Corrí hasta el final del muelle. De reojo vi que me
perseguían esos tipos de los sueños malvados, y los otros. Me hice un bollito.
Pasaron volando sobre mi espalda para caer al lago, donde no hacés pie. Lo malo
es que desaparecieron las utopías.
Son relatos de ficción y de no-ficción, un poco autoreferenciales, algo fantásticos, con mucha verosimilitud,anécdotas escolares o reflexiones simples sobre temas tan clásicos como el amor, la familia, la educación, los medios o el trabajo.
Corrí hasta el final del muelle. De reojo vi que me
perseguían esos tipos de los sueños malvados, y los otros. Me hice un bollito.
Pasaron volando sobre mi espalda para caer al lago, donde no hacés pie. Lo malo
es que desaparecieron las utopías.
Achica
los ojos para ver lo que está haciendo. Refunfuña.
-¡Pucha!
Este caño está taponado de raíces. Nunca vi nada igual. –Con un cuchillo
oxidado lo destapa. – Y nunca viví experiencias parecidas como en este
veinteaño del siglo.
Había
nacido allá por los ’50. Conserva intacto su oído y puede escuchar voces
desencontradas que vienen con el viento. Arruga el ceño por el esfuerzo y miles
de rayitas le cruzan la cara morena.
-Esa chiquilla tiene que ser nuestra,
compadre –Los parroquianos del bar y los borrachos festejan y ríen con voz
aguardentosa. Ahora él no ríe. Se ha endurecido, sin perder la ternura; ha
pasado la secuencia del dolor, el miedo, la ira, por esa templanza que otorga
la tristeza.
-Una
cosa muerta no le puede ganar a una cosa viva. –Insiste- Ya está, ahora busca
varios frascos, tantos, como para guardar todas las voces que está oyendo, de
día y de noche.
-¿Se curan las heridas? – Escucha y se
mira las manos rajadas que se agarrotan en un puño y se chupa la sangre que sale,
lenta, de la herida.
-Lo
“pior” son los dolores del alma. –Cicatriz tras cicatriz, tantos rasguños,
tantos engaños… no puede salir la sabia del corazón. Cuando te vuelva a ver…¿Cuándo?
Él sabe que no podrá ver las entretelas del alma.
Hubo
un tiempo en que se sumergía en remolinos turbios; se abrazaba las rodillas
para darse calor; el frío condenaba hasta los carámbanos. Era la noche en que
ella se había ido. La imagina caminando entre las sombras. Sabe que es un
espejismo que quiere borrarle los días iguales, esas tardes eternas, esas
noches tan largas. La soledad le oprime la garganta. Oye otra vez más voces.
-Entonces, el monstruoso individuo sale de la
cloaca buscando la libertad y se saca las excrecencias pegajosas y las
sanguijuelas. -No son argumentos baladíes, son estructuras desacopladas que
sólo llegan a algunos pocos.
-¡Almajaia!
¡Se me ha ido el santo al cielo!- grita como hacia el más allá, cuando se tajeó
un dedo, tratando de hacer un agujerito a la tapa de un frasco, de esos grandes
recipientes para aceitunas.
-Creciste recto como un junco y ahora, eres
un tronco rugoso y oscuro que busca las raíces – Es una voz femenina que
reconoce y lo conmueve.
-Cuando el tedio cambió de nombre…
Cuando culminó la hazaña de dejar pasar
un día más…
Cuando la ansiedad se disipó…
Cuando un ojo también tenía una historia
que contar…
Cuando un aire límpido era una sosegada
brisa benévola…
Cuando su ojo se habituó a la serenidad
del ritual de jornadas sin matices…
Cuando asimiló la quietud y se reconcilió
con la pereza de los relojes…
-Son los versos que le recitó
un preso en el calabozo que compartieron y que habla de ser un superhombre para
obtener una porción de libertad. Lo que sigue, no lo recuerda.
-Matemos lo que queda del virus. Con alcohol
lo fulminamos. Un mojito, por favor. Bebamos, venga conmigo… -El viejo
imagina que se van al rincón más oscuro. –Vamos
por una birra. –Sonríe y su lengua rosada asoma en el hueco oscuro e
imagina al farmacéutico disfrazado de bacteria para disimular esa panza fenomenal.
Llega otro con traje de Covid que persigue a los incautos. Es una Bacanal de
los forajidos que quieren terminar con la pandemia.
-Harán vacunación compulsiva y obligatoria.
No se conocen los excipientes y no difunden las consecuencias crueles para la
salud. ¡Yo no me vacuno! Nos quieren poner un chip para controlarnos. Es el
NOM. –Don Teodoro desecha el caño y busca una manguera arrumbada y la corta
en fragmentos regulares.
-Es la piel gastada de los días. Es el tedio
de las horas. Son los silencios testarudos que se esconden en el remoto cajón
de la memoria. –Se identifica hoy más que nunca. La poesía se vuelve
pulsos, sangre, carne y lengua.
-Los niños sin escuela. Educación virtual.
¡Qué futuro les espera, sumidos en la ignorancia. –Sacude su cabeza cana y
sigue trabajando con tesón. Quiere acaparar esas palabras porque no avizora
algo mejor. Mide su tiempo con un nuevo calendario, el de la cuarentena.
-Cada uno se convierte en sujeto
sospechoso…si en un minuto de distracción uno nos tose o estornuda en la cara,
te pega la infección. –Yo me quedo en casa, esperándote, replica.
-Dios no existe, porque si existiera, no
habría necesidad de curas…y el Papa sigue orando frente a una plaza vacía. –Ni
rezo, ni me culpo, espero, responde al viento e imagina al cura del pueblo que
avanza a contramano con su sotana habitual, pero en vez de crucifico, lleva un
medallón hippy de paz y amor.
Un
zorzal, chalchalero cantor, se acerca a curiosear y trae buenas noticias de los
vivos. Un colibrí le dice “tus muertos
están mejor”
Hace
un agujerito en la tapa del frasco y ¡Almajaia!, grita de nuevo, cuando vuelve
a cortarse la mano. Siente que lleva al hombro una bolsa cargada de soledad. Y
ella no está.
Ha
preparado sus inventos y etiqueta cada frasco: tristeza, denuncia, ansias de
libertad, ilusiones, locura, culpas y miedo. Ahora coloca en su oreja la
manguera atada a un caracol y escucha todas las voces que salen de cada frasco,
para que no se pierdan, mientras sigue esperando.
Desde
su lugar en este confinamiento impuesto, el silencio posterior no lo angustia,
pero le sirve para reflexionar, porque es un silencio inquietante, como si
estuviéramos por perder el tren, tras no sé qué. ¿A qué hora abren los bancos? Take
away. ¿A cuánto cotiza el dólar? ¿Será una guerra biológica? Fast food,
Delivery. Me compré esta novedad, y lo conseguí en cuotas…Ahora hay que hacer
el amor por la pantalla…”
-¿Y
si nos vamos al bar a jugar un truco y beber un ginebra? –No puede ver el
mensaje por whatsapp, porque ya no lee.
Por
el caminito, un sujeto envuelto en un traje cuasi-metálico, con guantes
amarillos y botas al tono, se apoya en el portón y le habla detrás de la
escafandra. Teodoro aguza la vista y reconoce a su amigo de cartas, sólo por
los ojos negros que le sonríen. Trae una bolsa herméticamente cerrada. Son
membrillos que le alcanza por medio de un palo largo, y él lo retribuye dándole
una bolsa de manzanas.
Tiene razón el viejo sabio, si estamos todos
navegando en el mismo barco-planeta de las tempestades. Deja el invento y se
recuesta en el piso de su taller, pero una carcajada sarcástica lo pone en
alerta. Entre los arbustos alcanza a vislumbrar algo, como un disfraz de bacteria.
