Intento demostrar una hipótesis: Entre el leer y el escribir
siempre humo un romance y un maridaje. Cuando se incorpora el viajar, ese
triángulo amoroso provoca una relación eterna e indestructible.
De Kilkeny, y en el pub, puedo apreciar el carácter afable de
los irlandeses. Ya en el siglo XI aparecieron los pubs, pero recién en 1950,
las mujeres pudieron concurrir. “En este
lugar no hay extraños. Es un lugar donde están los amigos que todavía no has
conocido”. Se festejan bodas, bautizos, despedidas en honor al muerto, y se
cuentan historias por demás interesantes. Se escucha música, algunas son
baladas llenas de tristeza y canciones populares que recuerdan batallas.
En Cork supe que fue la capital rebelde que más opuso
resistencia a los ingleses.
Vengo de contemplar castillos, fantasmas del pasado, los que
deambulan desde que se despejaron los restos de las ruinas romanas. Primero
fueron influenciados por la cultura romana, más tarde por los normandos, luego
por los vikingos.
Vengo de ver el bosque de Sherwood y las historias de Robin
Hook, “el encapuchado altruista”.
Vengo de navegar el Lago Ness y ¡no encontramos al monstruo!
Vengo de visitar el castillo de Urquhart, destruido por los ingleses para
quitarles el poder a los jacobinos, los hijos de María Estuardo. He visto las
catapultas y las grandes piedras que arrojaban los caballeros medievales.
Vengo de admirar la cruz gaélica que representa la
crucifixión de Jesús con el círculo que simboliza la adoración del Sol: lo
cristiano y lo pagano.
Vengo de aspirar las fuentes de la sabiduría de las
universidades y de respirar el aire antiguo de las abadías y catedrales del
siglo XII, y casi pude imaginar a los miserables que vivían debajo de los
puentes y asesinaban a sus víctimas para vender los cadáveres a la Escuela de
Medicina, o que desenterraban cadáveres frescos de los cementerios, para
sobrevivir de esta manera. He visto estatuas que representan a los dioses
griegos y los símbolos de la Medicina.
Vengo de las tierras bajas de Escocia y de recorrer las
tierras altas, y los kilts y los gaiteros, en la frontera con Irlanda.
Vengo de ver “la calzada de los gigantes” con sus asombrosas
rocas exagonales y las altísimas columnas de basalto, producto de la actividad
geológica y volcánica. Lo que más asombra es la magia de las leyendas, de los
mitos entre dos gigantes, enemigos acérrimos.
Todas estas vivencias, para recalar en Dublín, hoy. Entonces
veo el monumento a la memoria de los revolucionarios ejecutados en 1916 para
liberarse de Inglaterra. El edificio de la Aduana, bombardeada por el IRA en
1912, y reconstruido. La cúpula representa la esperanza y el comercio.
El Trinity College, majestuoso, donde estudiaron Samuel
Beckett y Oscar Wilde, fue creado en 1600, para brindar servicios a los
protestantes, aunque desde el siglo XIX está abierto a todas las religiones. Vi
en su biblioteca el Libro de Kells, que fue escrito por un monje irlandés en el
siglo XIX. Él decía en boca de Pangur, su gato: “Cazar ratones, es su diversión; cazar más bien palabras, mi pasión”. Entre
sus grandes benefactores se cuenta a la dinastía Guiness. La fábrica de cerveza
se inició hace 300 años. Desde el 5º piso, en el salón vidriado, degustamos una
pinta gigante, mientras divisamos todo Dublín.
En St. Patrick Cathedral (de 1220), admiré el púlpito del Deán
Jonathan Swift, el autor de “Los viajes de Gulliver”. Pero como el día se
presenta con toda su luminosidad, recorremos el exterior.
Phoenix Park es el pulmón de la ciudad, dicen que es
dieciséis veces más grande que el Central Park de New York. La estatua de James Joyce nos asombra con su
hidalguía y caballerosa presencia. “El cabrón del bastón”, le decían, que ahora
mira con extrañeza el mundo que pasa a su lado. Entonces me parece ver a
Leopold Bloom caminando por las calles de Dublín y recuerdo a Molly Bloom en el
magnífico monólogo interior desde el Peñón de Gibraltar.
La estatua de Molly Malone, “la golfa del carro”, era
vendedora de pescados y mariscos, de día, y protituta, de noche. Su recuerdo
está sellado en una canción popular que es el himno no oficial de la ciudad.
Siguiendo con las estatuas, vemos al colorido Oscar Wilde en
Merrion Square. Emana informalidad y desparpajo, rescostado en una roca, el
petimetre muestra sus dos caras, de un lado la alegría, y del otro, la
tristeza.
Cruzando el puente Samuel Beckett sobre el río Liffey, vemos
“Latte Bar” inmortalizado en “La naranja mecánica”. Cruzando el puente James
Joyce, la zona del ocio, llegamos a
“Temple Bar”, fundado en 1840. Un mundo de gente bebiendo y fumando, mientras
en el escenario, el guitarrista David Browne y su acompañante con cítara, dan
un espectáculo en conmemoración al record Guiness. Tocaron ciento catorce horas
seguidas, casi cinco días en junio de 2011.
Regreso con todos los pájaros en la cabeza y el corazón
repleto de emociones. La hipótesis inicial ha sido comprobada.
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