domingo, 2 de febrero de 2025

Delirante

 

Delirante

--¿Qué día es hoy? ¿Cuándo termina el feriado? – Un mensaje de voz me alertaba. Era como una bicicleta desvencijada que ha perdido el rumbo. Está pidiendo ayuda. Dudé si ir a verla, no vaya ser que ocurra lo mismo, como cuando visité a mi amiga de la infancia, sentí como un masazo al verla tan desmejorada. Me hizo tanto mal, que no volví más. 

Así que hice de tripas corazón y previo aviso, fui a su casa. Ahora se trata de otra, quien fuera mi colega docente, quien cayó en decadencia desde que se jubiló.

--Pasá rápido para que no se escape los perros! -asomó apenas mostrando su cara demacrada y los hocicos de los perros lanudos empezaron a empujar para salir.

¡Hasta los perros querían huir! Me arrepentí al verla mucho más descuidada que la vez anterior. Pelos largos, sucios, canosos. Cara negra de hollín, nariz ganchuda y unos pelos rebeldes ensombrecían el bigote y el mentón. Olor a encierro, a falta de cera y alcanfor. Harapienta, viste con andrajos su cuerpo flaco.

--Este tapado era mi mamá. -- Me dice como disculpándose. Dinamita el silencio, a mitad de la razón.

Mientras miro con desolación por los rincones, busco un espacio para sentarme en medio del desbarajuste imperante. Los perros ocupan todo el sillón largo. Veo otro que tiene menos pelos. Tengo que cuidar el pantalón negro y me dan ganas de retroceder y escapar, aunque falta mucho para ir al festejo.

El frío del ambiente ataca sin piedad.

--¿Querés que encienda el hogar?

--No tengo leña, sólo esos palos gruesos y me alcanza el Magiclick mugroso. –Sí, anda. Podés tirarle kerosene…

-¡No, es peligroso! –grito y me imagino la casa en llamas, como último destino.

Le miro la cara de vacío cuando la veo caminar a la redonda, por corredores ciegos.

-¿Qué iba a hacer? ¡Ah, sí, te preparo un café. –Va hacia la cocina, apenas iluminada por un pobre bombita, donde descansan ollas ennegrecidas, platos sucios y trastos viejos que no deberían estar en ese lugar.

--No sé dónde dejé el cenicero… --Sueños y recuerdos se derrumban entre los escombros, vibran los cimientos, estallan las bombitas de luz y ella se arrastra con un pesado equipaje hinchado de no recuerdos y de pérdidas.

--Ya está prendido el fuego. Vení, contame.

--No, decime vos. –Cuando el monólogo había comenzado, me interrumpió. –Vení, que te muestro estas macetas. Mirá, pongo cebollas, papas, lechugas, para tener comida, porque se viene el nuevo orden mundial, y nos quieren manipular. –Dice. La tierra reseca no podría hacer revivir los brotes y las hojas achicharradas, junto al ventanal de cortinas mugrientas, que cuelgan exánimes.

--¿Vos te vacunaste? Yo no, a mí no me van a agarrar. Y no corras las cortinas, que se va a caer esa cosa, ¿cómo se dice? Ah, sí, barral.

--Vení que te muestro. –La sigo subiendo las escaleras crujientes hacia su dormitorio. Un sopor caliente me satura. Es olor a muerte. La cama es un revoltijo de sábanas sucias y colcas de color indefinido.

Debajo de un estante del placard, en un desvarío de ropas viejas y cuadros que ella pintaba antes, me muestra un espejo redonde de esos que aumentan la imagen y un pote de cera depilatorio. –Los escondo acá para que no me roben. Igual, ya ni pelos me crecen…

Como una zombie camina con el peso de la indiferencia. Lo único que escucha son alaridos de impotencia; se pone sorda y ciega para no escuchar más mentiras. –Las verdades son falsas. –Dice, para no ver rostros hipócritas; se queda en su refugio y se convierte en roca o en hielo y quiere ser muda para no gritar.

Dudo si ella podrá apartar los cascotes, recoger las esquirlas y reconstruirse, o entregarse a Satán.

Me incorporo, respiro apenas ese aire viciado y quiero salir ya.

--Para que el tiempo no me robe la memoria.

--Para que las sombras de la noche no me desvelen.

--Para que el silencio no me grite al oído.

--Para que el búho del atardecer no se mofe de mi sonrisa.    

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