viernes, 27 de mayo de 2011

Un coprolito de dinosaurio (1º parte)

Menudita, aunque vigorosa, Elisa entierra sus alpargatas bigotudas en el arenal. Está ofuscada y no puede pensar en otra cosa. Mejor sería sentarse al lado del arroyito, escuchar el murmullo entre las piedras, juntar berro para llevar a la casa y ver pasar el tren de las cuatro para responder al saludo de los pasajeros.
Hoy no fue a la escuela; salió de su casa como siempre y escondió la mochila con sus cosas detrás de la piedra grande. Arriba, planean varios aguiluchos en la tarde plácida.
-Unos señores del gobierno van a hacernos algunas preguntas y nos van a dar una beca, o algo así- le había contado a su mamá.
-M'hija, entonces nos van a dar plata, y la necesitamos tanto...!
-Los chicos ayer estaban todos alborotados -pensaba -y decían que les iban a contar dónde viven sus abuelos y sus tíos, por qué están allá en el campo, cerca de los mallines, pero no les van a decir que ellos y sus primos, hablan otro idioma.
-La maestra nos dijo que ellos quieren investigar sobre nuestros orígenes y quieren ayudarnos, pero yo creo que a ellos qué les importa, si el tata tiene que buscar los palos que deja el río en el recodo, y picar leña para calentarse y para que la abuela frite las tortas en la cocina a leña ... y no tienen televisión. ¿Qué les importa?
Camina con furia, sin tropezarse en las rocas, pero el canto rodado la hace deslizarse unos metros más abajo. A pocos pasos, un carancho desplumado se hunde en la carroña. Ella había aprendido a transitar la meseta lisa y recta, en compañía de su abuelo, cuando el cielo parecía hervir sin una nube, arriba. Y abajo, el río transparente y murmurante entre las rocas y la orilla verde y musgosa.
Don Demetrio, por aquellos tiempos gustaba de recorrer los pedreros y buscar esquirlas de piedras trabajadas. En aquella época le decían "el Chascón", no sólo por los pelos duros y rebeldes, sino por su torpeza habitual.
Algunas veces encontraba un raspador abandonado, porque en una esquina se había quebrado; otras veces, una bola de basalto partida, y él le contaba a Elisa que eran las bolas fijadas con tiento y que sus parientes mayores boleaban para enredar en las patas de los "ñandús", o para defenderse de los ataques. Muy a menudo tenían que echar a los soldados a toscazos, de sus tierras, porque querían apropiarse de su lugar, sus majadas y la caballada.
En una de esas andadas, Elisa había encontrado un botón de chapa con dos agujeros, allá, donde el viento del oeste había volado la arena, en la cima del Cerro Pelado.
-¿Qué es esto?
-Un botón de las pilchas que usaban los soldados que querían conquistar el desierto.
Otras veces, con el abuelo desenterraban fragmentos de alguna vasija de barro y arcilla, un asa rota...
-¡Ah!, y otra vuelta encontramos una cabeza chiquita de una víbora o de alguna clase de ratón. No supimos bien de qué se trataba. -Recuerda en voz alta y el viento que empieza a soplar, se lleva los sonidos al fondo del valle.
Ya pasó el tren de las cuatro, algunos paisanos se sacaron el sombrero para saludarla. Un ventarrón arrecia, entrecierra los ojos y con obstinación, sigue caminando. La arena vuela y le picotea las mejillas curtidas. Todo eso va recordando mientras trepa, como las cabras, hacia la boca de la cueva del Cerro Leones.
La Ceci, ayer durante el recreo le dijo que se papá le había contado...
-Si te metés en ese hueco, tenés que arrastrarte como diez metros panza abajo y con las rocas pinchudas lastimándote la espalda, hasta ver una inmensa abertura que no está oscura, porque del otro lado hay otra salida. Él había visto las cagadas blancas de las águilas que tienen ahí sus nidos, ¿o eran pinturas rupestres?. Para encontrar la salida hay que sumergirse en la laguna quieta y oscura, y salir mojados, al otro lado. Afuera, el viento obcecado quiere arremolinar el agua estancada y enceguecer a los valientes que cumplieron la travesía y la hazaña. -Imaginaba Elisa, cuando escuchaba el relato de la aventura.
-Antes había acceso libre, pero ahora te cobran la entrada -piensa mientras asciende - Así que tendré que escabullirme para que no me vean -y recordaba la charla con su hermano menor.
-Hoy toqué un coprolito de dinosaurio -había comentado en la casa, luego de la visita al museo con los chicos de su grado y la maestra.
-¿Y eso?
-Es una bosta de dinosaurio -Ella había aprendido una palabra nueva -pero no tenía olor, porque estaba petrificada... y la maestra me retó y me señaló un cartel que decía: "No tocar" - Efraín se reía frunciendo la nariz y dejando ver sus dientes desparejos. Él usa una boina roja que deja ver unas crenchas renegridas.
Lejos quedaron la mochila y los cuadernos; seguro que ya están tapados de arena, esas finas partículas, testigos del tiempo y de las pisadas de sus ancestros.




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