Es como un chupetín verde de dos patas que lleva en la cabeza una lupa. Lo
sobrevuelan varias esferas con largas sopapas potentes, como si fueran
estrellas fosforescentes. Es “el corona”, piensa.
Vivir
en antónimos. Pesimismo/optimismo. Esperanzas/dudas. Fe/desconfianza.
Alegría/desánimo. Luz/oscuridad. Como si estuvíéramos viendo el espesor de una
telaraña enredada en el árbol de la vida.
Un
hilo delgado divide la algarabía de la Bacanal y la calma de los cementerios,
como si un equilibrista de circo oscilara entre el vuelo de mariposas y el
reptar hacia ciertos rincones oscuros. Abjura de la poesía, de las luciérnagas
y de las libélulas. No quiere mirar hacia abajo, suspira y luego se zambulle
hacia el abismo insondable. Sueña: han caído las hojas, se desnudaron los
álamos sobre nuestras sillas. Una tristeza amarga se posa en ellas. Ya no volverás.
Un
dinosaurio rengo y desvencijado, que perdió la cresta, pasa frente a él, como
una sombra que pronto se deshilacha en el polvo que flota en el ambiente.
¡Dos billetes pa’ese pingo!
-¡Un picotazo más y lo tenés, gallo!
-No me mintás más, que cazo el cinto y
te fajo ahí nomás.
-¡Ahí tenés, Centella, que te aproveche!
–y
lo deja tirado al marido despechado, ebrio de ginebra y desamor.
-No servís para nada, ni en la cama, ramera…
Se
restriega los ojos miopes como desperezándose. Nada más escuchó ese día. Sólo
un silencio palpitante que se hincha, se hincha y todo lo cubre. ¿Será el
silencio o seguirá soñando un silencio de sueño? Es un llamado, lo intuye.
Hacia ella va y la ve.
Unos
ojos sin tarea, como fatigados, lo miran desde un barbijo verde, entre tarde y
bosque, entre pasillos del hospital y camas desoladas. Lo miran,
clorofílicamente, como esperando el final, de cánulas, sondas y monitores
gélidos. Lo perdonan.
¡Pura vida! Así es el saludo en Costa Rica, ya sea de
recibimiento, como de despedida.
-Buenos días.
-A la orden, señorita –como si todavía debieran servir al
amo. Elijo un toallón entre tantos diseños de tucanes, ranas o lagartos.
-Llevo éste.
-Con mucho gusto –me responde cuando le digo gracias. –Que
Dios la acompañe.
En San José predominan los mestizos; hay amerindios y
últimamente “más nicos que ticos”, dicen, refiriéndose a los que llegan de
Nicaragua.
-¿Por qué se los llama “Ticos”?
-Porque somos así de cariñosos. “Un momentico, por favor”, “¿desea
una fotico?”
-Ahora entiendo.
-“Tuanis” –me responde, “Too nice”.
En la calle distingo a los venezolanos que llegaron por
trabajo. Me entero que no hay ejército, aunque tienen el apoyo incondicional de
USA.
Entro al Museo de la Paz. En la entrada se exhibe una gran
esfera metálica que alberga en su interior una perfecta redonda piedra, que
simboliza la interacción entre el interior y en el exterior. Ahora comprendo
por qué siempre tengo dificultad para ingresar a los alojamientos. Paradojas
que no paran de sorprenderme.
En el siglo XIX fue una prisión; hay otras dependencias, y el
calabozo. Se ve todavía la torreta de observación. Adentro pueden admirarse
sitios arqueológicos y diferentes objetos de la cultura primitiva.
Supe, porque me informé antes, que Costa Rica tiene una
política de preservación del medio ambiente y sustentabilidad, que es una
avanzada entre los países latinoamericanos.
Es hora de comenzar a recorrer por unos días este variopinto
y verde país. De la cordillera central, al Caribe Sur, y del Congreso
Latinoamericano de Comprensión Lectora, a las costas del Pacífico.
Para festejar, una sangría grande bien helada, acompañada de
carne de cerdo con verduras salteadas. Hay que recuperar energías para iniciar
la aventura.
Antes de emprender el viaje hacia los Guaipiles, un desayuno
típico bien potente: “gallopinto” es una omelette con huevos, queso y
salchichas, el infaltable arroz con banana frita y porotos negros. Bien
equipada, partimos.
Recorremos el bosque nuboso y el bosque lluvioso. A lo lejos,
los volcanes con las aguas termales al pie. Luego viene “la bajura”, rumbo al
mar. Hay plantaciones de bananas y su producción. Las grandes hojas mojadas por
la lluvia que castiga, quién sabe qué secretos esconden.
Atravesamos el Río de la Suerte, hasta llegar a la laguna
Penitencia, en el límite con Nicaragua. Cuentan que entre 1940-1970 hubo una
tala indiscriminada de árboles; a los obreros los penaban por seis meses sin
visitar a su familia; si resistían el trabajo duro, podían regresar. Historias
crueles que sellan la cultura del trabajo servil.
Ya comienzan a verse las ceibas con sus “gambas”, gruesas
piernas que las sostienen a la vera del río. Un gran lagarto verde esmeralda,
basilisco, pasa nadando a velocidad considerable. Arriba, monos, osos
perezosos, arañas, pájaros y en el río, un inmenso cocodrillo está camuflado
entre los troncos de la orilla.
En Tortuguero, y al anochecer con una luna llena que presume,
asistimos al espectáculo del desove; son las tortugas que provienen de
Nicaragua. Ropa oscura, silencia y a la luz de la luna, ellas suben a la playa,
donde no llega la marea. Con las aletas hacen el nido donde depositarán los
huevos. Luego, profundizan otro hueco para engañar a los depredadores. En
trance, comienza la función que dura unos 50’. Desove y camuflaje en el parto.
Si no son interrumpidas, unos cien a ciento cincuenta huevos blancos van
cayendo. Luego, con las aletas tapan y apisonan la arena húmeda y regresan al
mar. Cada año vuelven al mismo sitio, donde ya los hijitos han ido al mar. Hay
depredadores lugareños que suelen robar los huevos para alimentarse, pero la
patrulla del Parque, vigila. Una experiencia sobrecogedora y tierna.
Un licuado de mango y guayaba es ideal para acompañar pescado
con salsa de coco y ensalada de guacamole. Un festín que saboreamos en
silencio.
Cahuita es como estar en Jamaica. Puedo ver muchos Bob Marley
con el reggae, su guitarra y sus rastas. Se fuma y se bebe sin tapujos.
La Comunidad Bri Bri, asentada casi al límite con Panamá a
comienzos de los ’60, inicia un emprendimiento de producción de cacao y aceite
de coco. Por esos años, sus hijos ya se habían escolarizado y fueron
evangelizados. Entre las plantas, escucho historias de chamanes, de curaciones
y ritos para los partos. Las parturientas se internan solas en la selva, en
total libertad y en contacto con la naturaleza virgen. En el taller el “metate”
y el “metapil”están en plena molienda.
El aceite de coco es maravilloso para suavizar las arrugas. –“Las hemos
chinado”, dicen, porque nos cuidaron mucho durante el recorrido por la
hacienda.
No es posible hacer “snorkeling” porque el mar está “picado”.
Las tormentas eléctricas anuncian la lluvia que llega, torrencial y violenta.
Hacer “rafting” en el río Pacuaré, que es el más codiciado en
el mundo para estas aventuras, da oxigenación a los músculos y acelera el ritmo
cardíaco. Y cómo no.
--¡Derecha! –y hay que esquivar piedras por izquierda, por
derecha, para finalmente bajar en caída
abrupta en un desnivel del río.
-¡Ah!, qué emoción incomparable, decimos. ¡Pura vida!,
levantando los remos.
