sábado, 9 de julio de 2011

Un prócer lampiño y sin caballo. Un helado de sopa de gaspacho (en tres entregas)

-Abuela, te explico que para la brazada de crawl, tenés que doblar el brazo a la altura del hombro, para que no te lastimes las articulaciones.
-¡Ah!, pero yo aprendí cuando era muy chica, que se hacen con los brazos estirados, paralelos y pegaditos al cuerpo.
-Hagamos una carrera -ese chico de doce años ya la deja atrás, aunque se esfuerce.
De todas maneras, a Silvia, ese nieto le está enseñando siempre algo nuevo, y no es cuestión de desaprovechar enseñanzas. Piensa en todo eso. Las semillas sembradas florecen en cada temporada con un renovado fulgor y se estremecen en una profusión de colores. Las flores que está recibiendo como regalo, provienen de sus nietos, sin dudas. 
Ella está buscando la cuchara de madera en el cajón de la mesada, y encuentra una carita que le sonríe, contorneada en azul sobre papel recortado. Es Agustina, quien siempre que la visita dibuja febrilmente caritas de niños que lloran, que están cansados, nenas asustadas, rostros que ríen, otros que duermen plácidos o que se asombran.
-Ahora yo digo qué vamos a dibujar -dijo Candela cuando sus nietas se quedaron un rato en su casa.
-Primero, frutas. Y la que termina primero, tendrá un premio.
Suena el teléfono, y debajo del aparato asoma un papel doblado con pintitas violetas salpicadas con acuarela y en un blanco de la hoja un mensaje: "Premio de Candela"
En una sola mirada aprende la armonía de los gestos con las almas y ve papelitos cortados, papelitos pintados, papelitos con mensajes, escondidos debajo de una maceta, en el hueco del reloj de madera, colgados del portallaves, y se imagina que habrá otros en los lugares más inverosímiles. Estaba dispuesta en cualquier momento, a retirar con cuidado unos harapientos y deshilachados recuerdos, como un tesoro, se enmohecen en el fondo de la memoria, como fumarolas sofocadas.
La más grande, Agustina, es muy lectora de historietas, y la más chiquita, Candela, es una lucecita que mientras hojea los cuentos, va inventando historias, o repitiendo lo que tantas veces su mamá le leyó. Esos cuentitos eran los que Magdalena, su mamá, y su tía Cata habían manipulado cuando eran chicas. Algunos de ellos eran los del tío Roberto, gastados y manoseados, que también habían sido un botín precioso para sus hijos.
-Les propongo hacer masitas.
-¡Sí!, porque mamá nunca nos deja. Dice que le ensuciamos la cocina. Ella hace galletitas de manzana con canela.
-¿Vamos a usar los moldes con formitas, quieren?
Entonces sumergen las manos en la mesa enharinada y se pegotean con la pasta dulce.
-Pasame el de corazoncitos y el de triángulos.
-Yo quiero el de trébol de cuatro hojas.
-Voy a hacer muchas lunitas -y la mesa se va llenando de formas de color indefinido. Esas manitos están pringosas de manteca y miel, de ceritas de colores y de polvo de hojas de otoño.
Un rato antes habían estado eligiendo una roja, otra amarilla, otra marrón para guardar en el viejo atlas. Ellas viajan cada vez que revisan banderas, países, paisajes: una montaña, un río, algún castillo y rostros con gesto ceñudo a los que Candela, a escondidas, les dibuja un bigote, unos labios rojos, o una nariz de payaso.
-Cuando yo era chica como Candela, mi mamá hacía estas galletitas -les decía Silvia, mientras van levando sobre la mesa de madera -Hacía una fuente grande y las escondía sobre el ropero, para que no me las coma todas de un tirón. Entonces, me subía a una silla y las iba comiendo despacito, saboreando y dejándome bigotes de azúcar blanca que me traicionaban y mamá me descubría, al instante.
Hay una memoria gustativa de masa esponjosa con cascaritas de limón y quiere transmitir a las nenas las mismas sensaciones, para que olviden, para que les lleguen en soledad y en silencio, como un soplo líquido de pausa blanca.


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