Me “huele” que va a nevar. El cielo gris de algodonosa
presencia y la quietud de los árboles, lo anuncian. Es en esos instantes,
mientras mordisqueo una flaca y sosa galleta de arroz, cuando quiero robarle al
septiembre de mi pampa, todos los colores y todos los perfumes, y sustraerle al
amor sus encantos.
Me acurruco frente al hogar y los leños me devuelven el aroma
húmedo del bosque y la magia del fuego me atrapa.
Hay violetas azules de intenso perfume junto a los rosales de
rojo aterciopelado, como sangre, en el jardín de mi madre. Huelo la sangre de
mis rodillas magulladas y el té de malva que ella empapa en algodón, me cura. Y
chupo mi sangre, que es dulce remedio y me mareo en ese olor hipnótico y
azufroso que el monaguillo esparce por Semana Santa. Como me aburro y tengo
hambre, olisqueo la vieja olla de fierro en casa de la abuela. Es el pucherito
de gallina dominguero. Las gallinas picotean en la huerta. El olor penetrante
de albahaca y romero me subyuga ahora, como lo hacen los dulces azahares del
ácido naranjo. Veo la ropa tendida que tiene olor a sol.
Me subo al paraíso y me fabrico un collar con
hilo que enhebro en los pistilos azules de delicado perfume, para enamorar a
los chicos que juegan a la pelota en el potrero de enfrente.
Más tarde, en el picnic de la primavera, los aromos amarillos
nos seducen y es allí en el bosquecito escondido cuando me estreno con el
primer beso. Suspiros de melisa y atardecer acompañan ese abrazo cálido y
adolescente, cuando vamos hacia el monte de eucaliptus, que refresca. Dejamos
tallado un corazón con iniciales en la corteza del más grande árbol.
Aroma de café. Café con aroma de mujer. Siento en mis narinas
ese perfume añejo del bar de estudiantes, donde ese chico me escribió un poema
en la servilleta. Aún la guardo en la cajita de los recuerdos. Cuando la abro,
unos vahos añejos y amarillentos me hacen fruncir la nariz y me recompongo con
la cintita azul de terciopelo y naftalina.
Un golpe seco en la puerta me sobresalta. Es el viejo que
trae olor a cigarro áspero y ginebra. Sin embargo, nunca olvida dejar sobre la
mesa de la cocina un manojo de margaritas y amapolas que cortó en el camino a
casa, como una disculpa.
Desde el baño vienen agrios vahos de meos y vómitos. Hoy no
cocinaré, lo sé. Es la misma rutina de los días de cobro, cuando los hombres se
reúnen en el boliche del pueblo.
Termino por acomodar los leños que ni se quejan con el fuego
tenue de brasas amodorradas. Dormito y recuerdo. Ya comenzó a nevar.
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