lunes, 18 de julio de 2011

Salam malecum ( en tres entregas)

La ciudad hierve, retiembla, resuena y abrasa en todo su fragor. Se expande hacia todos los ámbitos. Para Ana Clara es mucho bullicio. Es la Explanada de Espanya, la de los baldosones combinados; las gentes no pasan, la pasean a esa calle cabal y erguida.
Prefiere alejarse hacia un banco bajo las palmeras de la costanera y mira el mar, desde el puerto y la marina. Está tan liso e inmóvil que se asemeja a una laguna de ojos zarcos. Es el Mediterráneo, una plancha espejada, adherida a otra fina, como el cristal. Es el cielo azul del Levante.
Ella había llegado a Alicante la noche anterior, luego de viajar desde el viento gélido y la nieve; mucha bufanda, gorra, borceguíes y guantes le acarrearon una tristeza inconmensurble. Necesita aceitar esos goznes oxidados, sus huesos entumidos y regalarle una caricia a ese corazón maltrecho.. no está decidida a contarlo todavía.
Se encamina hacia la Plaza Gabriel Miró, por una calle lateral, donde los paseantes son lugareños que pasan concentrados en la cotidianeidad, a esa hora de la tarde. Junto a la estatua del poeta escribe su diario de viaje, las sensaciones y las vivencias. Los ficus y los gomeros centenarios le dan sombra y reposo, mientrs mira las veredillas deformadas por las raíces que pugnan por subir a la superficie.
-Es increíble: de Andorra, a las playas del Mediterráneo -escribe en su cuaderno - Virginia y Darío me hospedan en su casa. Hoy disfruté del sol tibio, estirada en la playa del Postiguet -y recuerda las voces en diferentes idiomas que se mezclaban y se alejaban con la brisa del mar.
-No camines cerca de la Plaza Miró -le había recomendado Darío -Es el barrio de los árabes. Las cabinas telefónicas y las estafetas postales están camufladas en garitos y casas de citas.
Ana Clara había sido aconsejada convenientemente, pero no le importó, porque primaba la curiosidad y lñas ganas de  ver ambientes distintos y conocer gentes.Vio en casi todas las celosías entreabiertas, banderas con lunas en cuarto creciente y banderas con una estrella tunecina, que cuelgan con descaro de las banderolas y de las barandas de las escaleras misteriosas, como desafiando a los polizontes, a la guardia callejara. Escuchó voces guturales, sonidos graves y gritos entrecortados.
-Salam malecum -un delgado marroquí de blanca camisola, sin tocado y con sandalias, la saluda con inclinación de cabeza. Se adivinan años de turbante multicolor y aretes. Otras palabras más le dice, que ella no comprende, pero le sugieren algún piropo impertinente que alguna vez le dijeron en su pueblo.
-Chau -le contesta con una sonrisa amigable- Que te vaya bien y que la paz esté contigo. El muchacho de paso cansino se aleja con parsimonia y amplia sonrisa de dientes blanquísimos.
Ella mira el follaje oscuro y repasa una larga vida de esposa sumisa y de mujer sofocada por un hombre imperativo, que ya no valora la vida, que perdió el asombro, enfermo, al otro lado del océano.
Ahora alisa su frente y desecha esos recuerdos amargos, cuando al mirar la estatua de la plaza en esa tarde plácida, piensa en las cerezas dulces. "Las cerezas del cementerio", y recuerda lo leído: "Yo padezco tnto queriéndote, que entrego mi vida" Trágico amor. La mujer degustaba esas cerezas, cada vez que llevaba a la tumba de su amante, un ramito de narcisos. Amor, voluptuosidad, erotismo, enfermedad y muerte, en esa secuencia.
-"Quiero hacer contigo lo que la naturaleza hace con los cerezos". Eso pareció lo que el árabe me dijo en la plaza.- Continúa escribiendo en su diario de viajes.
Mientras regresa, va repasando en su mente todo lo que hizo en el primer día de estancia en Alicante.
El sol brillante la había arrebolado hasta colorearla un poco ¿o será el rubor que todavía siente y le calienta la cara?
-Hola, mujer.¡Qué deleite, ¿no? - le había dicho Virginia al volver de su trabajo en un lenguaje conocido, pero con una entonación diferente. Hace muchos años que la chica había migrado a España en busca de trabajo. De abogada desocupada en su país, a profesora de Pilates en una clínica traumatológica y "bailaora" de flamenco en una escuela de danzas españolas.
Cruza la Rambla y pasa de nuevo por "Tarantino", una fonda de tapas, donde había almorzado con Virginia: una ensaladilla rusa, bocatas de bacalao, sándwiches de jamón ibérico y zumo de naranjas.
-Tengo que escribir todo eso. Y también lo que conversamos con mi amiga sobre mi vida y la suya junto a Darío, acá, en España.
Bajo un sol esplendoroso entre las palmeras, que no alcanzan a mitigar los 25º del mediodía, un "cantaor" las había deleitado con su guitarra flamenca, entre mesa y mesa. Ana Clara no para de admirar todo, como si abriera una ventana al asombro.
-Puedes subir al castillo de Santa Bárbara, desde la Playa del Postiguet. Hay un ascensor y una fabulosa vista al mar y a la ciudad. Se ven las albúferas y también Benidorm -le había recomendado Virginia.
-Sí, ya he satisfecho algunas necesidades. Ahora voy por las posibilidades -le había contestado.


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