? –y yo niego.

-¿Me regala su firma? –y yo niego.

Es que no puedo decirles que soy indocumentada, que soy Leticia Smith, la amante del ingeniero peruano Manuel Chacón, que fundó la población en mi honor en 18677.

-¿Y si me regala una sonrisa?

-Así está mejor. –me dicen y se van a controlar los desmanes en los bares de la ribera.

La cajita de los recuerdos

 

 

Me “huele” que va a nevar. El cielo gris de algodonosa presencia y la quietud de los árboles, lo anuncian. Es en esos instantes, mientras mordisqueo una flaca y sosa galleta de arroz, cuando quiero robarle al septiembre de mi pampa, todos los colores y todos los perfumes, y sustraerle al amor sus encantos.

Me acurruco frente al hogar y los leños me devuelven el aroma húmedo del bosque y la magia del fuego  me atrapa.

Hay violetas azules de intenso perfume junto a los rosales de rojo aterciopelado, como sangre, en el jardín de mi madre. Huelo la sangre de mis rodillas magulladas y el té de malva que ella empapa en algodón, me cura. Y chupo mi sangre, que es dulce remedio y me mareo en ese olor hipnótico y azufroso que el monaguillo esparce por Semana Santa. Como me aburro y tengo hambre, olisqueo la vieja olla de fierro en casa de la abuela. Es el pucherito de gallina dominguero. Las gallinas picotean en la huerta. El olor penetrante de albahaca y romero me subyuga ahora, como lo hacen los dulces azahares del ácido naranjo. Veo la ropa tendida que tiene olor a sol.

 Me  subo al paraíso y me fabrico un collar con hilo que enhebro en los pistilos azules de delicado perfume, para enamorar a los chicos que juegan a la pelota en el potrero de enfrente.

Más tarde, en el picnic de la primavera, los aromos amarillos nos seducen y es allí en el bosquecito escondido cuando me estreno con el primer beso. Suspiros de melisa y atardecer acompañan ese abrazo cálido y adolescente, cuando vamos hacia el monte de eucaliptus, que refresca. Dejamos tallado un corazón con iniciales en la corteza del más grande árbol.

Aroma de café. Café con aroma de mujer. Siento en mis narinas ese perfume añejo del bar de estudiantes, donde ese chico me escribió un poema en la servilleta. Aún la guardo en la cajita de los recuerdos. Cuando la abro, unos vahos añejos y amarillentos me hacen fruncir la nariz y me recompongo con la cintita azul de terciopelo y naftalina.

Un golpe seco en la puerta me sobresalta. Es el viejo que trae olor a cigarro áspero y ginebra. Sin embargo, nunca olvida dejar sobre la mesa de la cocina un manojo de margaritas y amapolas que cortó en el camino a casa, como una disculpa.

Desde el baño vienen agrios vahos de meos y vómitos. Hoy no cocinaré, lo sé. Es la misma rutina de los días de cobro, cuando los hombres se reúnen en el boliche del pueblo.

Termino por acomodar los leños que ni se quejan con el fuego tenue de brasas amodorradas. Dormito y recuerdo. Ya comenzó a nevar.

Catarsis en contextos de pandemia

 

Se me ha encomendado escribir una ponencia acerca de la catarsis en contextos de pandemia. Es poco lo que puedo agregar, ya que los anteriores expositores han hecho un recorrido histórico y otros, indagaron en la literatura universal sobre el tema. Muy interesantes por cierto, de los que aprendemos. El contexto ya está dicho.

En este caso, por lo tanto, no haré una tesis, sino, simplemente abonaré una hipótesis en torno al tema: la capacidad que todos tenemos (a veces, desconocida) sobre la posibilidad de sanar a través de las diferentes manifestaciones artísticas.

Los escritores contamos con la palabra para curarnos de tan diversas sensaciones que hemos ido experimentando ante este flagelo que nos sorprendió inesperada e ingratamente.

