Achica
los ojos para ver lo que está haciendo. Refunfuña.
-¡Pucha!
Este caño está taponado de raíces. Nunca vi nada igual. –Con un cuchillo
oxidado lo destapa. – Y nunca viví experiencias parecidas como en este
veinteaño del siglo.
Había
nacido allá por los ’50. Conserva intacto su oído y puede escuchar voces
desencontradas que vienen con el viento. Arruga el ceño por el esfuerzo y miles
de rayitas le cruzan la cara morena.
-Esa chiquilla tiene que ser nuestra,
compadre –Los parroquianos del bar y los borrachos festejan y ríen con voz
aguardentosa. Ahora él no ríe. Se ha endurecido, sin perder la ternura; ha
pasado la secuencia del dolor, el miedo, la ira, por esa templanza que otorga
la tristeza.
-Una
cosa muerta no le puede ganar a una cosa viva. –Insiste- Ya está, ahora busca
varios frascos, tantos, como para guardar todas las voces que está oyendo, de
día y de noche.
-¿Se curan las heridas? – Escucha y se
mira las manos rajadas que se agarrotan en un puño y se chupa la sangre que sale,
lenta, de la herida.
-Lo
“pior” son los dolores del alma. –Cicatriz tras cicatriz, tantos rasguños,
tantos engaños… no puede salir la sabia del corazón. Cuando te vuelva a ver…¿Cuándo?
Él sabe que no podrá ver las entretelas del alma.
Hubo
un tiempo en que se sumergía en remolinos turbios; se abrazaba las rodillas
para darse calor; el frío condenaba hasta los carámbanos. Era la noche en que
ella se había ido. La imagina caminando entre las sombras. Sabe que es un
espejismo que quiere borrarle los días iguales, esas tardes eternas, esas
noches tan largas. La soledad le oprime la garganta. Oye otra vez más voces.
-Entonces, el monstruoso individuo sale de la
cloaca buscando la libertad y se saca las excrecencias pegajosas y las
sanguijuelas. -No son argumentos baladíes, son estructuras desacopladas que
sólo llegan a algunos pocos.
-¡Almajaia!
¡Se me ha ido el santo al cielo!- grita como hacia el más allá, cuando se tajeó
un dedo, tratando de hacer un agujerito a la tapa de un frasco, de esos grandes
recipientes para aceitunas.
-Creciste recto como un junco y ahora, eres
un tronco rugoso y oscuro que busca las raíces – Es una voz femenina que
reconoce y lo conmueve.
-Cuando el tedio cambió de nombre…
Cuando culminó la hazaña de dejar pasar
un día más…
Cuando la ansiedad se disipó…
Cuando un ojo también tenía una historia
que contar…
Cuando un aire límpido era una sosegada
brisa benévola…
Cuando su ojo se habituó a la serenidad
del ritual de jornadas sin matices…
Cuando asimiló la quietud y se reconcilió
con la pereza de los relojes…
-Son los versos que le recitó
un preso en el calabozo que compartieron y que habla de ser un superhombre para
obtener una porción de libertad. Lo que sigue, no lo recuerda.
-Matemos lo que queda del virus. Con alcohol
lo fulminamos. Un mojito, por favor. Bebamos, venga conmigo… -El viejo
imagina que se van al rincón más oscuro. –Vamos
por una birra. –Sonríe y su lengua rosada asoma en el hueco oscuro e
imagina al farmacéutico disfrazado de bacteria para disimular esa panza fenomenal.
Llega otro con traje de Covid que persigue a los incautos. Es una Bacanal de
los forajidos que quieren terminar con la pandemia.
-Harán vacunación compulsiva y obligatoria.
No se conocen los excipientes y no difunden las consecuencias crueles para la
salud. ¡Yo no me vacuno! Nos quieren poner un chip para controlarnos. Es el
NOM. –Don Teodoro desecha el caño y busca una manguera arrumbada y la corta
en fragmentos regulares.
-Es la piel gastada de los días. Es el tedio
de las horas. Son los silencios testarudos que se esconden en el remoto cajón
de la memoria. –Se identifica hoy más que nunca. La poesía se vuelve
pulsos, sangre, carne y lengua.
-Los niños sin escuela. Educación virtual.
¡Qué futuro les espera, sumidos en la ignorancia. –Sacude su cabeza cana y
sigue trabajando con tesón. Quiere acaparar esas palabras porque no avizora
algo mejor. Mide su tiempo con un nuevo calendario, el de la cuarentena.
-Cada uno se convierte en sujeto
sospechoso…si en un minuto de distracción uno nos tose o estornuda en la cara,
te pega la infección. –Yo me quedo en casa, esperándote, replica.