“Canopy” en la floresta de Monteverde es otra aventura para
producir adrenalina. Volar sobre la copa de los árboles, asida a las cuerdas, y
con guantes y arneses, es pasar por trece plataformas, que es una mezcla de
reto y miedo en todo el recorrido. Selva lujuriosa, como ninguna.
Rumbo a la Cordillera Central de nuevo, vemos la fumarolas
del Volcán Tenorio y el río Celeste de aguas sulfurosas, con sus puentes
colgantes. Hay fiesta por el Día de los Parques Nacionales.
En la hacienda “El Trapiche” se elabora la melaza de caña de
azúcar y se cultiva cacao y café de manera industrial. Los trabajadores son
indocumentados, son los “nicos”. Durante la comida, hay tacos con carne y
arreche, una especie de apio, y verduras al vapor. ¿Y cómo no probar el guarro,
un licor típico de alta graduación alcohólica? Y los músicos amenizan: “ Guaro,
guaro, guaro, mi dulce tormento, ¿qué haces ahí afuera?, vente pa’dentro”. Y
todos bebemos. En la despedida, una copita de guaro con miel y guindado.
Llega el momento de la compostura, porque comienza el
Congreso en San Ramón de Alajuela. Hay que aprender de los conferencistas,
compartir experiencias pedagógicas y descubrir que, al final, todos tienen
muchos diagnósticos, pero escasas propuestas.
Son los festejos por las fiesta patronal, peregrinación de la
virgen, bailes, marimba y “chinchivi”, más sopa de mariscos, que le dicen “el
viagra tico”. Llueve a cántaros.
Habrá que iniciar el último tramo del viaje hacia el
Pacífico. En Turrialba predominan las plantaciones de palmeras africanas y su
industrialización de lubricantes, biodiesel, aceite para cocinar y fabricación
de productos cosméticos.
Otros paisajes, otras experiencias para no olvidar en ese
lado. ¡Y no consigo abrir las puertas! ¿Será porque me atrae más el exterior?
Una excursión en catamarán en busca de delfines y ballenas y práctica de
snorkeling para ver los graciosos peces de colores en ese mar curiosamente calmo.
En Playa Blanca los papagayos alborotan el lugar y un
descubrimiento: los mapaches ladrones, que te roban todo, las canastas de
frutas, y ¡hasta el mate! Hay grandes
iguanas de cola rayada que merodean, suben a los árboles, y a las mesas, para
comer, como si la selva no tuviera suficiente alimento.
Los monos aulladores nos despiertan, ni bien amanece. No
cantan los gallos, pero sí “el gallo pinto”. Es hora de partir. ¡Pura vida!
Intento demostrar una hipótesis: Entre el leer y el escribir
siempre humo un romance y un maridaje. Cuando se incorpora el viajar, ese
triángulo amoroso provoca una relación eterna e indestructible.
De Kilkeny, y en el pub, puedo apreciar el carácter afable de
los irlandeses. Ya en el siglo XI aparecieron los pubs, pero recién en 1950,
las mujeres pudieron concurrir. “En este
lugar no hay extraños. Es un lugar donde están los amigos que todavía no has
conocido”. Se festejan bodas, bautizos, despedidas en honor al muerto, y se
cuentan historias por demás interesantes. Se escucha música, algunas son
baladas llenas de tristeza y canciones populares que recuerdan batallas.
En Cork supe que fue la capital rebelde que más opuso
resistencia a los ingleses.
Vengo de contemplar castillos, fantasmas del pasado, los que
deambulan desde que se despejaron los restos de las ruinas romanas. Primero
fueron influenciados por la cultura romana, más tarde por los normandos, luego
por los vikingos.
Vengo de ver el bosque de Sherwood y las historias de Robin
Hook, “el encapuchado altruista”.
Vengo de navegar el Lago Ness y ¡no encontramos al monstruo!
Vengo de visitar el castillo de Urquhart, destruido por los ingleses para
quitarles el poder a los jacobinos, los hijos de María Estuardo. He visto las
catapultas y las grandes piedras que arrojaban los caballeros medievales.
Vengo de admirar la cruz gaélica que representa la
crucifixión de Jesús con el círculo que simboliza la adoración del Sol: lo
cristiano y lo pagano.
Vengo de aspirar las fuentes de la sabiduría de las
universidades y de respirar el aire antiguo de las abadías y catedrales del
siglo XII, y casi pude imaginar a los miserables que vivían debajo de los
puentes y asesinaban a sus víctimas para vender los cadáveres a la Escuela de
Medicina, o que desenterraban cadáveres frescos de los cementerios, para
sobrevivir de esta manera. He visto estatuas que representan a los dioses
griegos y los símbolos de la Medicina.
Vengo de las tierras bajas de Escocia y de recorrer las
tierras altas, y los kilts y los gaiteros, en la frontera con Irlanda.
Vengo de ver “la calzada de los gigantes” con sus asombrosas
rocas exagonales y las altísimas columnas de basalto, producto de la actividad
geológica y volcánica. Lo que más asombra es la magia de las leyendas, de los
mitos entre dos gigantes, enemigos acérrimos.
Todas estas vivencias, para recalar en Dublín, hoy. Entonces
veo el monumento a la memoria de los revolucionarios ejecutados en 1916 para
liberarse de Inglaterra. El edificio de la Aduana, bombardeada por el IRA en
1912, y reconstruido. La cúpula representa la esperanza y el comercio.
El Trinity College, majestuoso, donde estudiaron Samuel
Beckett y Oscar Wilde, fue creado en 1600, para brindar servicios a los
protestantes, aunque desde el siglo XIX está abierto a todas las religiones. Vi
en su biblioteca el Libro de Kells, que fue escrito por un monje irlandés en el
siglo XIX. Él decía en boca de Pangur, su gato: “Cazar ratones, es su diversión; cazar más bien palabras, mi pasión”. Entre
sus grandes benefactores se cuenta a la dinastía Guiness. La fábrica de cerveza
se inició hace 300 años. Desde el 5º piso, en el salón vidriado, degustamos una
pinta gigante, mientras divisamos todo Dublín.
En St. Patrick Cathedral (de 1220), admiré el púlpito del Deán
Jonathan Swift, el autor de “Los viajes de Gulliver”. Pero como el día se
presenta con toda su luminosidad, recorremos el exterior.
Phoenix Park es el pulmón de la ciudad, dicen que es
dieciséis veces más grande que el Central Park de New York. La estatua de James Joyce nos asombra con su
hidalguía y caballerosa presencia. “El cabrón del bastón”, le decían, que ahora
mira con extrañeza el mundo que pasa a su lado. Entonces me parece ver a
Leopold Bloom caminando por las calles de Dublín y recuerdo a Molly Bloom en el
magnífico monólogo interior desde el Peñón de Gibraltar.
La estatua de Molly Malone, “la golfa del carro”, era
vendedora de pescados y mariscos, de día, y protituta, de noche. Su recuerdo
está sellado en una canción popular que es el himno no oficial de la ciudad.
Siguiendo con las estatuas, vemos al colorido Oscar Wilde en
Merrion Square. Emana informalidad y desparpajo, rescostado en una roca, el
petimetre muestra sus dos caras, de un lado la alegría, y del otro, la
tristeza.
Cruzando el puente Samuel Beckett sobre el río Liffey, vemos
“Latte Bar” inmortalizado en “La naranja mecánica”. Cruzando el puente James
Joyce, la zona del ocio, llegamos a
“Temple Bar”, fundado en 1840. Un mundo de gente bebiendo y fumando, mientras
en el escenario, el guitarrista David Browne y su acompañante con cítara, dan
un espectáculo en conmemoración al record Guiness. Tocaron ciento catorce horas
seguidas, casi cinco días en junio de 2011.