Hemos pasado por sentimientos variados desde el inicio hasta este presente. La adaptación obligada a nuevas formas de vivir, donde no hay lugar al consumismo exacerbado, para rodearnos de cosas materiales, a veces innecesarias. La introspección nos llevó a valorar a aquellas personas que teníamos cerca y no fuimos capaces de decirles un “te quiero”, y ahora extrañamos. Reconocer al hogar como un refugio seguro, así como la culpabilización por el daño que los humanos le hemos infrigido al planeta, sin justipreciar la belleza de nuestro entorno.

En el transcurrir, tuvimos esperanzas que después viraron a ilusiones vanas, porque descubrimos la manipulación, las dudas, las incertezas, la falta de libertad, para no poder planificar, siquiera, a corto plazo. Sobrevino entonces la bronca, las disputas de poder, y el incontrastable miedo a lo desconocido y la angustia.

El hartazgo posterior abrió paso a la rebeldía o a la depresión en muchísimos casos.

Pero, reitero, los escritores tenemos un arma de combate contra todos esos males: la palabra, la que nos hará sobrevivir y superar obstáculos. “Reinventarnos” o “Resiliencia” son dos términos que de tanto uso están perdiendo significado. Para devolverles valor, escribir y compartir entre escritores y lectores será la mejor manera, porque no hay escritor sin lector, ni viceversa.

miércoles, 12 de agosto de 2020

Perfume de Alelí

 

 

Es un cascabelito que nos despierta del letargo con sus sonidos mágicos. Pura energía para liderar y vivir con intensidad. Pura alegría de carrillón, de carcajadas al viento. Pura certeza para espantar los miedos y los fantasmas.

Brinda seguridad desde sus patas flacas y de las convicciones que aprendió de sus vivencias escasas, pero que absorbió como una esponja, de todo aquello que sus padres le ofrecen. Está presente siempre en cada voz, a cada paso, en cada canción, en sus manitas hacendosas que crean un mundo de fantasías y un mar de ilusiones.

Aunque pequeña, es sabia en el jardín de la vida; es flor,  como su nombre, que en cada primavera nos sorprende con su belleza, con ese estar ahí, con la placidez de cada encuentro.

Con un andar presuroso y decidido, transmite fuerza, y sabe que da trabajo todo lo que emprenda, pero no se escabulle. Ya su padre creó una canción por ello, y su amor por la naturaleza. Siempre está mariposeando en mi ventana.

Lleva las riendas de su caballo como nadie, con mirada atenta. Es capaz de hacerse respetar, a veces con caprichos, a veces con certezas. Aún con la fragilidad de niña, es precoz y tiene la inteligencia de los elegidos. En su cabecita bullen pensamientos azules, como si volara con su unicornio por encima de la copa de los árboles o entre las nubes.

Es un solcito que entibia con su luz y su aroma perdura siempre.

Un niño con vuelo

 

 

Veo en su mirada serena de lago quieto, toda la energía puesta en sus sueños emboscados del horizonte lejano.

Mi principito sabe “que lo esencial es invisible a los ojos”, y ya está planeando su futuro.

-¿Qué vas a hacer cuando seas grande?

-Voy a manejar un Titanic. –los pelos rubios al viento lo acreditan, y quedan salados cuando recoge caracolas y bichitos de mar, con los que conversa en silencio, como en un mar de ausencias.

Zamba tiene la frescura del bosque y de los líquenes, y la ternura en los abrazos. Me mira, unas veces, con la carcajada de picardía; otras, con furia de labios obstinados, cuando se enoja, o con la firmeza cuando construye sus inventos de fantasía. Martillo, clavos y madera. –Mi hermano sabe hacer de todo, dice Alelí.  De buena madera es, la que heredó tan sabiamente, de la música y el compartir, que aprendió y necesita. Pero en todos los casos, es la inocencia de ese niño flaco pero fuerte, moldeado a puro remo, en brazadas consistentes, en el deslizar por la montaña, en las correrías en bicicleta,  en la caricia de melancolía de hongos y el olor a humedad de la hojarasca.

