miércoles, 14 de octubre de 2020

Hay señales.

 

 

Una mujer de hilachas indecentes camina con desgano y ve los millares de gnomos juguetones que edifican torres frágiles, pero resplandecientes. Quiere atraparlos para contagiarse ella también de esa alegría, pero sus manos huesudas y artríticas no llegan y el castillo de sueños se derrumba. Ya con más decisión, ahora se abre camino por entre una inextricable maraña de ruidos chirriantes y telarañas, como el roce continuo de una tiza sobre un espejo polvoriento. Los reflejos de los coches, las calles, el bochorno citadino, todo parece cortarla en fragmentos regulares, como si anduviera entre virutas gruesas de metal. El sol le gotea en la cara, a través de las alas de su sombrero Panamá, harapiento y sucio. Ella necesita que el sol le haga cosquillas, como si una mano le acariciara la espalda jibosa, o le diera coscorrones en las ondas desgreñadas de su pelo grasiento. El ulular de una sirena que se acerca, la detiene en el borde de la acera.

 

Sobre el asfalto rebotan las gotas crepitantes que resplandecen. Una densa cortina de agua avanza hacia los transeúntes. Tapándose con el suplemento dominical abierto sobre la cabeza cana, el hombre corre atropellándose, esquivando piernas mojadas, pantalones salpicados, pies descalzos. Él sólo ve los charcos que debe sortear. Siempre inclinando la cerviz, hacia abajo, como copiando el gesto de su postura habitual, va rumiando las palabras condescendientes, esperanzadoras pero falsas que, minutos antes, le dijera su editor. Finalmente llega al edificio de ventanas estrechas. Cuando abre, una bocanada de aire caliente lo impulsa hacia atrás y le chamusca el periódico y las pestañas. Un humo negruzco, salpicado de chispas, acompaña el fragor de las hojas que sobrevuelan por toda la biblioteca, desprendiéndose de los libros, de los biblioratos, de las libretas. Como un acuario cenagoso, las volutas de humo ascienden opalinas, pálidas y azules. Le parece oír a un agente de la Inquisición o a un dios del fuego, que repite en cada ramalazo de calor: “Despapelizar, despapelizar, despapelizar…” Afuera, la noche es un pozo de sombras en tinta china.

 

La inmensidad del río está brillante como una daga al fulgor de la luna. Siente el frío y la humedad del amanecer, hasta que al cruzar a la otra vereda, adivina que el sol pronto vencerá a la niebla que aún persiste, y se queda, pegajosa, en las paredes, en las manos, en las ropas. El alba color limón, por el este, inunda las calles y destroza los bloques de sombras entre los edificios. Puede ver ahora, que el óxido es un peligroso que carcome, en silencio, y termina debilitando cada viga, cada columna, cada portal. Una joven demacrada, con ojos de acero ribeteados de un rimmel confuso, una boca desdeñosa y de carmín borroneado y una nariz afilada, desciende a trompicones por la calle desierta, con los tacones en la mano. El sol, ya sin timidez, anuncia su presencia rotunda. Ahora la mujer está tendida en la cama, envuelta en una bata descolorida. Tiene la cara lívida. Sobre una silla cuelga, fláccido, el vestido de seda color esmeralda, tachonado de lentejuelas. Sobre la alfombra, el corpiño, la tanga y el antifaz.

 

Si intentamos dilucidar estas tramas, vemos que los personajes son individuos que se han quedado al borde del camino. Semántica de quimeras: el agua lava las heridas del alma y de la niebla, el sol vence, el calor derrite y el fuego destruye. Perseguir sueños y construir castillos en el aire. Ir a contramano en la ficción de la noche. No poder enderezar ni la columna vertebral, ni el rumbo.

Hay señales que son quimeras.

De amores y poder

 

 

Historias de conspiraciones, amores y amoríos, cabildeos palaciegos, desavenencias de todo tipo en la búsqueda del poder político, económico y social.

Hyde Park en Londres es uno de los más grandes parques reales, construido por el Príncipe Alberto en homenaje a la Reina Victoria, por mantenerse en el poder por sesenta y cuatro años. A su vez, la estatua del príncipe está cuatro veces bañada en oro. Por amor, dice el guía. ¿Por amor? O ¿por amor al poder? Entonces me mira de soslayo y no responde.