Regreso con todos los pájaros en la cabeza y el corazón
repleto de emociones. La hipótesis inicial ha sido comprobada.
-Los irlandeses han
sido dominados por el imperio inglés, no por los romanos –dice el guía –por eso eran considerados salvajes.
Así comienza la historia en la que me voy a zambullir. Ni
huipil, ni sari, ni kimono, me visto de doncella medieval. Falda larga, camisa
blanca, chaleco negro con cordones cruzados y botas, allá por el 1600.
Aún hoy se ve la bandera blanca que representa a Irlanda del
Norte, y una mano roja, del Condado de Ulster; unos, republicanos católicos, y
los otros, pertenecientes a la comunidad protestante. Cuenta la leyenda que,
ante la acefalía del Reino de Ulster, los habitantes acordaron elegir a su
monarca por medio de una original competencia. En un lago local, las
embarcaciones capitaneadas por los candidatos, debían llegar a la otra orilla.
Un miembro del clan O’Neill, viendo que se adelantaban, se cortó una mano y la
arrojó a la orilla; quedó manco, pero se convirtió en rey.
Camino por las callejuelas que bordean el castillo de
Bunratti y percibo la historia que construyeron los Hughes, los Mac’Namara, los
O’Brien, los Shannon, Los O’Farrel: granjas, graneros, molino, establo,
cobertizos, corrales, carros de los nómades… la escuela, una casa de té y el
imponente castillo, que se mantiene intacto desde 1425. Riquísimos decorados en
el gran salón, los dormitorios, la capilla privada y la capilla pública, el
solar para huéspedes, todo, por supuesto, custodiado por la sala abovedada del
cuerpo de guardia, y en el subsuelo, los calabozos de otrora.
Así, entre luchas intestinas, me vienen a la memoria los
amores de Enriq ue VIII,
nombrado rey de Irlanda y la máxima autoridad eclesiástica; cuando se une a Ana
Bolena, el rey se convierte al protestantismo y surge la religión anglicana.
Lo cierto es que el Puente de la Concordia aún hoy no alcanza
para unir a católicos y protestantes. Aún hoy flamea en el frente de algunas
casas, la bandera blanca con la mano roja. Así surge Irlanda del Norte, cuya
capital es Belfast. Y la República de Irlanda, luego de luchas por la religión,
entre 1968 y 1998.
Recuerdo al IRA, el “Bloody Sunday” de 1972 y a Margaret
Thatcher, encarcelando terroristas sin proceso. Realidad muy compleja. Ex
combatientes del IRA son hoy diputados. Continúan todavía los movimientos para
conseguir la paz. Sin embargo, la guerra de las banderas prosigue. Es legal,
nadie las prohíbe. En cada pueblo hay una iglesia católica y una protestante. El
emblema es la bandera tricolor de tres franjas, verde (católico), blanco (la
paz) y naranja (protestantes).
En Galway transito junto a Brian y Maoly, que me cuentan
historias. Hay que abrigarse, abandono el traje de doncella y me visto de
turista argentina. Compro un par de medias tricolor, pero eso sí, una tiene más
blanco que naranja y verde, y la otra, es naranja con verde y blanco; ambas,
salpicadas con tréboles de tres hojas.
Ya debo emprender la retirada. Ryanair tiene el símbolo de la
lira, es el arpa celta; también está ese escudo en la cerveza Guiness.
¡Salud! Música y alegría. Hay voces
extrañas que se entremezclan en la diversidad. Antes hubo oleadas de
inmigrantes europeos, asiáticos, árabes. Este fluir continúa, junto con el
avance económico.
Llega el momento de la despedida. Mis anfitriones traducen el
gaélico para mí. En el regreso escucho a U2, a Bono, manifestando y veo una
película con Sean Connery. Me adormezco con diferentes tonos de verde: el verde
inglés y el verde lechuga, que representa a Irlanda.
Los amigos van al encuentro en el lugar exacto y a la imperturbable
hora germana. Check Point es el sitio elegido. A esta hora del medio día, la
ciudad bulle en su esplendor y se deleita mostrándonos variopintos especímenes
que solos, o acompañados, hablan todas las lenguas.
Sin embargo, todo es tan ordenado…hasta el caos es organizado
respetuosamente. Es como si los horrores de la guerra hubieran sido superados y
la tristeza marcada en los rostros hubiera trocado en busca de libertad.
Desde el sector este va llegando Ann, la estudiante que ha
roto con su novio japonés y para calmar su angustia, se irá en breve a Israel
para asistir a un curso para futuros médicos, sobre las estrategias
psicológicas a aplicar con pacientes y familiares. Ayer ha convocado a los
otros, sus amigos, para recibir su afecto y despedirse.
Por el oeste se acerca Reinhold, incansable viajero, más
maduro, que según ha dicho por teléfono, trabaja como voluntario en una
fundación sin fines de lucro. Será profesor de inglés y director de teatro
vocacional en Indonesia, porque viaja en los próximos días.
Por el norte viene Hans Joachim, el díscolo, el bohemio
retratista callejero que no tiene éxitos ni ganancias en su oficio, por ahora.
Y por el sur, camina rápido Franck, el enamoradizo. Está compungido porque
extraña a su novia rusa, ha dicho y se ven cada seis meses, una vez en Rusia, y
otra en Alemania.
El Museo del holocausto y el lugar donde estuvo establecida
la Gestapo, se llama “Topografía del terror”. Es una muestra documental y
fotográfica que impone miedo y dolor a los visitantes.
-No soy masoquista, dice Franck, por eso vengo a encontrarme
con ustedes y recorrer otra zona de la ciudad, más colorida y más alegre.
En el metro, el domingo muestra su presencia más activa. Los
ciclistas cargan sus bicicletas para pasear por los parques. Sonssouci es una
buena opción, así como los jardines de Charlottenburg o el Tiergardner.
En el sector este, el barrio turco muestra toda la algarabía.
Se deciden por un restaurante que ofrece pescados y mariscos.
-Parece que pronto daré el gran salto –comenta Hans Joachim-
Voy a encontrarme luego con la curadora de la sala donde expondré mis obras.
Estoy contento, porque venderé mis cuadros, al fin.
-Brindemos, amigos. ¡Salud! Por los viajes, por el arte, por
el amor, por la profesión y por el trabajo voluntario.
Retoman el paseo ahora, hacia la orilla del río. Franck los
lleva a un bar caribeño, uno de los pocos que quedan aún en Berlín y resisten
la demolición de los viejos edificios para construir otros más modernos. Es la
zona donde han dejado casi un kilómetro del muro, que ha sido coloreado por
artistas de todo el mundo, festejando la caída del muro.
-Me quedo aquí. –dice Franck,
y se tira en una reposera a beber y fumar mirando el río. Música
jamaiquina, reggae, rojo, amarillo y verde, ¡Yeah! Rastas. Dan otro panorama a
la ciudad.
Los otros tres amigos se vuelven. Es hora de atender
cuestiones personales.
Los he seguido en silencio y he estado disfrutando esta
ciudad de tan variados tonos, que atrapa y deleita. Las imágenes se suceden. Potsdamen
platz, la isla de los museos, el parlamento (Reichstadt), los palacios
señoriales de la dinastía de los Frederick, la villa de verano en Caputh, donde
residía Einstein, la rica cerveza alemana y sus comidas, el oso de Berlín… lo
viejo, lo nuevo, la guerra, el resurgimiento, la reconstrucción de la ciudad y
de las almas de su gente, y sigo
sorprendiéndome.