Es una luz tibia en el follaje otoñal. Una claridad mansa sobre la nieve. Una caricia de sol en los brotes de primavera. Un fuego candente en las tardes de verano. Así va formándose, con los cachitos de ternura de cada lectura, en cada aprendizaje y su estupor. Y ahí va entre las piedras ancestrales y los paisajes y planetas que habrá que descubrir.

Dialogus interruptus

 

 

-¡No puedo alcanzarte! –Una dendrita que lleva los brazos caídos grita.

-Elonga, estira, ya verás. –Responde la más optimista.

No llegan a tocarse, sin embargo, en la arborescencia de mi cerebro atormentado.

¿Cordura? ¿Eso me piden?

¿Locura? Y sí, es necesaria para crear ideas que nos sobrepongan de esta enajenación de enredos alienados, como rastas envejecidas  en el tejado de las incongruencias.

Una de un lado; la otra, en el extremo opuesto de la hendidura; el endurecido cerebro, como una roca, en dialéctica conclusión de las neuronas, hará crecer ese cristal metálico, la mineral estructura de algas, de líquenes, o de moho,que pugnan por salir. Son los que finalmente nos rescatarán.

¿Me tachas de ignara?

 

Yacen inertes, como las semillas en el surco que espera las 12 lunas.

Se me escapan, como las escamas resbalosas del pez en el río.

Asusto a la gaviota, ¡Oh! Y aplaudo. Llena de estupor te sueltan y caen a mis pies.

Y se fugan otra vez, las malditas.  Las persigo como el Correcaminos.

¡Las atraparé, chicas! Y me quedo solo con las hilachas de su gabán.

Son eufemismos, oblicuas ambigüedades de los que hablan mucho para no decir nada.

Son silogismos como que todo lo verde es árbol. Tengo un bosque, entonces.

Son paradojas de lógica incongruencia, como caprichos de la fantasía.

En la dialéctica de las elucubraciones, les digo:

¿Me tachas de ignara? Te tacho.

miércoles, 5 de agosto de 2020

¡Ahí voy, pibe!

 

Su viejo Citroën nunca lo deja a pie una vez que lo pone en marcha, aunque, como ahora, debe empujarlo. Su experiencia, como abogado defensor del Ministerio Público, le dice que existen dos mundos. Uno, que vive en la permanente culpabilización a terceros y en la propia victimización; el otro, es el mundo del que está despierto y no se rinde.

Mientras conduce, imagina al Rulo como un pájaro que le ataron las alas y lo están empujando al borde del trampolín. La luz verde le permite el paso ahora; los bocinazos le interrumpen las reflexiones.

Marito, el Rulo, que había vivido en “Villa Asma”, al lado del basurero clandestino, se había iniciado como ratero, perjudicando a los pares. Luego fue animándose más, robando a los adinerados. Como otros adolescentes se agrupaba siempre esquivando el peligro;  tuvo varias entradas a las comisarías y salía por ser menor, hasta llegar a un lugar seguro y recibir un café con leche gratis.

Más tarde fue amigo de los policías que recorrían la zona con el móvil policial. Se comenta que ellos lo contactaron con “Los guaraníes”, una banda que, en la jungla de la ciudad, opera con la venta de marihuana y otras yerbas, pasta base y paco. Así comenzaron sus desgracias, como profeta de la calle. Cumplidos los 22 años fue el momento de entrar en el Penal.

Ya está cerca. Recuerda que le pidió que le hablara con franqueza para poder defenderlo. Un “perejil”, como se dice, porque a los “peces gordos”, no se los puede agarrar.

-Andaba vendiendo merca a la vuelta de “Ladies” en Nueva Jamaica. Hay una gomería al lado del firulo, en un pasillo angosto pegado a la medianera. Siempre mi lugar era quedarme entre las gomas apiladas, y el olor a meo y las vomitadas. –el Dr. Pardo pudo hacerse una composición de lugar y planear su estrategia de defensa.

