sábado, 9 de abril de 2011

De pasiones y bríos.

La nona, la estatua Margarita, ahora mira a lo lejos y frunce el ceño, porque recuerda cuando su hija Amalia, la solterona del pueblo, se escapó con el ferroviario y la abandonó.
Silvia, de regreso de alguna fechoría en bicicleta, la mira y piensa que no le gusta ver así a la abuela.
"Estará celosa de mí, de mi trajinar en plena libertad, de mi risa fácil, de lo que tengo por vivir.¿A ella qué le queda por delante? Me vigila, lo sé, como vigilaba a la tía Amalia. Me aburro con ella. Quiero salir otra vez... Ocupa todo mi espacio con su presencia ausente, respira mi aire junto a mi cama. Y ronca. El cuarto está decorado, hacia un lado con fotos, recuerdos, posters de mis cantantes favoritos, y no puedo escuchar mi música! Hacia el otro, cuelga un Cristo, un rosario, estampitas de algún santo, un portavelas. Y ella, siempre en silencio, con sus flacos pelos grises amarrados a las eternas peinetas, también grises..."

Y un día la nona quedó estatua.
-Murió la abuela Margarita. ¡Pobre vieja! -dijo Federico.
-Se dejó morir, nomás -dijo Pochi.
-Y yo no la cuidé lo suficiente -dejo Genaro, el hijo mayor, junto a su esposa, la presumida.
Silvia nada dijo. Se ahogaba entre las coronas de crisantemos y gladiolos, entre las palmas de claveles y de calas. ¡Y ese olor intenso a muerte flotando entre las velas!. Hubiera querido sentir el perfume de las madreselvas y de las violetas de la casa de la nona. Pero eso, ya no era posible.
-No vas a ir a esa fiesta. Habrá más cumpleaños como ése. Hace una semana que murió la nona. Estamos de luto.
-Dejame ir. Te prometo que no bailo. ¿Querés? Es acá cerca, en la casa de Alicia, que cumple quince, y es mi amiga.
-Bueno, pero no bailes... ¡Ah!, y volvé a las doce, no más. ¿De acuerdo?
-¡Prometido!

-Todavía me arde la cachetada en la mejilla derecha -solía contar Silvia, después que su padre la fue a controlar. Eran como las doce y treinta, y la encontró bailando apretadito con Ricardo, el de los rulos ensortijados, que no corría tras la pelota, precisamente.

-Todavía imagino el dolor de Federico y de Pochi cuando me escapé tras un amor, con mi título de profesora debajo del brazo, en el tren, hacia el sur -continuaba - Como la tía Amalia, la que no fue maestra y se escapó con el maquinista Eduardo.
-Todavía veo la imagen de Pochi, juvenil, dinámica y feliz. Y no quiero guardar en la memoria el cuerpo frágil, diminuto, vencido, de mi mamá en el lecho de muerte.

 

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