Una mujer de hilachas indecentes camina con desgano y ve los
millares de gnomos juguetones que edifican torres frágiles, pero
resplandecientes. Quiere atraparlos para contagiarse ella también de esa
alegría, pero sus manos huesudas y artríticas no llegan y el castillo de sueños
se derrumba. Ya con más decisión, ahora se abre camino por entre una
inextricable maraña de ruidos chirriantes y telarañas, como el roce continuo de
una tiza sobre un espejo polvoriento. Los reflejos de los coches, las calles,
el bochorno citadino, todo parece cortarla en fragmentos regulares, como si
anduviera entre virutas gruesas de metal. El sol le gotea en la cara, a través
de las alas de su sombrero Panamá, harapiento y sucio. Ella necesita que el sol
le haga cosquillas, como si una mano le acariciara la espalda jibosa, o le
diera coscorrones en las ondas desgreñadas de su pelo grasiento. El ulular de
una sirena que se acerca, la detiene en el borde de la acera.
Sobre el asfalto rebotan las gotas crepitantes que
resplandecen. Una densa cortina de agua avanza hacia los transeúntes. Tapándose
con el suplemento dominical abierto sobre la cabeza cana, el hombre corre
atropellándose, esquivando piernas mojadas, pantalones salpicados, pies
descalzos. Él sólo ve los charcos que debe sortear. Siempre inclinando la
cerviz, hacia abajo, como copiando el gesto de su postura habitual, va rumiando
las palabras condescendientes, esperanzadoras pero falsas que, minutos antes,
le dijera su editor. Finalmente llega al edificio de ventanas estrechas. Cuando
abre, una bocanada de aire caliente lo impulsa hacia atrás y le chamusca el
periódico y las pestañas. Un humo negruzco, salpicado de chispas, acompaña el
fragor de las hojas que sobrevuelan por toda la biblioteca, desprendiéndose de
los libros, de los biblioratos, de las libretas. Como un acuario cenagoso, las
volutas de humo ascienden opalinas, pálidas y azules. Le parece oír a un agente
de la Inquisición o a un dios del fuego, que repite en cada ramalazo de calor:
“Despapelizar, despapelizar, despapelizar…” Afuera, la noche es un pozo de
sombras en tinta china.
La inmensidad del río está brillante como una daga al fulgor
de la luna. Siente el frío y la humedad del amanecer, hasta que al cruzar a la
otra vereda, adivina que el sol pronto vencerá a la niebla que aún persiste, y
se queda, pegajosa, en las paredes, en las manos, en las ropas. El alba color
limón, por el este, inunda las calles y destroza los bloques de sombras entre
los edificios. Puede ver ahora, que el óxido es un peligroso que carcome, en
silencio, y termina debilitando cada viga, cada columna, cada portal. Una joven
demacrada, con ojos de acero ribeteados de un rimmel confuso, una boca
desdeñosa y de carmín borroneado y una nariz afilada, desciende a trompicones
por la calle desierta, con los tacones en la mano. El sol, ya sin timidez,
anuncia su presencia rotunda. Ahora la mujer está tendida en la cama, envuelta
en una bata descolorida. Tiene la cara lívida. Sobre una silla cuelga,
fláccido, el vestido de seda color esmeralda, tachonado de lentejuelas. Sobre
la alfombra, el corpiño, la tanga y el antifaz.
Si intentamos dilucidar estas tramas, vemos que los
personajes son individuos que se han quedado al borde del camino. Semántica de
quimeras: el agua lava las heridas del alma y de la niebla, el sol vence, el
calor derrite y el fuego destruye. Perseguir sueños y construir castillos en el
aire. Ir a contramano en la ficción de la noche. No poder enderezar ni la
columna vertebral, ni el rumbo.
Hay señales que son quimeras.
Historias de conspiraciones, amores y amoríos, cabildeos
palaciegos, desavenencias de todo tipo en la búsqueda del poder político,
económico y social.
Hyde Park en Londres es uno de los más grandes parques
reales, construido por el Príncipe Alberto en homenaje a la Reina Victoria, por
mantenerse en el poder por sesenta y cuatro años. A su vez, la estatua del
príncipe está cuatro veces bañada en oro. Por amor, dice el guía. ¿Por amor? O
¿por amor al poder? Entonces me mira de soslayo y no responde.
Cuentan que un ladrón entró a la habitación de la reina,
quien con sus 91 años, necesitaba mezclarse con la plebe, lo convidó con un
vino, como para fogonear la charla (que duró largo tiempo) y espantar la
soledad y el frío del palacio.
El Puente de la Torre, el más singular de todos los puentes
sobre el Támesis, es color verde, imitando el color de las butacas de la Cámara
de los Lores. Representa también una historia de traición y adulterio. En la Torre
de Londres, conocido como Big Ben, Ana Bolena fue decapitada, luego de largo
tiempo en prisión. Ella era la amante de Enrique VIII, casado con Catalina de
Aragón, luego desplazó del trono a la española. La “mala perra” le decían. Con
sus intrigas logró la ruptura con la Iglesia Católica e instauró la Iglesia
Anglicana, quedando el rey como jefe, y como si fuera poco, generó la unión con
Gales. Historias de fantasía victoriana
dicen que “vuela el fantasma de la Bolena en la forma de cuervo”. Curiosamente,
hoy en la torre de Londres funciona la Aduana. ¿Amor al poder? Tengo la
respuesta.
-“Le Gravoche” fue el restaurant preferido de Lady Di. –Otra
vez pienso en amoríos, pasiones, y en la liberación femenina.
Hoy el Támesis luce sereno y azul. En lo alto se yergue la
Rueda de la Fortuna, comúnmente llamada “London Eye”. Hay una interminable fila
de turistas deseoso de observar la ciudad desde las alturas. Por el contrario, me atrae más ver la réplica
de uno de los barcos emblemáticos que vencieron a la armada francesa y
española. La columna de Nelson, el capitán, recuerda esa victoria en Plaza
Trafalgar.
Desde el Parlamento Westminster, en la orilla norte del río,
vemos el centro político del país y el Big Ben. Un grupo escultórico de siete
cuervos cautivos custodia la corona. “Si la Torre de Londres pierde sus cuervos
o vuelan lejos, la Corona caerá y Gran Bretaña con ellos”- dicen.
Cruzando hacia el lado sur, el puente Westminster tiene 55
pilares para prevenir futuros ataques. Queda sólo para circulación de
peatones. En 2017 fue el atentado por
terroristas islámicos.
Hay que hacer una pausa. La comida en un pub frente al río
consiste en cordero con brócoli guisado, patatas y endivias. Ya recuperadas las
energías, es hora de ver Londres actual.
Ojear el Backingham Palace, a la hora del cambio de guardia es una
verdadera atracción.
En el corazón del lado este, la vida de la ciudad fluye con
todo su esplendor cuando cae el sol. Por debajo, el metro de Londres. El Teatro
de Alberto, construido en 1871 por el príncipe, es una sala de conciertos de
prestigio internacional. Imagino la 9º de Beethoven y el Cirque du Soleil más
el Ballet Nacional. Se mezclan las voces de Pavarotti con Rod Stewart, Plácido
Domingo con Ella Fitzgerald y los conciertos de la BBC de Londres.
En Picadilly Circus
comienza la gran vía, comparada con la 5º Av. de N. York. Brilla el aluminio de
la estatua de Eros y el Palacio de Cristal. London Pavilion es la zona de los
teatros, cines y espectáculos, Trocadero, Majestic, y por Harrods Place no veo
a Tom Jones, ni a Pink Floyd. Allí surgió el movimiento Punk. Todavía pueden
verse algunos representantes.
Me alejo de la zona de pubs del centro y prefiero ver una
típica taberna del Barrio de Chelsea, frente al club. No desechamos la cerveza
en la barra, para acompañar la charla
con los lugareños que nos cuentan historias. Mareada ya, las imágenes no se
detienen: el beso de Lady Di con el príncipe Carlos en un balcón de Harrods.
