viernes, 3 de septiembre de 2021

El invento

 

 

Las chicas cuatro E recibimos la invitación. Nos asombró recibir la comunicación de la amiga que hacía tiempo se había alejado. Fue cuando nos contó que había conocido a un hombre excepcional, que la sedujo tanto, como para prescindir de nuestra amistad.

Por las redes sociales se anunciaba la muestra pictórica de una ignota artista; grupos feministas apoyaban. La galería donde se expondrían las obras es reconocida por su alta categoría y distinción. Así que fuimos, más que nada para volver a ver a la amiga que se había esfumado de todos los ambientes a los que solíamos acudir para las habituales confidencias, que fortalecían la amistad.

Escaso público aún. En la sala predominaba el rojo carmesí por los colores elegidos, y por la luz que en algunos casos iluminaba los cuadros allí colgados. En un silencio casi sepulcral, observaban escandalizados por los prejuicios y la vergüenza, algunos.

Pude distinguir a la madre de Milena, siempre exótica en su aspecto, acompañada por su novio nuevo, al parecer. Un hombre que parecía no poder sostenerse, se apoyaba en la pared junto a la puerta de ingreso. Atraían las miradas esos ojos rojos lacrimosos, que por momentos nos alejaron de la interpretación de esas obras.

No veíamos a la artista, Milena Pizzi. El único motivo era por la curiosidad de volverla a ver y conocer la obra de nuestra amiga, estudiante de Bellas Artes, por aquellos tiempos.

Sobre una pared lateral se exponía un video de sexo explícito que atraía las miradas de los libidinosos. Debajo colgaban cinco cuadros. Manos femeninas atadas al respaldo de una cama de hierros torneados. Grotescos juguetitos sexuales en tonos flúor, pero no de madera. Un brazo inyectándose cocaína y varios sobrecitos blancos, una cuchara quemada y un encendedor. Un rostro de mujer que juega al gallito ciego, pero sin barbijo. Una mano masculina aferra fuertemente una correa de cuero negro con un látigo de sadomasoquismo.

Sobre la otra pared, otro video de estilo similar sacudía en estupor a los conservadores y también a las neuronas de las feministas.

Sobre una cama con sábanas negras, se expone lencería erótica de última moda. Unas nalgas enrojecidas, cruzadas de latigazos. Hay publicidad encubierta de un hotel de paso y más novedades de un sex shop. Como una naturaleza muerta, iluminado pobremente, una botella de whisky, una caja de preservativos y unas pastillitas azules. Un bolso de cuero repleto de billetes, junto una caja fuerte ya vacía.

En la pared del frente se ve algo que parece ser una cama cubierta con un paño negro. ¡Y Milena no aparece! Arriba, la imagen de Liza Minelli en “Cabaret” y a su lado una Edith Piaff en los peores momentos de su decadencia.

Los asistentes comentan.

-¡Fiesta, fiesta, fiesta!

-Es una apología, una incitación al consumo de drogas…

-¡Pobres chicas que cayeron en esa vida miserable!

Los rumores se acallan cuando se oscurece la sala y sólo se ilumina el objeto tapado. Por un costado se ilumina a giorno la figura de Milena que se acerca. Descalza, una túnica blanca no logra disimular su piel, tan pálida que parece transparente. Sus cabellos caen lánguidos. Se destaca su boca roja, delineada con premeditación, como para compaginar otro de sus cuadros.

-¿Estará enferma? -se preguntan.

-Agradezco su presencia. Voy a proceder a descubrir la sorpresa que se anunciaba en la invitación. Por favor, no necesito ayuda. -se dirige a los asistentes que la rodean.

El silencio es enigmático cuando retira el paño negro. Efectivamente es una cama cubierta con sábanas blancas, que se introduce en un amplio tubo, como un túnel que se usa para estudios de imagen en Medicina. Ella misma se ata los pies con una correa negra y a continuación se recuesta. Apoya su nuca en la muesca de madera. Extiende un brazo y comienza a hacer girar una manivela que va acercando el dispositivo que pende sobre su cabeza, redondeado y coincidente con la forma de su cráneo. Ambos se acercan cada vez más.

Hay gritos de horror cuando la sangre destila por los costados. Milena sólo aprieta los dientes y tiembla. Todo su cuerpo tirita. Ahora, un pasmoso silencio hace interpretar al invento. Pasan imágenes rojas, castigos, como si luces estroboscópicas destellaran en su mente. Quiere apagarlas. Ambos globos oculares, caen.

Quiere no oír más insultos y gritos de terror. Ambas orejas se desprenden como las hojas de otoño. Cuando pretende gritar ella misma, su lengua es atrapada por la guillotina. Milena deja de accionar el mecanismo. Ya no tiembla. Su mano cae inerte. No podrá alcanzar los despojos de su cabeza.

 

Encontramos la tumba por el montículo de terrones negros, recién acondicionados. Ni una ofrenda, aunque vimos un trozo burdo de madera tallada: “Perdoname, amor”. Una botella a medio beber estaba tirada al lado. Nosotras pensamos que era el cafiolo que vimos en la muestra. Un desconocido.

