sábado, 5 de marzo de 2011

Abril y sus rojas llamaradas

Un té de lavanda humeante la apacigua. Ahora Silvia observa desde la ventana de la cocina, el cero Otto, tenuemente iluminado.
Ya es completamente de noche; algunas nubes cubren la confitería giratoria, cuando las nubes más adelgazadas, dejan entrever titilantes resplandores y suaves destellos.
Ahora llueve con mansedumbre de caricias, mientras ella va adormeciéndose.
Por instantes, la lluvia arrecia y las gotas repiquetean sobre el techo de cinc. La cocina de hierro, una Istilart Nº II, que ya no es a leña, porque la han transformado a gas, desprende un calor confortable.
Silvia entreabre sus ojos y piensa que mañana seguirá lloviendo. Los gruesos goterones de nostalgias escondidas, harán globitos en los charcos del camino de entrada.
-Tendré que emparejar ese sendero con el ripio acumulado al costado del cerco -se inventa esa tarea.

En las mañanitas frías de invierno, rumbo a la escuela, en su pueblo, era lindo pisar los charquitos congelados crac, crac, con las botitas negras simil charol, y hacer equilibrio con el parguas rojo en una mano y la cartera de cuero marrón, con el cuaderno forrado con papel araña azul, el libro de lectura de 2º grado y la cartuchera roja, a lunares.
A medida que se levantaba la helada, unas bocanadas de vapor emergían como géiseres, de las bocas de los chicos, y de los charcos, que empezaban a entibiarse.
Algunas veces, las nenas, llegaban a la escuela Nº 323, justito a tiempo, al sonar de la campana, con los guardapolvos salpicados de barro y de invierno.
-¡Ay, chicas! ¿cómo vienen así a la escuela? Tienen que ser más femeninas y cuidarse -decía la señorita Amelia.
Y los varones, del otro lado del salón, se tapaban la boca, para que no descubrieran que los culpables de esas fechorías, eran ellos. Los pedacitos de hielo y las pelotitas de pasto escarchado, ya habían encontrado destino.
Estaban a la moda las capas engomadas con capuchas y bolsillos plaqué. Las chicas las usaban de diferentes colores. Unas verdes, otras azules, otras rojas, siempre en tonos vibrantes. La de Silvia, era roja y hacía juego con el paraguas. Su mamá, que era modista, la vestía muy coqueta, siempre.
Otras veces, al volver de la escuela, Raúl, el venenito, y sus compinches perseguían a las chicas los días de lluvia y les metían por el cuello, y a traición, las ranitas resbalosas que cazaban en las zanjas llenas de juncos, y que ellos atesoraban en sus bolsillos, esperando el momento oportuno.
¡Qué impresión y qué susto el sentir deslizarse por la espalda esos bichos fríos, todo tan inesperado! Mariana, Alicia y Silvia siempre volvían juntas y luego estallaban en carcajadas divertidas, porque, en el fondo, les gustaba que los chicos las persiguieran.

Ahora calmó la lluvia y ráfagas fuertes sacuden los abedules y los álamos, que se inclinan apuntando sus copas hacia el sur. Es el viento del oeste que ya ruge con furia.
Silvia se despereza. Ha dormitado unos instantes.
-Mañana será lindo ver el verde intenso lavado por la lluvia y tapizado de amarillo por las hojas de los tilos y los arces, para que, juguetonas, se dispersen. Y ver en los faldeos de las montañas, los rojos y los ocres de los ñires y los sorbus -se dice.

Abril tiñe todo el entorno. Naranjas, rojos, púpuras y marrones en todas sus gamas.

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