Las escaleras mecánicas. Abby Road y los cinco de Liverpool. El brillo de oro
del Angel de la Justicia. El Soho y los homosexuales. La Catedral de St. Paul y
la misa con la estatua de la Reina Ana. El pub de Amy Whitehouse. Las
boleterías donde se vendían los tickets para el Titanic. Las caballerizas
reales. Las torres de vidrio donde viven Tom Cruise y Naomí Campbell… una
pluralidad increíble.
Me duermo con la satisfacción de haber vivido tan ricas
experiencias.
Con lompas rayados y crencha
engrasada,
fungi requintado y pocos morlacos.
Vino tinto y milonga. Yeca camuflada
al cabaré voy. Resuenan los tacos.
Un cafiolo va por el callejón.
Al lao’el farol está la percanta.
La juno yo. Le dicen Amaranta.
Morfarla quiero. Es gran metejón.
Cachuzo soy. Pebeta engatusada
y no me apoliyo en un tango
compadrón.
Con chamuyo ya la tengo amarrada.
Me amuró pa’ dejarme un jacinto.
Luego, un feca en la milonga.
El soneto canyengue ya está extinto.
Aunque
estaba tan sorprendida y zangoloteada por el calor y los insectos, pude
reconocer el cruce de corrientes donde saltan los delfines rosados. La
embarcación se detuvo y con ella, el ruido de los motores. Un pajarraco
renegado vino en picada y me besuqueó la cabeza rubia, hasta hacerme salir la
rabia y transformar mi histeria en romanticismo.
Recordé
la noche en que conocí a los muchachos y tan de repente, al ingeniero peruano
que me enamoró de inmediato. Él le fue infiel a su esposa y me hizo sentir que
miles de mariposas aleteaban en mi estómago.
-Nunca
vi unos ojos tan claros, como cristales de esmeralda. – y yo vi sus ojos café,
miré su cuerpo fuerte y me dejé abrasar en sus brazos protectores. El ritmo de
la bachata hizo que mis pies hormiguearan y mi cabecita era un mero pote de
miel.
Desde
la costa, un guacamayo nos observaba en lo alto de una tanganara de flores
rosadas. Embicamos en el muelle de la maloca de la comunidad Ticuna. Cada vez
mejor y más despejada, aparecieron imágenes de nuestro recorrido la noche
anterior, río arriba, cuando comenzaba a oscurecer en el Canal de Gamboa. Vimos
los ojos amarillos de los caimanes, un osito dormilón colgando de una rama, una
serpiente de tonos rojos confundida entre las lianas, una tarántula distraída y
las silenciosas y negras canoas con bultos de contrabando.
-Le
cuento, Leticia. Me cansé de abogar por la integración de los países
limítrofes. Todavía siguen los cabildeos. ¡Una vaina! –Kapax, el Tarzán
colombiano, sigue contándome su hazaña cuando capturó a una anaconda para
después domesticarla. –No son violentas, si se las deja vivir.
En
la Isla de los Micos, el guía Nabil me explicó que su nombre era el nombre de
fantasía que usaba su padre hace 70 años, cuando trabajaba para los narcos de
Cali.
Vamos
regresando, ya es la hora del ocaso. Veo la estatua de la india cargando
plátanos y también al pescador con su lanza. Nos apuramos para ver el
espectáculo de los pájaros que llegan a un punto de la plaza.
-Nos
encontramos con un gran problema ambiental –dice el funcionario en ese
escenario ácido y fétido que cubre, como una alfombra, los bancos de la plaza.
No
conocía esas historias. Un ruido de motoristas se oye por la calle principal.
¡Colombia! ¡Colombia! –se interrumpe la misa vespertina.
-¡Qué
goleada, cabrones! ¡No festejen todavía,
que falta jugar contra Brasil, conchudos!
-¡Circulen,
señores! Serán arrestados por disturbios en la vía pública. –Demoran a mis
amigos y me quedo sola en la esquina.
-¿Me
regala su documento, señorita? –y yo niego.
-¿Me
regala su firma? –y yo niego.
Es
que no puedo decirles que soy indocumentada, que soy Leticia Smith, la amante
del ingeniero peruano Manuel Chacón, que fundó la población en mi honor en
18677.
-¿Y
si me regala una sonrisa?
-Así
está mejor. –me dicen y se van a controlar los desmanes en los bares de la
ribera.
Me “huele” que va a nevar. El cielo gris de algodonosa
presencia y la quietud de los árboles, lo anuncian. Es en esos instantes,
mientras mordisqueo una flaca y sosa galleta de arroz, cuando quiero robarle al
septiembre de mi pampa, todos los colores y todos los perfumes, y sustraerle al
amor sus encantos.
Me acurruco frente al hogar y los leños me devuelven el aroma
húmedo del bosque y la magia del fuego me atrapa.
Hay violetas azules de intenso perfume junto a los rosales de
rojo aterciopelado, como sangre, en el jardín de mi madre. Huelo la sangre de
mis rodillas magulladas y el té de malva que ella empapa en algodón, me cura. Y
chupo mi sangre, que es dulce remedio y me mareo en ese olor hipnótico y
azufroso que el monaguillo esparce por Semana Santa. Como me aburro y tengo
hambre, olisqueo la vieja olla de fierro en casa de la abuela. Es el pucherito
de gallina dominguero. Las gallinas picotean en la huerta. El olor penetrante
de albahaca y romero me subyuga ahora, como lo hacen los dulces azahares del
ácido naranjo. Veo la ropa tendida que tiene olor a sol.
Me subo al paraíso y me fabrico un collar con
hilo que enhebro en los pistilos azules de delicado perfume, para enamorar a
los chicos que juegan a la pelota en el potrero de enfrente.
Más tarde, en el picnic de la primavera, los aromos amarillos
nos seducen y es allí en el bosquecito escondido cuando me estreno con el
primer beso. Suspiros de melisa y atardecer acompañan ese abrazo cálido y
adolescente, cuando vamos hacia el monte de eucaliptus, que refresca. Dejamos
tallado un corazón con iniciales en la corteza del más grande árbol.
Aroma de café. Café con aroma de mujer. Siento en mis narinas
ese perfume añejo del bar de estudiantes, donde ese chico me escribió un poema
en la servilleta. Aún la guardo en la cajita de los recuerdos. Cuando la abro,
unos vahos añejos y amarillentos me hacen fruncir la nariz y me recompongo con
la cintita azul de terciopelo y naftalina.
Un golpe seco en la puerta me sobresalta. Es el viejo que
trae olor a cigarro áspero y ginebra. Sin embargo, nunca olvida dejar sobre la
mesa de la cocina un manojo de margaritas y amapolas que cortó en el camino a
casa, como una disculpa.
Desde el baño vienen agrios vahos de meos y vómitos. Hoy no
cocinaré, lo sé. Es la misma rutina de los días de cobro, cuando los hombres se
reúnen en el boliche del pueblo.
Termino por acomodar los leños que ni se quejan con el fuego
tenue de brasas amodorradas. Dormito y recuerdo. Ya comenzó a nevar.
Se me ha encomendado escribir una ponencia acerca de la
catarsis en contextos de pandemia. Es poco lo que puedo agregar, ya que los
anteriores expositores han hecho un recorrido histórico y otros, indagaron en
la literatura universal sobre el tema. Muy interesantes por cierto, de los que
aprendemos. El contexto ya está dicho.
En este caso, por lo tanto, no haré una tesis, sino,
simplemente abonaré una hipótesis en torno al tema: la capacidad que todos
tenemos (a veces, desconocida) sobre la posibilidad de sanar a través de las
diferentes manifestaciones artísticas.
Los escritores contamos con la palabra para curarnos de tan
diversas sensaciones que hemos ido experimentando ante este flagelo que nos
sorprendió inesperada e ingratamente.