Cuentan que un ladrón entró a la habitación de la reina, quien con sus 91 años, necesitaba mezclarse con la plebe, lo convidó con un vino, como para fogonear la charla (que duró largo tiempo) y espantar la soledad y el frío del palacio.

El Puente de la Torre, el más singular de todos los puentes sobre el Támesis, es color verde, imitando el color de las butacas de la Cámara de los Lores. Representa también una historia de traición y adulterio. En la Torre de Londres, conocido como Big Ben, Ana Bolena fue decapitada, luego de largo tiempo en prisión. Ella era la amante de Enrique VIII, casado con Catalina de Aragón, luego desplazó del trono a la española. La “mala perra” le decían. Con sus intrigas logró la ruptura con la Iglesia Católica e instauró la Iglesia Anglicana, quedando el rey como jefe, y como si fuera poco, generó la unión con Gales.  Historias de fantasía victoriana dicen que “vuela el fantasma de la Bolena en la forma de cuervo”. Curiosamente, hoy en la torre de Londres funciona la Aduana. ¿Amor al poder? Tengo la respuesta.

-“Le Gravoche” fue el restaurant preferido de Lady Di. –Otra vez pienso en amoríos, pasiones, y en la liberación femenina.

Hoy el Támesis luce sereno y azul. En lo alto se yergue la Rueda de la Fortuna, comúnmente llamada “London Eye”. Hay una interminable fila de turistas deseoso de observar la ciudad desde las alturas.  Por el contrario, me atrae más ver la réplica de uno de los barcos emblemáticos que vencieron a la armada francesa y española. La columna de Nelson, el capitán, recuerda esa victoria en Plaza Trafalgar.

Desde el Parlamento Westminster, en la orilla norte del río, vemos el centro político del país y el Big Ben. Un grupo escultórico de siete cuervos cautivos custodia la corona. “Si la Torre de Londres pierde sus cuervos o vuelan lejos, la Corona caerá y Gran Bretaña con ellos”- dicen.

Cruzando hacia el lado sur, el puente Westminster tiene 55 pilares para prevenir futuros ataques. Queda sólo para circulación de peatones.  En 2017 fue el atentado por terroristas islámicos.

Hay que hacer una pausa. La comida en un pub frente al río consiste en cordero con brócoli guisado, patatas y endivias. Ya recuperadas las energías, es hora de ver Londres actual.  Ojear el Backingham Palace, a la hora del cambio de guardia es una verdadera atracción.

En el corazón del lado este, la vida de la ciudad fluye con todo su esplendor cuando cae el sol. Por debajo, el metro de Londres. El Teatro de Alberto, construido en 1871 por el príncipe, es una sala de conciertos de prestigio internacional. Imagino la 9º de Beethoven y el Cirque du Soleil más el Ballet Nacional. Se mezclan las voces de Pavarotti con Rod Stewart, Plácido Domingo con Ella Fitzgerald y los conciertos de la BBC de Londres.

 En Picadilly Circus comienza la gran vía, comparada con la 5º Av. de N. York. Brilla el aluminio de la estatua de Eros y el Palacio de Cristal. London Pavilion es la zona de los teatros, cines y espectáculos, Trocadero, Majestic, y por Harrods Place no veo a Tom Jones, ni a Pink Floyd. Allí surgió el movimiento Punk. Todavía pueden verse algunos representantes.

Me alejo de la zona de pubs del centro y prefiero ver una típica taberna del Barrio de Chelsea, frente al club. No desechamos la cerveza en la barra,  para acompañar la charla con los lugareños que nos cuentan historias. Mareada ya, las imágenes no se detienen: el beso de Lady Di con el príncipe Carlos en un balcón de Harrods. Las escaleras mecánicas. Abby Road y los cinco de Liverpool. El brillo de oro del Angel de la Justicia. El Soho y los homosexuales. La Catedral de St. Paul y la misa con la estatua de la Reina Ana. El pub de Amy Whitehouse. Las boleterías donde se vendían los tickets para el Titanic. Las caballerizas reales. Las torres de vidrio donde viven Tom Cruise y Naomí Campbell… una pluralidad increíble.

Me duermo con la satisfacción de haber vivido tan ricas experiencias.

Soneto canyengue

 

 

Con lompas rayados y crencha engrasada,

fungi requintado y pocos morlacos.