-Dios no existe, porque si existiera, no
habría necesidad de curas…y el Papa sigue orando frente a una plaza vacía. –Ni
rezo, ni me culpo, espero, responde al viento e imagina al cura del pueblo que
avanza a contramano con su sotana habitual, pero en vez de crucifico, lleva un
medallón hippy de paz y amor.
Un
zorzal, chalchalero cantor, se acerca a curiosear y trae buenas noticias de los
vivos. Un colibrí le dice “tus muertos
están mejor”
Hace
un agujerito en la tapa del frasco y ¡Almajaia!, grita de nuevo, cuando vuelve
a cortarse la mano. Siente que lleva al hombro una bolsa cargada de soledad. Y
ella no está.
Ha
preparado sus inventos y etiqueta cada frasco: tristeza, denuncia, ansias de
libertad, ilusiones, locura, culpas y miedo. Ahora coloca en su oreja la
manguera atada a un caracol y escucha todas las voces que salen de cada frasco,
para que no se pierdan, mientras sigue esperando.
Desde
su lugar en este confinamiento impuesto, el silencio posterior no lo angustia,
pero le sirve para reflexionar, porque es un silencio inquietante, como si
estuviéramos por perder el tren, tras no sé qué. ¿A qué hora abren los bancos? Take
away. ¿A cuánto cotiza el dólar? ¿Será una guerra biológica? Fast food,
Delivery. Me compré esta novedad, y lo conseguí en cuotas…Ahora hay que hacer
el amor por la pantalla…”
-¿Y
si nos vamos al bar a jugar un truco y beber un ginebra? –No puede ver el
mensaje por whatsapp, porque ya no lee.
Por
el caminito, un sujeto envuelto en un traje cuasi-metálico, con guantes
amarillos y botas al tono, se apoya en el portón y le habla detrás de la
escafandra. Teodoro aguza la vista y reconoce a su amigo de cartas, sólo por
los ojos negros que le sonríen. Trae una bolsa herméticamente cerrada. Son
membrillos que le alcanza por medio de un palo largo, y él lo retribuye dándole
una bolsa de manzanas.
Tiene razón el viejo sabio, si estamos todos
navegando en el mismo barco-planeta de las tempestades. Deja el invento y se
recuesta en el piso de su taller, pero una carcajada sarcástica lo pone en
alerta. Entre los arbustos alcanza a vislumbrar algo, como un disfraz de bacteria.
Es como un chupetín verde de dos patas que lleva en la cabeza una lupa. Lo
sobrevuelan varias esferas con largas sopapas potentes, como si fueran
estrellas fosforescentes. Es “el corona”, piensa.
Vivir
en antónimos. Pesimismo/optimismo. Esperanzas/dudas. Fe/desconfianza.
Alegría/desánimo. Luz/oscuridad. Como si estuvíéramos viendo el espesor de una
telaraña enredada en el árbol de la vida.
Un
hilo delgado divide la algarabía de la Bacanal y la calma de los cementerios,
como si un equilibrista de circo oscilara entre el vuelo de mariposas y el
reptar hacia ciertos rincones oscuros. Abjura de la poesía, de las luciérnagas
y de las libélulas. No quiere mirar hacia abajo, suspira y luego se zambulle
hacia el abismo insondable. Sueña: han caído las hojas, se desnudaron los
álamos sobre nuestras sillas. Una tristeza amarga se posa en ellas. Ya no volverás.
Un
dinosaurio rengo y desvencijado, que perdió la cresta, pasa frente a él, como
una sombra que pronto se deshilacha en el polvo que flota en el ambiente.
¡Dos billetes pa’ese pingo!
-¡Un picotazo más y lo tenés, gallo!
-No me mintás más, que cazo el cinto y
te fajo ahí nomás.
-¡Ahí tenés, Centella, que te aproveche!
–y
lo deja tirado al marido despechado, ebrio de ginebra y desamor.
-No servís para nada, ni en la cama, ramera…
Se
restriega los ojos miopes como desperezándose. Nada más escuchó ese día. Sólo
un silencio palpitante que se hincha, se hincha y todo lo cubre. ¿Será el
silencio o seguirá soñando un silencio de sueño? Es un llamado, lo intuye.
Hacia ella va y la ve.
Unos
ojos sin tarea, como fatigados, lo miran desde un barbijo verde, entre tarde y
bosque, entre pasillos del hospital y camas desoladas. Lo miran,
clorofílicamente, como esperando el final, de cánulas, sondas y monitores
gélidos. Lo perdonan.
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