Hemos pasado por sentimientos variados desde el inicio hasta
este presente. La adaptación obligada a nuevas formas de vivir, donde no hay
lugar al consumismo exacerbado, para rodearnos de cosas materiales, a veces
innecesarias. La introspección nos llevó a valorar a aquellas personas que
teníamos cerca y no fuimos capaces de decirles un “te quiero”, y ahora
extrañamos. Reconocer al hogar como un refugio seguro, así como la
culpabilización por el daño que los humanos le hemos infrigido al planeta, sin
justipreciar la belleza de nuestro entorno.
En el transcurrir, tuvimos esperanzas que después viraron a
ilusiones vanas, porque descubrimos la manipulación, las dudas, las incertezas,
la falta de libertad, para no poder planificar, siquiera, a corto plazo.
Sobrevino entonces la bronca, las disputas de poder, y el incontrastable miedo
a lo desconocido y la angustia.
El hartazgo posterior abrió paso a la rebeldía o a la
depresión en muchísimos casos.
Pero, reitero, los escritores tenemos un arma de combate
contra todos esos males: la palabra, la que nos hará sobrevivir y superar
obstáculos. “Reinventarnos” o “Resiliencia” son dos términos que de tanto uso
están perdiendo significado. Para devolverles valor, escribir y compartir entre
escritores y lectores será la mejor manera, porque no hay escritor sin lector,
ni viceversa.
Es un cascabelito que nos despierta del letargo con sus sonidos mágicos. Pura energía para liderar y vivir con intensidad. Pura alegría de carrillón, de carcajadas al viento. Pura certeza para espantar los miedos y los fantasmas.
Brinda seguridad desde sus patas flacas y de las convicciones que aprendió de sus vivencias escasas, pero que absorbió como una esponja, de todo aquello que sus padres le ofrecen. Está presente siempre en cada voz, a cada paso, en cada canción, en sus manitas hacendosas que crean un mundo de fantasías y un mar de ilusiones.
Aunque pequeña, es sabia en el jardín de la vida; es flor, como su nombre, que en cada primavera nos sorprende con su belleza, con ese estar ahí, con la placidez de cada encuentro.
Con un andar presuroso y decidido, transmite fuerza, y sabe que da trabajo todo lo que emprenda, pero no se escabulle. Ya su padre creó una canción por ello, y su amor por la naturaleza. Siempre está mariposeando en mi ventana.
Lleva las riendas de su caballo como nadie, con mirada atenta. Es capaz de hacerse respetar, a veces con caprichos, a veces con certezas. Aún con la fragilidad de niña, es precoz y tiene la inteligencia de los elegidos. En su cabecita bullen pensamientos azules, como si volara con su unicornio por encima de la copa de los árboles o entre las nubes.
Es un solcito que entibia con su luz y su aroma perdura siempre.
Veo en su mirada serena de lago quieto, toda la energía puesta en sus sueños emboscados del horizonte lejano.
Mi principito sabe “que lo esencial es invisible a los ojos”, y ya está planeando su futuro.
-¿Qué vas a hacer cuando seas grande?
-Voy a manejar un Titanic. –los pelos rubios al viento lo acreditan, y quedan salados cuando recoge caracolas y bichitos de mar, con los que conversa en silencio, como en un mar de ausencias.
Zamba tiene la frescura del bosque y de los líquenes, y la ternura en los abrazos. Me mira, unas veces, con la carcajada de picardía; otras, con furia de labios obstinados, cuando se enoja, o con la firmeza cuando construye sus inventos de fantasía. Martillo, clavos y madera. –Mi hermano sabe hacer de todo, dice Alelí. De buena madera es, la que heredó tan sabiamente, de la música y el compartir, que aprendió y necesita. Pero en todos los casos, es la inocencia de ese niño flaco pero fuerte, moldeado a puro remo, en brazadas consistentes, en el deslizar por la montaña, en las correrías en bicicleta, en la caricia de melancolía de hongos y el olor a humedad de la hojarasca.
Es una luz tibia en el follaje otoñal. Una claridad mansa sobre la nieve. Una caricia de sol en los brotes de primavera. Un fuego candente en las tardes de verano. Así va formándose, con los cachitos de ternura de cada lectura, en cada aprendizaje y su estupor. Y ahí va entre las piedras ancestrales y los paisajes y planetas que habrá que descubrir.
-¡No puedo alcanzarte! –Una dendrita que lleva los brazos caídos grita.
-Elonga, estira, ya verás. –Responde la más optimista.
No llegan a tocarse, sin embargo, en la arborescencia de mi cerebro atormentado.
¿Cordura? ¿Eso me piden?
¿Locura? Y sí, es necesaria para crear ideas que nos sobrepongan de esta enajenación de enredos alienados, como rastas envejecidas en el tejado de las incongruencias.
Una de un lado; la otra, en el extremo opuesto de la hendidura; el endurecido cerebro, como una roca, en dialéctica conclusión de las neuronas, hará crecer ese cristal metálico, la mineral estructura de algas, de líquenes, o de moho,que pugnan por salir. Son los que finalmente nos rescatarán.
Yacen inertes, como las semillas en el surco que espera las 12 lunas.
Se me escapan, como las escamas resbalosas del pez en el río.
Asusto a la gaviota, ¡Oh! Y aplaudo. Llena de estupor te sueltan y caen a mis pies.
Y se fugan otra vez, las malditas. Las persigo como el Correcaminos.
¡Las atraparé, chicas! Y me quedo solo con las hilachas de su gabán.
Son eufemismos, oblicuas ambigüedades de los que hablan mucho para no decir nada.
Son silogismos como que todo lo verde es árbol. Tengo un bosque, entonces.
Son paradojas de lógica incongruencia, como caprichos de la fantasía.
En la dialéctica de las elucubraciones, les digo:
¿Me tachas de ignara? Te tacho.
Su viejo Citroën nunca lo deja a pie una vez que lo pone en
marcha, aunque, como ahora, debe empujarlo. Su experiencia, como abogado
defensor del Ministerio Público, le dice que existen dos mundos. Uno, que vive
en la permanente culpabilización a terceros y en la propia victimización; el
otro, es el mundo del que está despierto y no se rinde.
Mientras conduce, imagina al Rulo como un pájaro que le
ataron las alas y lo están empujando al borde del trampolín. La luz verde le
permite el paso ahora; los bocinazos le interrumpen las reflexiones.
Marito, el Rulo, que había vivido en “Villa Asma”, al lado
del basurero clandestino, se había iniciado como ratero, perjudicando a los
pares. Luego fue animándose más, robando a los adinerados. Como otros
adolescentes se agrupaba siempre esquivando el peligro; tuvo varias entradas a las comisarías y salía
por ser menor, hasta llegar a un lugar seguro y recibir un café con leche
gratis.
Más tarde fue amigo de los policías que recorrían la zona con
el móvil policial. Se comenta que ellos lo contactaron con “Los guaraníes”, una
banda que, en la jungla de la ciudad, opera con la venta de marihuana y otras
yerbas, pasta base y paco. Así comenzaron sus desgracias, como profeta de la
calle. Cumplidos los 22 años fue el momento de entrar en el Penal.
Ya está cerca. Recuerda que le pidió que le hablara con
franqueza para poder defenderlo. Un “perejil”, como se dice, porque a los
“peces gordos”, no se los puede agarrar.
-Andaba vendiendo merca
a la vuelta de “Ladies” en Nueva Jamaica. Hay una gomería al lado del firulo, en un pasillo angosto pegado a
la medianera. Siempre mi lugar era quedarme entre las gomas apiladas, y el olor
a meo y las vomitadas. –el Dr. Pardo pudo hacerse una composición de lugar y
planear su estrategia de defensa.
-Yo sabía que podía ser una trampa, porque no podés salir, si
te baten. Mis clientes son unos
viejos putañeros, los cornudos que van ahí para vengarse, los enfermos, los
desesperados… ya sabe Dr.
