En una oficina pública del centro, hay una importante reunión para atender y resolver la urgente necesidad de depurar las aguas del gran lago del sur. Yo espero en el coche, que pronto termine.
Afuera llueve con fuerza y el agua cae
como si cuchillos afilados quisieran incrustarse en la tierra, en el cemento,
en las plantas y en las personas que circulan rápido por las veredas, van
protegiéndose, como pueden, bajo los escasos aleros y las marquesinas.
Una chica llega hasta ahí, con los pelos
enrulados y alborotados por el agua. Mira hacia el interior y ve a un policía y
a un guardia que recién ha comenzado el turno de la noche. La hacen ingresar y
luego de unos minutos ella sale y, parada frente al ventanal, sigue mirando hacia
adentro. Ahora sí se coloca con parsimonia la capucha para no seguir mojándose.
-¿Qué se cree? ¿Por qué no sale? –sus
labios parecen clamar y reclamar.
-Seguro que va a encontrarse con la rubia
del teléfono, muñequita de plástico y manicura de largas uñas gatunas, escote
sensual y lencería erótica –piensa. – O con la japonesa de los ojos rasgados…
No se escucha lo que sigue diciendo,
porque la lluvia cubre todos los sonidos, pero puede percibirse el enfado en su
pecho palpitante, mientras las gotas siguen resbalando por su campera, ya
empapada.
Se abre la puerta principal. Ella detiene
sus pasos y a unos veinte metros ve salir tras ella al guardia nocturno. El
muchacho alto, sin sombrero, a grandes zancadas vibrantes, inclina su torso
largo y esbelto y sin capa, como ayudándose a avanzar más y más, hacia ella.
No se ve más, porque en la esquina está
maniobrando el camión recolector de basura y la mujer policía dirige el
tránsito de hora pico, indicando a los vehículos no virar a la derecha. En la
otra cuadra está el Poder Judicial y los obreros están vallando los
alrededores. Se están preparando las medidas de seguridad porque comenzará
mañana, el juicio oral por la muerte de un joven que delinquía, a manos de la
policía, dicen.
Las palabras ásperas se sofocan en la
discusión; se exaltan, se enardecen, las miradas se exasperan y luego, la
reconciliación inevitable.
En la otra dirección, se han alineado
unos cuantos coches brillantes de agua y limpiaparabrisas en furioso
movimiento, tras una moto de gran porte que ronronea entre nubes de humo.
Por la vereda de enfrente, a pasos
cortitos, como si aún llevara un kimono de seda bordado de templos, pagodas y
casas de papel, la señorita Taka Mariko se apresura. Lleva una falda negra con
un tajo profundo, botas de charol para lluvia y se cubre con un poncho calamaco
y un sombrerito de pana oscuro. Taka ya se ha habituado a este lugar, desde que
abandonó las rutinas de azafata en una aerolíneas oriental. Llega justo a
tiempo y se sienta en ancas, en la moto del joven, el Marlon Brando del pueblo.
Bajo su casco se adivinan unos rulos rubios indóciles; rebelde es también su
indumentaria: pantalones de cuero y campera de gamuza marrón con largos flecos
en las mangas. En la espalda mojada, una blanca calavera cruzada por bandas
negras, como una efigie, mira la hilera de luces que brillan y hieren el
pavimento. Debajo de las antiparras moteadas de gotas, también se adivinan unos
ojos que, bajo una apariencia de severidad, parecen pedir como una plegaria, un
poquito de ternura, como diciendo “porque… uno tiene que tener un amor…”
Mientras, esperan la orden de la oficial
de policía para continuar la marcha. Se entrecruzan unas miradas con sabor a
despedida, entre el muchacho de enfrente y la joven oriental. Desde la
motocicleta, ven a la pareja besándose con vehemencia, bajo la farola que
ilumina la lluvia intensa.
Como ramalazos, como oleadas en
technicolor, la señorita Taka recuerda los encuentros furtivos con el muchacho
que ahora besa con pasión en la esquina a la chica de rulos ensortijados.
Sobre las esteras, cubiertas de
almohadones de seda salvaje, él la amó. Y salvajes y breves fueron esos
instantes con él, los que le sirvieron para olvidar aquel terrible episodio en
ese vuelo, en ese viaje que no hizo, cuando no fueron oídos los mayday del piloto y de la tripulación,
antes de que el avión se estrellara cerca de Kioto.
La nariz quebrada del motociclista (y
boxeador) se impulsa hacia adelante y parten. Una sonrisa como una luciérnaga
inquieta, entre sus diminutos dientes blancos, deja entreoir un Sayonara nostálgico, mientras se alejan
entre el rumor citadino.
Fuera de ese escenario ya, brindarán: él,
con un buen vino torrontés, y ella, con una copita de saki. La señorita Taka se
entregará como una geisha sobre el tatami. Gotitas de sudor perlarán su rostro
blanco de porcelana y tranquila, tímida y vulnerable, como una bailarina de
Kabuki, verá un lago acolchado de lotos blancos.
Para hacer más amena la espera, escucho
una canción. La voz metálica de Brian Adams me habla de amor, de una mujer y de
un instrumento musical poco común. Y sueñó que un Marlon Brando robusto, de
cintura gruesa en sus setenta años, me toma por la cintura y bailamos. Mi
vestido blanco, de amplios volados vaporosos, se confunde con la playa plateada
de luna, de espuma y de caracolas.
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