jueves, 1 de noviembre de 2018

Será una buena noche

Se sentó al borde de la cama y se sintió exhausto. Tiró las monedas y los billetes arrugados que había guardado en los bolsillos; eran las propinas que recibió en el estacionamiento del hipermercado. Lo preocupaba no haber conseguido otro trabajo para sobrevivir en ese país extraño, que brillaba más de lo que parecía. Sin embargo, había sido una tabla de salvación en el mar turbulento de su propio país.
La cuenta no daba para pagar en tres días la habitación alquilada. Estaba en esas elucubraciones y revisaba lo obtenido escondido en el ropero, debajo de las camisetas y las remeras apiladas en desorden colosal. Las blancas ostentaba manchas que no salían; las más nuevas se mezclaban en desconcierto con las transpiradas; apareció también un calzoncillo sucio que había dejado para lavar en el lavatorio del baño comunitario, y una tarjeta de invitación para ir a una taberna que se inauguraba por la zona. "Ojos brujos", invitación especial. Inaugura el 7/5/79 en la calle Canarias... Palos de Moguer.
-Podría ir- se dijo, aunque al instante, sólo de pensar que se hacía la hora del baño y que la fila de rutina (pensionistas olorosos con el torso desnudo esperaban con jabones y toallas) se alargaba, decidió descansar un rato. 

La imagen de Adriana apareció de repente, piernas largas de jean ajustado, que presumida, con su torso armonico, caminaba por el Parque Urquiza de Rosario, cuando la conoció y la abordó.
-¿Y vos te creés que te voy a dar bola, grasa? -le espetó y lo insultó, mirándolo por sobre un hombro descubierto.
Él no se había amedrentado e insistió al día siguiente, cuando cruzaba el parque con dos estudiantes que cargaban sus mochilas y toda su insolencia. Esta vez sí se presentó limpio y bañado; lucía sus mejores prendas: vaquero desteñido, pero nuevo y una musculosa negra que destacaba sus músculos forjados en el trabajo bruto del taller, entre fierros, yunque y mazazos.

La oscuridad en la taberna se encendía y se apagaba. Luces violetas se intercalaban con un verde profundo y un rojo tinto, al ritmo de sones estridentes. Los brillos de las lentejuelas y las baratijas de las mujeres mareaban tanto, como iban confundiéndolo las copas que tomaba acordado en la barra.
La música atronadora cesó de pronto, y en el escenario, el presentador anunció. "La bailaora de flamenco". Ella atropelló con toda la cadencia de sus faldas almidonadas y los volados a lunares. Bulerías y rumbas, para despertar a los espectadores y sacarlos de esa especie de somnolencia de humo y alcohol, que iba difuminándose en el esplendor del tablao.
Sola, solita ella, era la Sofía de la Plaza del Angel. Un ángel que seducía con sus taconeos y el salero de su cuerpo de serpiente, sinuosa y sensual.
-Presencia de carácter, dulzura, picardía y seducción -diría el periodista de espectáculos en su sección de domingo. Estremeció al público, y lo conquistó para siempre.
-¡Ole! -vociferaban los parroquianos y empinaban sus copas. -Salú.
Los ojos brujos de la danzarina lo enfocaron largamente. Marejada del tumulto, exaltación y sudor; escándalo de gritería. Alboroto que perturba y lo disgusta. Nada de eso pudo distraerlo de esa mirada.
Antes de la despedida y de un bis que pedían los aplausos, se oyó:
-Para el argentino compadrón, ése, que está allá, va éste, mi danzar. Y pa'que me recuerde su nombre. Creo que es Carlos.
Levantó la última copa que ni siquiera degustaba ya, le guiñó un ojo y cuando las miradas se cruzaron sólo esto bastó para sellar un pacto. Carlos sabía que la bailaora lo estaría esperando por la puerta lateral de la taberna.