Vino tinto y milonga. Yeca camuflada

al cabaré voy. Resuenan los tacos.

 

Un cafiolo va por el callejón.

Al lao’el farol está la percanta.

La juno yo. Le dicen Amaranta.

Morfarla quiero. Es gran metejón.

 

Cachuzo soy. Pebeta engatusada

y no me apoliyo en un tango compadrón.

Con chamuyo ya la tengo amarrada.

 

Me amuró pa’ dejarme un jacinto.

Luego, un feca en la milonga.

El soneto canyengue ya está extinto.

Leticia

 

 

Aunque estaba tan sorprendida y zangoloteada por el calor y los insectos, pude reconocer el cruce de corrientes donde saltan los delfines rosados. La embarcación se detuvo y con ella, el ruido de los motores. Un pajarraco renegado vino en picada y me besuqueó la cabeza rubia, hasta hacerme salir la rabia y transformar mi histeria en romanticismo.

Recordé la noche en que conocí a los muchachos y tan de repente, al ingeniero peruano que me enamoró de inmediato. Él le fue infiel a su esposa y me hizo sentir que miles de mariposas aleteaban en mi estómago.

-Nunca vi unos ojos tan claros, como cristales de esmeralda. – y yo vi sus ojos café, miré su cuerpo fuerte y me dejé abrasar en sus brazos protectores. El ritmo de la bachata hizo que mis pies hormiguearan y mi cabecita era un mero pote de miel.

Desde la costa, un guacamayo nos observaba en lo alto de una tanganara de flores rosadas. Embicamos en el muelle de la maloca de la comunidad Ticuna. Cada vez mejor y más despejada, aparecieron imágenes de nuestro recorrido la noche anterior, río arriba, cuando comenzaba a oscurecer en el Canal de Gamboa. Vimos los ojos amarillos de los caimanes, un osito dormilón colgando de una rama, una serpiente de tonos rojos confundida entre las lianas, una tarántula distraída y las silenciosas y negras canoas con bultos de contrabando.

-Le cuento, Leticia. Me cansé de abogar por la integración de los países limítrofes. Todavía siguen los cabildeos. ¡Una vaina! –Kapax, el Tarzán colombiano, sigue contándome su hazaña cuando capturó a una anaconda para después domesticarla. –No son violentas, si se las deja vivir.

En la Isla de los Micos, el guía Nabil me explicó que su nombre era el nombre de fantasía que usaba su padre hace 70 años, cuando trabajaba para los narcos de Cali.

Vamos regresando, ya es la hora del ocaso. Veo la estatua de la india cargando plátanos y también al pescador con su lanza. Nos apuramos para ver el espectáculo de los pájaros que llegan a un punto de la plaza.

-Nos encontramos con un gran problema ambiental –dice el funcionario en ese escenario ácido y fétido que cubre, como una alfombra, los bancos de la plaza.

No conocía esas historias. Un ruido de motoristas se oye por la calle principal. ¡Colombia! ¡Colombia! –se interrumpe la misa vespertina.

-¡Qué goleada, cabrones!  ¡No festejen todavía, que falta jugar contra Brasil, conchudos!

-¡Circulen, señores! Serán arrestados por disturbios en la vía pública. –Demoran a mis amigos y me quedo sola en la esquina.

-¿Me regala su documento, señorita? –y yo niego.

-¿Me regala su firma? –y yo niego.

Es que no puedo decirles que soy indocumentada, que soy Leticia Smith, la amante del ingeniero peruano Manuel Chacón, que fundó la población en mi honor en 18677.

-¿Y si me regala una sonrisa?

-Así está mejor. –me dicen y se van a controlar los desmanes en los bares de la ribera.

La cajita de los recuerdos

 

 

Me “huele” que va a nevar. El cielo gris de algodonosa presencia y la quietud de los árboles, lo anuncian. Es en esos instantes, mientras mordisqueo una flaca y sosa galleta de arroz, cuando quiero robarle al septiembre de mi pampa, todos los colores y todos los perfumes, y sustraerle al amor sus encantos.

Me acurruco frente al hogar y los leños me devuelven el aroma húmedo del bosque y la magia del fuego  me atrapa.

