sábado, 2 de abril de 2011

El mar... el mar.

De espaldas al sol que haraganea para alzarse, frente al mar, ella mira los pliegues tersos que como un paño van arrugando la calma de terciopelo gris.
La luna soñolienta comienza a hundirse hacia el poniente.
Ahora el mar va desperezándose, cuando unas lentas y mansas ondas van persiguiéndose, con cadencia y sincronía, dibujando un sutil velo de brumas; aguas blancas de espuma, primero se detienen, y después se recuestan, plácidas, en la arena fría.
Charcas de luz bruñen la playa. Conchillas saladas se adormecen con el arrullo del agua que las acaricia; insectos saltarines perforan el agua quieta, y vuelan dejando destellos multicolores.

Llega su compañero y juntos, desde el acantilado rocoso, divisan una barca lejana que se mece en el inmenso azul. Un esquife, repletas sus redes de frutos de mar, más acá, enfila hacia la costa, mientras los pescadores y los buzos de una chalupa, se esfuerzan por alejarse del arrecife.
Ella imagina las madréporas rojas adheridas a las paredes coralinas, sanguinarias, que asoman para saludar al sol. Se empieza a calentar la mañana. Él piensa en las faenas con sogas, redes, canastos y enseres de pesca.
Al refugio de las rocas, en la playa, se acarician con calma, con ojos, sin zapatos, con amor.

Como barcarola, un rumor de chillidos y graznidos de aves marinas. Cormoranes y gaviotas van surcando el azul y la playa; desafían el bramido del mar, que aún no se oye. Van al encuentro de los hombres de mar, y de su pesca.

Llenos de besos y de arena, mareados de pasión, no perciben lo que pronto irá a ocurrir.

Los pescadores saben, lo presienten; algo distinto está por suceder; lo ven en la ola caprichosa que se cruza frente al navío; en los pequeños peces, en los cornalitos temerosos, que hoy no suben a la red; en las algas coloradas que se arrastran por la proa; en la sucia espuma fosforescente que se adhiere por la popa; lo sienten en la fuerza de los brazos que compiten con la red, empeñada en resistir y no entregar su carga; lo huelen en el aire, en el recio viento helado que ahora les pega en las caras curtidas y que les sopla ese olor a resaca de corales desprendidos y de ovas destruidas.

Y los cuerpos se aprisionan, se mecen, estallan en el alborozo final, hecho de toda el agua de las olas marinas, como la poesía y el entorno de sal y caracolas. Beso mojado con sabor a tierra, a algas saladas. Es un beso profundo, como se llegara de las oquedades del mar, que se eleva de nuevo, para, otra vez, descender y sumergirse hasta el fondo de la vida.

Ahora, como una carcajada sarcástica, el mar sacude las barcas, para humillarlas en su pequeñez, entre el flujo y el reflujo de la ansiedad, en el vértigo de las marejadas sin tiempo y  en el alboroto de las aves que huyen en escándalo de alas y chillidos.

Desde el roquedal en la playa de arena fina, entrelazados, los amantes ven cómo el rizado muro de agua se empina hacia adelante y en creciente velocidad acumulada, hace jinetear sobre las olas, a las barcas y al esquife. El mar se embravece, se encabrita, se impone y descarga aguaceros helados y borrascas.
El sol se oculta. Ola verde, ola azul, ahora se tornan grises y plomizas en su cólera.

Ahora ellos, muertos de miedo y de frío, corren, trepan y buscan refugio en el promontorio, sin dejar de ver hacia atrás. Las barcas navegan de lado, de popa, de proa, en el torrente que se eleva, se dilata y las crestas se rizan como la crin de un caballo al galope, hierven y fluctúan como el fuego.
Ven e imaginan en la casa del promontorio, cómo Pablo y Matilde se empeñan en protegerse para salvar su amor y cuidar sus objetos ceremoniales. Los mascarones de proa, los dibujos, los poemas, las piedras, las caracolas, las conchillas. Toda su ternura, toda su lujuria, parecen derrumbarse y caer de los estantes, de las vitrinas y de la biblioteca. Hasta pueden oír, entre el rugido de las olas, los martillazos para atrancar con tablas, las aberturas frente al mar. Desde una de las ventanas moriscas del este, ven pasar el contorno de Pablo con su gorra requintada, intentando detener el derrotero de furia y destrucción.
Afuera, asisten azorados al espectáculo, al movimiento violento de la entraña hirviente y vertiginosa, al remolino de despojos fugitivos, de tablas, de peces ahogados, de matas y de algas, brincando y sumergiéndose en el tumulto oscuro alrededor, sin retroceso.
Las barcas embican, una tras otra, en la playa entre los restos flotantes, como si el mar hubiera vomitado en su paroxismo final.

El amor, la poesía y la casa de arte han sobrevivido a las tormentas; así permenecen el gran ancla en la arena y las hortensias violáceas, junto a la estatua del gran poeta.

"Compañeros, enterradme en Isla Negra
frente al mar que conozco
cada área rugosa de piedras y de olas
que mis ojos perdidos
no volverán a ver"



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