Sí, efectivamente, Olivia escribe poemas. También
pinta. “El arte sana” le decía una amiga. Este tiempo de cuarentena es el más
propicio para crear. Mientras diseña, los pinceles vuelan en alas de libertad.
¡Tantas veces estuvo haciendo pie para salir del limo de las arenas movedizas!
Desde el fatal accidente que se llevó a la madre, dice
que lleva impresas esas ojeras oscuras. Es su seña particular que resalta unos
ojos amarronados inquietos, que nunca abandonaron el estupor y la zozobra.
Si antes pintaba aguas turbulentas, donde un barco
pirata navegaba con un clan intrépido, si antes fue la capitana de esa armada
invencible, hoy pinta aguas claras que están en calma. Es la calma del guerrero
que ha concluido mil batallas.
Deja los pinceles y escudriña unas patas de gallo
impertinentes y unas canas pertinaces. No importa, se dice, son las marcas de
la experiencia. De nariz aguileña, de pómulos desafiantes y mandíbula altiva,
su boca se distingue con agresiva provocación.
Ella sabe que en sus luchas ha perdido mucho, pero son
muchas más las ganancias en el balance actual. Ve a esa gran familia que
constituyó solita, siendo madre y padre a la vez. Ha ganado, sí. “El amor se ha
colado hasta mis huesos, sin pedirme permiso”, dice. También ha ganado unos
kilos de más, que engrosan su cintura, pero ¡qué importa!, porque sigue
cimbreándole a la vida.
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