Una mujer de hilachas indecentes camina con desgano y ve los
millares de gnomos juguetones que edifican torres frágiles, pero
resplandecientes. Quiere atraparlos para contagiarse ella también de esa
alegría, pero sus manos huesudas y artríticas no llegan y el castillo de sueños
se derrumba. Ya con más decisión, ahora se abre camino por entre una
inextricable maraña de ruidos chirriantes y telarañas, como el roce continuo de
una tiza sobre un espejo polvoriento. Los reflejos de los coches, las calles,
el bochorno citadino, todo parece cortarla en fragmentos regulares, como si
anduviera entre virutas gruesas de metal. El sol le gotea en la cara, a través
de las alas de su sombrero Panamá, harapiento y sucio. Ella necesita que el sol
le haga cosquillas, como si una mano le acariciara la espalda jibosa, o le
diera coscorrones en las ondas desgreñadas de su pelo grasiento. El ulular de
una sirena que se acerca, la detiene en el borde de la acera.
Sobre el asfalto rebotan las gotas crepitantes que
resplandecen. Una densa cortina de agua avanza hacia los transeúntes. Tapándose
con el suplemento dominical abierto sobre la cabeza cana, el hombre corre
atropellándose, esquivando piernas mojadas, pantalones salpicados, pies
descalzos. Él sólo ve los charcos que debe sortear. Siempre inclinando la
cerviz, hacia abajo, como copiando el gesto de su postura habitual, va rumiando
las palabras condescendientes, esperanzadoras pero falsas que, minutos antes,
le dijera su editor. Finalmente llega al edificio de ventanas estrechas. Cuando
abre, una bocanada de aire caliente lo impulsa hacia atrás y le chamusca el
periódico y las pestañas. Un humo negruzco, salpicado de chispas, acompaña el
fragor de las hojas que sobrevuelan por toda la biblioteca, desprendiéndose de
los libros, de los biblioratos, de las libretas. Como un acuario cenagoso, las
volutas de humo ascienden opalinas, pálidas y azules. Le parece oír a un agente
de la Inquisición o a un dios del fuego, que repite en cada ramalazo de calor:
“Despapelizar, despapelizar, despapelizar…” Afuera, la noche es un pozo de
sombras en tinta china.
La inmensidad del río está brillante como una daga al fulgor
de la luna. Siente el frío y la humedad del amanecer, hasta que al cruzar a la
otra vereda, adivina que el sol pronto vencerá a la niebla que aún persiste, y
se queda, pegajosa, en las paredes, en las manos, en las ropas. El alba color
limón, por el este, inunda las calles y destroza los bloques de sombras entre
los edificios. Puede ver ahora, que el óxido es un peligroso que carcome, en
silencio, y termina debilitando cada viga, cada columna, cada portal. Una joven
demacrada, con ojos de acero ribeteados de un rimmel confuso, una boca
desdeñosa y de carmín borroneado y una nariz afilada, desciende a trompicones
por la calle desierta, con los tacones en la mano. El sol, ya sin timidez,
anuncia su presencia rotunda. Ahora la mujer está tendida en la cama, envuelta
en una bata descolorida. Tiene la cara lívida. Sobre una silla cuelga,
fláccido, el vestido de seda color esmeralda, tachonado de lentejuelas. Sobre
la alfombra, el corpiño, la tanga y el antifaz.
Si intentamos dilucidar estas tramas, vemos que los
personajes son individuos que se han quedado al borde del camino. Semántica de
quimeras: el agua lava las heridas del alma y de la niebla, el sol vence, el
calor derrite y el fuego destruye. Perseguir sueños y construir castillos en el
aire. Ir a contramano en la ficción de la noche. No poder enderezar ni la
columna vertebral, ni el rumbo.
Hay señales que son quimeras.