Hay violetas azules de intenso perfume junto a los rosales de rojo aterciopelado, como sangre, en el jardín de mi madre. Huelo la sangre de mis rodillas magulladas y el té de malva que ella empapa en algodón, me cura. Y chupo mi sangre, que es dulce remedio y me mareo en ese olor hipnótico y azufroso que el monaguillo esparce por Semana Santa. Como me aburro y tengo hambre, olisqueo la vieja olla de fierro en casa de la abuela. Es el pucherito de gallina dominguero. Las gallinas picotean en la huerta. El olor penetrante de albahaca y romero me subyuga ahora, como lo hacen los dulces azahares del ácido naranjo. Veo la ropa tendida que tiene olor a sol.

 Me  subo al paraíso y me fabrico un collar con hilo que enhebro en los pistilos azules de delicado perfume, para enamorar a los chicos que juegan a la pelota en el potrero de enfrente.

Más tarde, en el picnic de la primavera, los aromos amarillos nos seducen y es allí en el bosquecito escondido cuando me estreno con el primer beso. Suspiros de melisa y atardecer acompañan ese abrazo cálido y adolescente, cuando vamos hacia el monte de eucaliptus, que refresca. Dejamos tallado un corazón con iniciales en la corteza del más grande árbol.

Aroma de café. Café con aroma de mujer. Siento en mis narinas ese perfume añejo del bar de estudiantes, donde ese chico me escribió un poema en la servilleta. Aún la guardo en la cajita de los recuerdos. Cuando la abro, unos vahos añejos y amarillentos me hacen fruncir la nariz y me recompongo con la cintita azul de terciopelo y naftalina.

Un golpe seco en la puerta me sobresalta. Es el viejo que trae olor a cigarro áspero y ginebra. Sin embargo, nunca olvida dejar sobre la mesa de la cocina un manojo de margaritas y amapolas que cortó en el camino a casa, como una disculpa.

Desde el baño vienen agrios vahos de meos y vómitos. Hoy no cocinaré, lo sé. Es la misma rutina de los días de cobro, cuando los hombres se reúnen en el boliche del pueblo.

Termino por acomodar los leños que ni se quejan con el fuego tenue de brasas amodorradas. Dormito y recuerdo. Ya comenzó a nevar.

Catarsis en contextos de pandemia

 

Se me ha encomendado escribir una ponencia acerca de la catarsis en contextos de pandemia. Es poco lo que puedo agregar, ya que los anteriores expositores han hecho un recorrido histórico y otros, indagaron en la literatura universal sobre el tema. Muy interesantes por cierto, de los que aprendemos. El contexto ya está dicho.

En este caso, por lo tanto, no haré una tesis, sino, simplemente abonaré una hipótesis en torno al tema: la capacidad que todos tenemos (a veces, desconocida) sobre la posibilidad de sanar a través de las diferentes manifestaciones artísticas.

Los escritores contamos con la palabra para curarnos de tan diversas sensaciones que hemos ido experimentando ante este flagelo que nos sorprendió inesperada e ingratamente.

Hemos pasado por sentimientos variados desde el inicio hasta este presente. La adaptación obligada a nuevas formas de vivir, donde no hay lugar al consumismo exacerbado, para rodearnos de cosas materiales, a veces innecesarias. La introspección nos llevó a valorar a aquellas personas que teníamos cerca y no fuimos capaces de decirles un “te quiero”, y ahora extrañamos. Reconocer al hogar como un refugio seguro, así como la culpabilización por el daño que los humanos le hemos infrigido al planeta, sin justipreciar la belleza de nuestro entorno.

En el transcurrir, tuvimos esperanzas que después viraron a ilusiones vanas, porque descubrimos la manipulación, las dudas, las incertezas, la falta de libertad, para no poder planificar, siquiera, a corto plazo. Sobrevino entonces la bronca, las disputas de poder, y el incontrastable miedo a lo desconocido y la angustia.

El hartazgo posterior abrió paso a la rebeldía o a la depresión en muchísimos casos.

Pero, reitero, los escritores tenemos un arma de combate contra todos esos males: la palabra, la que nos hará sobrevivir y superar obstáculos. “Reinventarnos” o “Resiliencia” son dos términos que de tanto uso están perdiendo significado. Para devolverles valor, escribir y compartir entre escritores y lectores será la mejor manera, porque no hay escritor sin lector, ni viceversa.