-¿Y la otra noche?
-Alguno batió … no
sé, algún resentido que no se le paró y quedó caliente, ¿o qué? –una sonrisa
amarga le distiende la cara.
-Tenés que acordarte.
-Sí, me acuerdo de uno que no conocía. Un inexperto, hasta
tuve que ayudarlo con la jeringa.
-¡Ahí voy, pibe!
Por los pasillos camina siguiendo al guardia hasta la celda
del Rulo y escucha: “¡Tordo, sacame
de este pozo! ¡Puto, maricón de mierda!
En el calabozo de 2 x 2 está solamente el Rulo. Tiene la
cabeza rapada y algunos raspones en la cara, en una oreja se ve sangre seca.
–él sabe que cuando los canas torturan, evitan dejar marcas visibles. El chico
quiere incorporarse del camastro, pero gime de dolor, y pide ayuda extendiendo
una mano.
-Me dieron pa´que
tenga. –Y se levanta la camiseta para mostrar las marcas de los azotes.
-Con esto más lo que me contaste, es suficiente. Haré la
denuncia por malos tratos y pediré tu excarcelación, en 1º instancia,
considerando presunción de inocencia. – para el abogado es prioridad la defensa
de los excluidos, los marginados del sistema social, y antes, abandonados por
su propia familia. -¡Ah!, una última recomendación: en la indagatoria no
cuentes quiénes son tus jefes. Sí o No. Podés negarte a declarar, si querés.
Hay un fuerte atenuante. Te torturaron.
-Eso sí –continúa- te darán la libertad, mientras dure el
proceso, que recién empieza. Paciencia.
Se retira siguiendo al guardia por los larguísimos pasillos.
“Ave negra, reculiao!, le gritan.
-La línea del tiempo, como una recta histórica no alcanza
para comprender al reo; hay un tiempo circular, que es cíclico, ése que siempre
vuelve atrás realimentándose, para nutrir el presente. –Piensa, ignorando los
insultos.
Con la osadía de los atrevidos,
con el gesto de los desvergonzados,
con la calma zalamera de los lagos,
con la elegancia de una ilusión,
con la indolencia de los relojes,
con el hartazgo de las rutinas,
con la paciencia de las arañas,
declaro la intolerancia de la impunidad
que me enoja
confieso que soy culpable por complicidad
porque naturalicé sin pelear
acaricio el terciopelo de tu piel
que me enamora
espero la sorpresa de las cajas chinas
que atraen mi estupor
aspiro a detener los ciclos
que me ahogan
tejo tramas singulares
que me renacen para vos.
Todo, respectivamente.
¿Me tachas de ignara?
Yacen inertes, como las semillas en el surco que espera las 12 lunas.
Se me escapan, como las escamas resbalosas del pez en el río.
Asusto a la gaviota, ¡Oh! Y aplaudo. Llena de estupor te sueltan y caen a mis pies.
Y se fugan otra vez, las malditas. Las persigo como el Correcaminos.
¡Las atraparé, chicas! Y me quedo solo con las hilachas de su gabán.
Son eufemismos, oblicuas ambigüedades de los que hablan mucho para no decir nada.
Son silogismos como que todo lo verde es árbol. Tengo un bosque, entonces.
Son paradojas de lógica incongruencia, como caprichos de la fantasía.
En la dialéctica de las elucubraciones, les digo:
¿Me tachas de ignara? Te tacho.
“Me queda la palabra” Blas de Otero
Le tengo envidia a la aspiradora, porque aspira todo, hasta
las palabras que andan merodeando por la casa, y en mi cabeza. También yo tengo
aspiraciones, pero no logro aspirarlas, así que cuando la máquina se pone en
marcha las absorbe. Se llena el cubículo de la basura y lo vacío afuera, sobre la nieve virgen. ¡Oh!, la ensucio y es ahí cuando las veo que
salen al aire libre, desharrapadas con su traje de pelusas, despeinadas con
mechones enredados, deshilachadas con sus atuendos color ratón.
Luego se refocilan hasta quedar limpitas; saltan, se ríen, se
toman de la mano, hacen una ronda y cantan “Que llueva, que llueva, la vieja
está en la cueva”. Salgo, porque no llueve aún, las corro, las atrapo a todas y
las llevo adentro, conmigo, las acaricio, las seco y las pongo a levar junto al
hogar. Ellas me lo agradecen.
Así, mis amigas, las palabras lavadas y alegres, se dejan
amasar en mi mente y vienen a llenar la hoja blanca, impoluta, desde hace algún
tiempo. Entonces salen mis emociones escondidas.
Recapacitan, sienten, sonríen e irradian luz, cantan como la
calandria, se retuercen sobre el lomo de mi gata y retoman el canto de una
canción de cuna. Unas reinician un debate ideológico; otras son irónicas y con
humor; se desperezan la modorra de la hibernación; zapatean para quitarse la
rabia que se aferra indefinidamente; elongan para recuperar energía y las estiro en
sinónimos; otras, se esconden tras la cortina de la ficción.
Al final me enojo porque surgen versos nerudianos, como si
fuera plagio. Decido juntarlas a todas y las guardo en el cajón de los
juguetes, al lado de los soldaditos de plomo, alineados para la guerra. Paco
Ibáñez me guiña una canción.
Tal vez, la próxima salga una prosa combativa. Dejo también
mi pluma, recalculando.
A veces me salen textos en tono nostálgicos de un
pasado que fue.
Otras, son burlones, casi sarcásticos.
O diatribas lacrimógenas y plañideras.
O especulaciones de insomnio (y yo “sin blanca”)
O espasmódicos llamados a la solidaridad.
Dicen que la gente sufre trastornos psicológicos. Al
momento, sólo converso con los electrodomésticos. ¡Están todos hipocondríacos!
La batidora, por ejemplo, está histérica porque no hay
huevos. Más bien creo que es la ansiedad y la angustia que le oprimen la
garganta.
La tostadora, frenética, escupe sin cesar los panes
renegridos. Sufre ataques de pánico.
La sartén engrasada añora a su churrasco jugoso y
seductor. ¡Bife a caballo, mmmmm!
¿La plancha? Aburrida, sigue inmutable. -¡Qué te pasa,
piba! Y sólo me mira con aires de superioridad.
El freezer está con su habitual frigidez custodiando
los tappers herméticos de abulia.
La secadora llora intermitentes lágrimas sucias de
medias y calzones.
¡Basta ya con esta dialéctica deshilachada!
Termino con discurso escatológico, porque mi perro
está con incontinencias y sufre de agorafobia.
Hay un diálogo permanente entre la aspiradora y el poeta. La
primera es una engreída, porque saca todas las pelusas y las telarañas. El
poeta las recoge en neologismos y palabras nuevas, de esas que no se
desgastaron por el uso.
Él no se manda la parte, pero juega con el arte. Hace
interdisciplina con una naturaleza muerta.
Medio limón se agría más y se reseca en la frutera. La
deliciosa manzana rozagante y roja ha salido de copas. La banana, ya fue. Y yo
pensaba hacerme un arroz a la cubana.
Una papa solitaria sigue sucia y lagañosa con brotes
incipientes. La única batata ha hecho una torsión en su clase de streching por
zoom. Resultado: perdió su dulzura y quedó en éxtasis sin poder moverse. La que
sí puede es la raíz de jengibre que baila locamente sobre la mesa. Casi se hace
polvo. Una zanahoria arrugada ha perdido su lozanía definitivamente.
Las recetas de Doña Petrona han perdido popularidad y yo, que
siempre estoy a la moda, voy creando recetas por demás austeras. Es todo. Veré
qué puedo hacer. No hay opción; deberé arreglarme con lo que hay estimulando la
creatividad.