Dejamos sobre la tierra, un ramo de flores con una tarjeta: “¿Por qué no nos buscaste, Milena?”

          Elena, Erika, Elsa, Emma.  

Monólogo de un ex combatiente

 

 

Si me preguntan por las sensaciones que recuerdo, diría…

El frío de las noches cerradas y oscuras “en el pozo del zorro” y la imagen del compañero de guardia que tenía tiesas las piernas, a punto de congelarse. El frío, y las bufandas que no nos llegaron, ni la plata que recolectaban para la causa. La libra esterlina que fui a comprar a pedido de mi compañero, que no pude dársela, porque ya había muerto… se la di a su hermana, años después.

El bombardeo, el ruido de la salida, la cuenta mental de los disparos, el silencio de la espera, el zumbido y la fuerza de la explosión.

El olor a pólvora de los proyectiles y la asociación con algo o alguien quemado. Las bengalas que iluminaban el campo y las balas trazantes.

El hambre y los guisos de carne enlatada, el arroz con leche preparados en latas de dulce de batata, y el gustito del chocolate Águila que una vez recibimos y la repartija en siete pedacitos de Mantecol, que nos llegó para compartir en el pozo. 

Los estaquiados que castigaban por robar comida o cazar una oveja.

“¿Para qué quiere que me afeite? ¿Para que los ingleses me vean más bonito? El castigo posterior de que me afeiten en seco y arrodillado.

Situaciones confusas. Descontrol. Falta de coordinación. Improvisación. Ignorancia. Así fue como cuando vimos arrimarse un avión volando bajo, hacia el valle donde estábamos. ¡Alerta roja!  Le tiramos y cuando pasó a nuestro lado, lo distinguimos por la escarapela argentina. El piloto se eyectó y se salvó.

El miedo al ver pasar a los gurkas que avanzaban caminando como robots, gritando y tirando como poseídos.

Siete soldados quedamos sin jefe en el pozo. Uno de ellos se la pasó comiendo ciruelas disecadas embebidas en Paso de los Toros… Cuando volvíamos a pie hacia Puerto Argentino, a cada rato se apartaba del camino y pensaba “Morir cagando es hacer Patria”, nos contó después. Uno de los compañeros iba arrastrando una bolsa de comida, y ya extenuado, iba alivianando la carga y arrojaba latas al borde del camino.

La imagen del izamiento de la bandera inglesa, junto a la pila de armas que íbamos dejando, y otra vez el silencio que queríamos dejar atrás. La emoción al recordar a los caídos, no lo puedo olvidar.

La tapa de un diario rezaba: “El día que Madryn se quedó sin pan”, aludiendo a los vecinos que se acercaron a vivarnos y nos alcanzaban pan y facturas.

Ya en Buenos Aires, recibimos el documento firmado con la baja y unos pocos pesos. Un médico nos revisaba para ver las condiciones físicas. A la pregunta “¿Soñás con la guerra?”, Dije que no porque imaginé que iba a quedar adentro indefinidamente. ¿Ése era el test para determinar nuestra salud mental?

-¿Recuperás algún rasgo de la argentinidad? -me preguntaron mucho tiempo después.

-Sí, la amistad y la certeza de saber quién es el otro.

-¿Qué perdiste? –

-La guerra me quitó la frescura de la adolescencia y me endurecí.

-Aprendí que en situaciones límites, cada uno saca lo mejor y lo peor de sí mismo. -Agregué. -También supe que los dolores necesitan tiempo para sanar, que es sabio el saber reconocer a la gente y hacer el duelo por los que no están.

-Un viaje hacia mi interior es la mejor manera de curar el alma.

La espuma de tu memoria

 

 

 

Abajo, el agua fría y negra; arriba, la luz cálida y amarilla. Quiere subir, coloca ambas piernas en las salientes irregulares de los ladrillos musgosos del aljibe; se sostiene con una mano en el hueco que dejó el bloque ausente, y con la otra, se topa con la lisura resbalosa. Pedruscos sueltos caen al fondo del agua helada.

No puede avanzar. Si mira hacia arriba, la altura lejana lo marea; si mira hacia abajo, un círculo concéntrico quiere tragarlo. Se tensan los músculos hasta la extenuación. Luego, una mano se desprende y lo hace girar hasta golpear la cabeza en la pared circular. Se toca la frente ensangrentada y sudorosa. Arriba, la luz se está tornando opaca. Nuevamente se derrumba y cae en la profundidad oscura. Quiere descansar… Se revuelve sobre la almohada. Se prende a la boca del brocal.

Es un espejismo que quiere borrarle esos días iguales, esas tardes eternas, esas noches tan largas, como si le dijeran en un susurro: “Se derrama la espuma de tu memoria y no habrá mañana”.

Está comenzando la secuencia de la añoranza y la tristeza, ésas que se materializan en lentas lágrimas, que ruedan por su barba blanca, cuando bebe del gollete del porrón de ginebra.

Misteriosamente, aparece ataviada con una túnica negra, una capelina al tono, y una máscara. De la boca, que no puede ver, exhala el humo de un cigarro con olor a incienso.