viernes, 13 de mayo de 2011

Ni grillos, ni saltamontes (última parte)

Las moscas zumbaban a su alrededor y transpirando de angustia, se despertó. Asustada en una ardua incomprensión, que le impedía ver la relación entre la niña, los mecánicos, Carmela y Julio, la poetisa, el amante frustrado, el amigo borracho, salió del sueño y emitió un sollozo sin sonidos. En la rapidez de ensoñaciones dispersas, sintió primero una cosa intensa y lívida, como el terror, y después, un urgente alivio por el final de la pesadilla en un grito imposible. Hurgaba con furia para descubrir el yo que había perdido, en una súbita e insondable niebla de presentimientos.
Al fin, logró recoger como retazos de una tienda de ofertas, los pensamientos esparcidos y volvió a amontonar fuerzas. Porque una mira, come, ama, sonríe, se irrita, se aburre, llora, se complace, pero hay que continuar, aún sabiendo que otra vez, ha de encontrarse cabeza abajo, sin un mínimo de ímpetu para proseguir la tarea.
Ven a mí, dolor
despedázame,
desentiérrame con tus colmillos
y recóbrame como una elegía.

Una hoja casi seca, quemada por el sol, cae suave sobre la reposera y deja oír un sonido seco y metálico, de final, como cuando se cierra la tapa de un ataúd, al pie del foso.
En la duermevela, las patas sigilosas de un saltamontes, arañan su rodilla y no se asusta, porque piensa que es un grillo, el de la buena suerte; inclinada, observa su deslizarse hasta que, afirmando sus patas, salta hacia el seto de hiedras.
Se da cuenta que le invande la conciencia otra vez; sus pies, sus raíces, se apoyan junto a la cama. Buscan a tientas en el piso, los zuecos, las pantuflas, o algo para calzar, pero no las encuentra.

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