domingo, 31 de julio de 2011

Una pizarra negra en el camino.

Ciega, no veía por el espejo retrovisor, ni por los laterales. Era una curva cerrada en la ruta y el parabrisas era una pizarra negra y gruesa.
Silvia se desesperó porque no conocía el rumbo y lo que vendría luego del recodo, ni veía el precipicio que caía a pique al borde de la banquina pedregosa, y un poco desmoronada.
-¡Qué hacés, abuela! -gritó Joaquín que se había sobresaltado de la lectura que lo tenía enfrascado, en el asiento del acompañante.
-¿Qué ves adelante? -dijo ella clavando los frenos.
-¡Frená!
A centímetros había un auto estacionado con sus ocupantes empeñados en fotografiar la inmensidad desde el mirador, al borde del barranco.
¡Qué ironía!. Ella no veía, y los otros, en el mirador.
-Por favor, ayúdenme -dijo andando a tientas y encaminándose hacia donde adivinaba un bulto.
No contestaron y raudamente arrancaron, como si hubieran visto al propio Satanás. Mientras, su nieto, sobrepuesto del susto, ya correteaba entre las rocas, descendiendo y esquivando las matas pinchudas.
El horizonte, otra vez, le hacía un guiño. La luz tenue del sol poniéndose, estaba ocultándose tras una nube caprichosa. Silvia sólo veía la pizarra negra, infranqueable que emitia destellos oscuros. El chico volvía ya, porque oía sus pasos apresurados, en el silencio del atardecer. Un perfume dulzón lo invadió todo y ella lo percibió allí, paralizada y estática.
-Te traje esta flor.
Al palparla supo que era una de esas mimosas amarillas de la estepa, que dejan una savia viscosa en el tallo, justamente para castigar a los depredadores que la arrancan de su sitio.
-Vamos, abuela "todoterreno", caminemos. ¿Qué hacés ahí?
No lo escuchaba, porque ahora andaba contorneando un río marrón en el delta, que la llevara hasta la cabaña. Ella sabía, presentía que no debían andar muy lejos. En un impulso saltó y se desprendió un islote de la orilla carcomida del juncal. "Soy como el junco que se dobla, pero siempre sigue en pie" -tarareaba la canción y por ahí andaba, flotando sobre la corriente mansa. "Isla-boñiga", la llamaría porque era una corteza dura, la palpaba, amasada por los años, con tierra, bosta, hojas y lluvias; se sacaba, mientras tanto, la malla mojada y barrosa mietras navegaba, como la flor de Irupé o los camalotes del Paraná. Ella se sentía un nenúfar en ese casi estanque. Y su nieto caminaba a largos trancos acompañándola por la orilla verde.
La isla-bote encalló en una ensenada justo enfrente de la cabaña que buscaba. En la playa, amarrada con un fuerte nudo marinero al sauce llorón, mitad tierra, mitad agua, la canoa celeste con los remos prolijamente acomodados, paralelos. 
-Raro, rarísimo- pensó Joaquín que ya llegaba.
-¡Ah!, llegaron al fin -nos dijeron dándonos la bienvenida.
-¿Te acordás, mamá, de ese gato gris y negro, tan confianzudo, con ojos casi humanos que nos maullaba saludándonos? Entraba a casa husmeando, como si reconociera cada rincón, invitándonos a pasar...
-Sí, esa aparición fue unos meses después de que tu padre muriera -Silvia se aferraba a la baranda, y no veía, la pizarra seguía ahí, negra e indiferente.
-Hoy no está ese gato, pero siento su presencia. Es increíble.
-No sé, hoy no puedo ver, estoy enceguecida. Ayudame a subir.
-El martes los esperamos, vengan a casa -Doña Irene, la vecina, ya se despedía y se iba por el sendero angosto con sus dos hijas hurañas y el niño lelo.
Tomaban mate, oyendo los sonidos del delta y el lenguaje de las torcazas. Silvia, Joaquín y Cata no hablaban.
Sonó el teléfono.
-No atiendan, chicos -les indicó.
En ese instante, como para interrumpir los rings, un contorno transparente con un ajado sombrero pajizo de alas anchas, cruzó la galería. Silvia regresó de la oscuridad y lo vio, y también lo escuchó.
-No me gusta el té, pero las tortas, sí.
 Se miraron los tres, sobrecogidos y asustados. Era la voz de Martín, el esposo, el padre, el abuelo, muerto unos años atrás.
-Iré a las cuatro para tomar unos amargos, doña Juana. Creo que mañana termino de calafatear la canoa. Hasta mañana.
-Click.
La figura translúcida de sombrero aludo no regresó esta vez.

Silvia se despertó hosca y un poco disgustada. Se restregó los ojos pegados, legañosos y doloridos de tanto rodar en la oscuridad para ver y para no ver. Miró hacia abajo y vio sobre el pasto, junto a la hamaca colgada entre los dos manzanos, un tacho de alquitrán, una espátula, un pincel, un trozo de calabrote, la flor ya marchita y el anillo de mimbre que Martín le había hecho en el Tigre, junto a los meandros del río marrón.

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