jueves, 7 de julio de 2011

Cuando el volcán estornuda y bosteza... (en dos entregas)

Tristeza de la penumbra en pleno día. No es neblina, no está nublado. Tampoco es la pizarra del cielo, momentos antes de comenzar a nevar. Es la ceniza volcánica suspendida en el aire. No se ven los vibrantes colores del otoño; el panorma es gris de arena y de polvo. Los rosales y toda la vegetación están cubiertos por una capa de gruesa arenisca. Gris es también el corazón y el alma de todos, como si la esperanza de ver el sol y los colores, fuera inalcanzable y quedara sólo la nostalgia en un horizonte que no se vislumbra.
Afloran en su recuerdo las imágens de antaño, que lo habían embrujado, sin que él se detuviera a pensar un instante, siquiera, que el bullir de la vida y sus torbellinos, estaban en sintonía con su vitalidad y su fuerza. Eran los días en que muy a menudo, roja era la sangre y rojo él veía todo, cuando como un toro embravecido resolvía a puñetazos en el cuadrilátero, los ataques de su contrincante. Rojo quedaba el puño y su entrecejo, como roja era la pasión que lo impulsaba hacia las mujeres que abordaba, que eran muchas, y sin poesía, sin corazón, sin embeleso, las iba abandonando una a una, porque no presentía que en algún momento iría a estar solo, como ahora. No escuchaba los gritos, ni el llanto profuso de ellas, las abandonadas de aquellas baladas. Ya iba en busca de otra nueva aventura que excitara su alma y sus músculos, y que culminaba, cada vez, como él lo requería. Golpes, furia, tumulto en la calle, discusiones, desenlaces fatales, a veces, en los bajo fondos donde merodeaba; alcohol, embrollos tupidos de puños, patadas de lucha libre, entre la caterva de amigos y enemigos de las esquinas orilleras.
Ahora no ve más en rojo. La película se ha tornado en blanco y negro, o gris, según parece.
Todo eso iba recordando cuando se produjo un corte de luz. Muy seguido sucede esto, desde hace varios días, y hay que acudir a las velas. Hay silencio de radio, de noticias; no se sabe la tempertura, ni el pronóstico, ni por dónde vuela la pluma del volcán que expulsa, desde sus entrañas, todo eso que a prisiona a la montaña. Los vuelos se cancelan, porque los aviones no están acostumbrados a ser pájaros ciegos que vuelan entre cenizas.

Desde el zaguán, mira hacia afuera el paisaje nuevo. Los gritos se calman, los murmullos cesan... ¿será el silencio o seguirá soñando un silencio? Un dinosaurio rengo y desvencijado, que perdió la cresta y las espinas, pasa frente a él, como una sombra, como migajas de realidad, que pronto se deshilachan en el polvo que flota en el ambiente.
Sentado con las manos en las rodillas, paralizado y extático, arrobado por el silencio que guarda, sólo presiona las nalgas contra la silla dura; las plantas de los pies descalzos, sobre el piso frío; las manos, inertes;  la espalda, sostenida y recta; el cuello, erguido y sin torsión, y la cabeza, estática. Por momentos, cierra los ojos para no ver, y luego los abre con horror, desde esas órbitas vacías, para dejar salir las lágrimas que  le corren por toda la cara, hasta las mandíbulas, y después por el pecho, por los costados y por la espalda. No se le acumulan en la barba, porque ya no la tiene, y su cabeza es lisa, una bola que perdió el pelo, y las mañas, y el olfato, porque la nariz se le desprendió, como una costra seca, hace tiempo. La boca, es una sola rajadura informe, que algunas veces boquea, como una boga ciega y torpe en las aguas de limo y las ciénagas. Sin dientes y sin lengua, ya no puede gritar.
Es menester ver la clase de silencio que le queda; sobran los guijarros, las arenas, y las cenizas. Y sólo imagina piedras livianas y blancas que quedaron yacentes en la playa. No las puede tocar, ni las puede sentir. Ni el fantasma del dinosauro lo puede llevar a palpar la blancura rugosa de las piedras, que en un bostezo gigantesco el volcán exhaló.

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