Desde la playa se huele el viento que viene de tierra adentro, y desbarata
las sombrillas de los bañistas, toallas y reposeras. La pelota grande de
colores escapa de las manos del niño.
-Yo la busco. No te preocupes.
Una fuerza irresistible lo empuja mar adentro. Es una compañía el bisbiseo
en cada estocada sobre las olas. En cada brazada la alcanzo, piensa, pero el
viento silba y juega a las escondidas con el globo flotante. Avanza un metro y
en un metro más se aleja, pero no la pierde de vista. Él se detuvo un poco y vió, allá lejos,
minúsculas siluetas que le pedían regresar, pero resiste.
En alta mar el viento se calmó y así logró abrazarse a la esfera colorida,
para descansar los brazos extenuados; como una caricia la brisa, que no ha
cambiado el rumbo, lo adormeció.
El Atlántico en su inmensidad es insondable y en esa soledad soñó con
África, el desierto, el oasis, la selva. Dunas, reflejos, camellos en caravana.
Aullidos agudos de los animales transcurriendo en la espesura, chillidos de
pájaros, bramidos y rugidos continuos. El ronroneo del viento entre el follaje
y el agua cantarina de una cascada.
-Algún día iremos, hijo, y veremos los camellos y la fauna salvaje en su
hábitat.
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Unos pequeños picotazos en la cabeza reclinada, lo despertaron. Entreabrió
los ojos castigados por la sal y las olas. El graznido de las aves y el verde
de una costa cercana lo convencieron. No era un espejismo. Sin calzones,
aterido y con heridas en las piernas agotadas y mordidas por algún pez
cariñoso, vio pequeños contornos que lo llamaban. A su lado, un grupo de
delfines saltaban dándole la bienvenida. Quiso sonreír, pero sus labios rajados
de dolor, no se lo permitieron. Dolía su piel casi descarnada en su rojez por
el sol meridional y de noches de fría desolación.
Los pingüinos de pecho amarillo se asoleaban en las rocas. Miles de aves
entorpecían el silencio, aunque entre el rugido del viento, logró oír el mugido
de una vaca. ¡Tenía tanta hambre, tanta sed! Entre las pestañas saladas, pudo
ver a dos barcas precarias que se acercaban al rescate.
Un cartel en lo alto del acantilado anunciaba: Isla Tristán da Cunha.
Ya recuperado, el aventurero envió un mensaje en la botella: “Hijo, pronto
te buscaré en un transatlántico. Papá”.