-Yo sabía que podía ser una trampa, porque no podés salir, si te baten. Mis clientes son unos viejos putañeros, los cornudos que van ahí para vengarse, los enfermos, los desesperados… ya sabe Dr.

-¿Y la otra noche?

-Alguno batió … no sé, algún resentido que no se le paró y quedó caliente, ¿o qué? –una sonrisa amarga le distiende la cara.

-Tenés que acordarte.

-Sí, me acuerdo de uno que no conocía. Un inexperto, hasta tuve que ayudarlo con la jeringa.

-¡Ahí voy, pibe!

Por los pasillos camina siguiendo al guardia hasta la celda del Rulo y escucha: “¡Tordo, sacame de este pozo! ¡Puto, maricón de mierda!

En el calabozo de 2 x 2 está solamente el Rulo. Tiene la cabeza rapada y algunos raspones en la cara, en una oreja se ve sangre seca. –él sabe que cuando los canas torturan, evitan dejar marcas visibles. El chico quiere incorporarse del camastro, pero gime de dolor, y pide ayuda extendiendo una mano.

-Me dieron pa´que tenga. –Y se levanta la camiseta para mostrar las marcas de los azotes.

-Con esto más lo que me contaste, es suficiente. Haré la denuncia por malos tratos y pediré tu excarcelación, en 1º instancia, considerando presunción de inocencia. – para el abogado es prioridad la defensa de los excluidos, los marginados del sistema social, y antes, abandonados por su propia familia. -¡Ah!, una última recomendación: en la indagatoria no cuentes quiénes son tus jefes. Sí o No. Podés negarte a declarar, si querés. Hay un fuerte atenuante. Te torturaron.

-Eso sí –continúa- te darán la libertad, mientras dure el proceso, que recién empieza. Paciencia.

Se retira siguiendo al guardia por los larguísimos pasillos. “Ave negra, reculiao!, le gritan.

-La línea del tiempo, como una recta histórica no alcanza para comprender al reo; hay un tiempo circular, que es cíclico, ése que siempre vuelve atrás realimentándose, para nutrir el presente. –Piensa, ignorando los insultos.


Versos irreverentes

 

 

Con la osadía de los atrevidos,

con el gesto de los desvergonzados,

con la calma zalamera de los lagos,

con la elegancia de una ilusión,

con la indolencia de los relojes,

con el hartazgo de las rutinas,

con la paciencia de las arañas,

declaro la intolerancia de la impunidad

que me enoja

confieso que soy culpable por complicidad

porque naturalicé sin pelear

acaricio el terciopelo de tu piel

que me enamora

espero la sorpresa de las cajas chinas

que atraen mi estupor

aspiro a detener los ciclos

que me ahogan

tejo tramas singulares

que me renacen para vos.

Todo, respectivamente.


¿Me tachas de ignara?

¿Me tachas de ignara?

Yacen inertes, como las semillas en el surco que espera las 12 lunas.

Se me escapan, como las escamas resbalosas del pez en el río.

Asusto a la gaviota, ¡Oh! Y aplaudo. Llena de estupor te sueltan y caen a mis pies.

Y se fugan otra vez, las malditas.  Las persigo como el Correcaminos.

¡Las atraparé, chicas! Y me quedo solo con las hilachas de su gabán.

Son eufemismos, oblicuas ambigüedades de los que hablan mucho para no decir nada.

Son silogismos como que todo lo verde es árbol. Tengo un bosque, entonces.

Son paradojas de lógica incongruencia, como caprichos de la fantasía.

En la dialéctica de las elucubraciones, les digo:

¿Me tachas de ignara? Te tacho.


domingo, 26 de julio de 2020

ASPIRACIONES

 

“Me queda la palabra” Blas de Otero

Le tengo envidia a la aspiradora, porque aspira todo, hasta las palabras que andan merodeando por la casa, y en mi cabeza. También yo tengo aspiraciones, pero no logro aspirarlas, así que cuando la máquina se pone en marcha las absorbe. Se llena el cubículo de la basura y lo vacío afuera,  sobre la nieve virgen.  ¡Oh!, la ensucio y es ahí cuando las veo que salen al aire libre, desharrapadas con su traje de pelusas, despeinadas con mechones enredados, deshilachadas con sus atuendos color ratón.

