domingo, 18 de julio de 2021

Son veces. Son cuandos.

 

 

 

Cuando la soledad era sombras y misterio…

Cuando nada esperaba en una nada blanca de silencio…

Cuando descubrí mi paisaje interior con ojos nuevos…

Cuando la armonía del alma fue transparencia…

Cuando la libertad contagió al mundo con su lumbre…

Cuando la siembra fue fructífera…

Cuando oí la música del universo todo…

Cuando un planeta colorido me sorprendió…

Se hizo la luz y supe

que las personas hermosas

se distinguen por su alma luminosa

y el todo me encontró

en el líquido amniótico de la vida por vivir.

La pelota

 

 

Desde la playa se huele el viento que viene de tierra adentro, y desbarata las sombrillas de los bañistas, toallas y reposeras. La pelota grande de colores escapa de las manos del niño.

-Yo la busco. No te preocupes.

Una fuerza irresistible lo empuja mar adentro. Es una compañía el bisbiseo en cada estocada sobre las olas. En cada brazada la alcanzo, piensa, pero el viento silba y juega a las escondidas con el globo flotante. Avanza un metro y en un metro más se aleja, pero no la pierde de vista.  Él se detuvo un poco y vió, allá lejos, minúsculas siluetas que le pedían regresar, pero resiste.

En alta mar el viento se calmó y así logró abrazarse a la esfera colorida, para descansar los brazos extenuados; como una caricia la brisa, que no ha cambiado el rumbo, lo adormeció.

El Atlántico en su inmensidad es insondable y en esa soledad soñó con África, el desierto, el oasis, la selva. Dunas, reflejos, camellos en caravana. Aullidos agudos de los animales transcurriendo en la espesura, chillidos de pájaros, bramidos y rugidos continuos. El ronroneo del viento entre el follaje y el agua cantarina de una cascada.

-Algún día iremos, hijo, y veremos los camellos y la fauna salvaje en su hábitat.

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Unos pequeños picotazos en la cabeza reclinada, lo despertaron. Entreabrió los ojos castigados por la sal y las olas. El graznido de las aves y el verde de una costa cercana lo convencieron. No era un espejismo. Sin calzones, aterido y con heridas en las piernas agotadas y mordidas por algún pez cariñoso, vio pequeños contornos que lo llamaban. A su lado, un grupo de delfines saltaban dándole la bienvenida. Quiso sonreír, pero sus labios rajados de dolor, no se lo permitieron. Dolía su piel casi descarnada en su rojez por el sol meridional y de noches de fría desolación.

Los pingüinos de pecho amarillo se asoleaban en las rocas. Miles de aves entorpecían el silencio, aunque entre el rugido del viento, logró oír el mugido de una vaca. ¡Tenía tanta hambre, tanta sed! Entre las pestañas saladas, pudo ver a dos barcas precarias que se acercaban al rescate.

Un cartel en lo alto del acantilado anunciaba: Isla Tristán da Cunha.

Ya recuperado, el aventurero envió un mensaje en la botella: “Hijo, pronto te buscaré en un transatlántico.  Papá”.