Luego se refocilan hasta quedar limpitas; saltan, se ríen, se toman de la mano, hacen una ronda y cantan “Que llueva, que llueva, la vieja está en la cueva”. Salgo, porque no llueve aún, las corro, las atrapo a todas y las llevo adentro, conmigo, las acaricio, las seco y las pongo a levar junto al hogar. Ellas me lo agradecen.

Así, mis amigas, las palabras lavadas y alegres, se dejan amasar en mi mente y vienen a llenar la hoja blanca, impoluta, desde hace algún tiempo. Entonces salen mis emociones escondidas.

Recapacitan, sienten, sonríen e irradian luz, cantan como la calandria, se retuercen sobre el lomo de mi gata y retoman el canto de una canción de cuna. Unas reinician un debate ideológico; otras son irónicas y con humor; se desperezan la modorra de la hibernación; zapatean para quitarse la rabia que se aferra indefinidamente;  elongan para recuperar energía y las estiro en sinónimos; otras, se esconden tras la cortina de la ficción.

Al final me enojo porque surgen versos nerudianos, como si fuera plagio. Decido juntarlas a todas y las guardo en el cajón de los juguetes, al lado de los soldaditos de plomo, alineados para la guerra. Paco Ibáñez me guiña una canción.

Tal vez, la próxima salga una prosa combativa. Dejo también mi pluma, recalculando.


martes, 14 de julio de 2020

Prosa ciclotímica

 

A veces me salen textos en tono nostálgicos de un pasado que fue.

Otras, son burlones, casi sarcásticos.

O diatribas lacrimógenas y plañideras.

O especulaciones de insomnio (y yo “sin blanca”)

O espasmódicos llamados a la solidaridad.

Dicen que la gente sufre trastornos psicológicos. Al momento, sólo converso con los electrodomésticos. ¡Están todos hipocondríacos!

La batidora, por ejemplo, está histérica porque no hay huevos. Más bien creo que es la ansiedad y la angustia que le oprimen la garganta.

La tostadora, frenética, escupe sin cesar los panes renegridos. Sufre ataques de pánico.

La sartén engrasada añora a su churrasco jugoso y seductor. ¡Bife a caballo, mmmmm!

¿La plancha? Aburrida, sigue inmutable. -¡Qué te pasa, piba! Y sólo me mira con aires de superioridad.

El freezer está con su habitual frigidez custodiando los tappers herméticos de abulia.

La secadora llora intermitentes lágrimas sucias de medias y calzones.

¡Basta ya con esta dialéctica deshilachada!

Termino con discurso escatológico, porque mi perro está con incontinencias y sufre de agorafobia.


La engreida y el poeta

 

Hay un diálogo permanente entre la aspiradora y el poeta. La primera es una engreída, porque saca todas las pelusas y las telarañas. El poeta las recoge en neologismos y palabras nuevas, de esas que no se desgastaron por el uso.

Él no se manda la parte, pero juega con el arte. Hace interdisciplina con una naturaleza muerta.

Medio limón se agría más y se reseca en la frutera. La deliciosa manzana rozagante y roja ha salido de copas. La banana, ya fue. Y yo pensaba hacerme un arroz a la cubana.

Una papa solitaria sigue sucia y lagañosa con brotes incipientes. La única batata ha hecho una torsión en su clase de streching por zoom. Resultado: perdió su dulzura y quedó en éxtasis sin poder moverse. La que sí puede es la raíz de jengibre que baila locamente sobre la mesa. Casi se hace polvo. Una zanahoria arrugada ha perdido su lozanía definitivamente.

Las recetas de Doña Petrona han perdido popularidad y yo, que siempre estoy a la moda, voy creando recetas por demás austeras. Es todo. Veré qué puedo hacer. No hay opción; deberé arreglarme con lo que hay estimulando la creatividad.