sábado, 9 de abril de 2011

En sepia, los recuerdos. (en dos entregas)

Sentada en una mecedora y cubierta por una pañoleta gris tejida al crochet en otros tiempos, la abuela Margarita medita, y Silvia la recuerda.
Se hamaca, monótona y paciente, y en ese vaivén, sus mejillas regordetas se arrebolan al ritmo de los recuerdos.
Su niñez, allá en la colonia agrícola Bella Italia; las travesuras en el campo junto a sus hermanos y los hijos de los otros inmigrantes. Los polaquitos de pantalones emparchados, los judíos masticando con aburrimiento,  las semillas de girasol, y las tertulias nocturnas de las familias vecinas, reunidas en torno a los cartones de la lotería, las fichas de madera y los porotos.
¡Quintina!, gritaba uno y así pasaban agradables momentos.
Por un instante, una leve sonrisa se escapa de sus labios finos y multiplica más aún las arrugas de su rostro cansado. Es que rememora los devaneos amorosos con el abuelo Bartolo.

En una caja de fotos añejas, Margarita y Bartolo posan para la foto de casamiento. Silvia había curioseado una tarjeta bordada con primor; el novio, con letra prolija, le deseaba felicidades para el próximo año, allá por el 1900, inicio de un nuevo siglo, el que seguramente traería dicha.

"Sta. Margarita: le deceo a Ud. un año pleno de felisidad. Ahora, lo que más me gustaría es robarle un beso de su boca.
                                Con afecto y respeto.
                                         Bartolo"

Sus ojos grises, ausentes, se distancian más y más, mientras a su alrededor, la vida fluye en la casa de Federico, su hijo, de Pochi, su nuera, y de Silvia, su única nieta.
Ella, con la prepotencia de su juventud, no entendía la quietud de su abuela, "la estatua Margarita", le decía en sus pensamientos caprichosos, pero lo que sí entendía era esa sonrisa pudorosa que no alcanzaba a contagiar a esos ojos de nostalgia, casi blancos, de nubarrones estivales.
Su nieta, ya empezaba a percibir y a sentir como mujer, y como un impulso, tomaba la escoba y salía a barrer la vereda, distraída, para ver a sus ídolos, el Pato y Ricardito, que la encantaban con sus gambetas. Uno, con un flequillo al viento. El otro, con unos rulos transpirados al sol, tras la pelota.

A Silvia le gustaba màs retener la imagen de la nona, allá en el campo.
Camina piando "piú, pi,pi, piú" y arroja alpiste a las gallinas. Cosecha unas zanahorias, una planta de lechuga, unos tomates, un zapallo, un gran repollo, de su huerta. Rasguña la tierra y extrae papas y batatas nuevas. Enciende el fuego de la cocina a leña. Reina de las cacerolas, hace un arroz con la leche de la vaca Blanca, prepara los ingredientes para el gran puchero de gallina, y más tarde, riega los geranios rojos, los amarantos gigantes, los nácares de variados tonos y los helechos. Toda la galería está impregnada por el aroma dulce de las madreselvas.
Comienza a hervir la olla grande y despide olores gratificantes que ya despiertan el hambre voraz. Mientras, sobre la mesa de madera, nevada de harina blanca, van levando los pancitos recién amasados.
Su mamá saca agua fresquísima del aljibe. Para Silvia, esa niña pequeña, es una obsesión asomarse al brocal, parada en un banquito de madera pintado de azul, cuando el balde sube tintineando y desbordando, cada vez.
Cosechar tunas maduras, junto al alambrado, más allá del galpón de herramientas, y aprender a pelarlas sin pincharse, como le enseña su papá, y saborear después el néctar vegetal, era una rujina en esos días de verano.
Todavía su lengua tiene memoria de ese sabor, o el de los nísperos dulces que chupa con fruición, trepada al viejo árbol.
También recuerda el croar de los sapos en la zanja, al atardecer, y el chirrido de las chicharras en el sopor de la siesta, mientras la niña se deleita con un durazno caliente aquí, una naranja allá, una mandarina acá, y se tiñe la boca, toda la cara y el vestidito rosa, en lo alto de la morera.
Pochi y la tía Amalia conversan y se ponen al día con las novedades familiares.
Nació Susy en noviembre, se casó el hijo de Hilda, la mujer de Humberto se murió de repente, bautizaron a la hija adoptiva de Aurelio... y mucho más.
Mientras, una bate la nata que recién sacaron de la lechera tibia, para hacer manteca, y la otra, cuchara de madera en mano, revuelve la marmita para hacer el dulce de leche.
A la sombra del roble añoso, se menea la fiambrera con charqui, panceta y chorizos.
Es un primor el jardín de la nona, cuando se puebla de petí-rojos y zorzales en las mañanas tempranas de rocío, picoteando insectos entre las amapolas, las clavelinas, las rosas y las violetas. Todo, custodiado por los girasoles altos que se inclinan ya hacia el este, donde un amplio y generoso sol les sonríe.
Ahora, la nena de cinco años, corretea a la bataraza y esquiva al gallo crespón para rescatar los huevos de cáscara verde que le fascinan (las gallinas comen pasto todo el día) y que brillan en el reparo del gallinero.
Ya son las doce, parece, porque se oye a lo lejos el largo pitido del tren que está arribando, y la tía Amalia se apresura para llevar de la mano a su sobrina a la estación. Para ver el tren, dice, pero se supo después que ella iba a ver a Eduardo, el maquinista que siempre la saludaba con la gorra de cuero en la mano engrasada, cuando el tren ya partía.
Desde la alta y angosta puerta de entrada a la casa, la nona Margarita, brazos en jarro, ceño fruncido y desconfiado, vigila con su vestido de medio luto de margaritas blancas silvestres, las que se agrandan debajo del delantal. La chiva negriblanca, Eulalia, a los trompicones las persigue por la calle polvorienta.
La tía Amalia saca un cuaderno ajado y le lee a Silvia los poemas de amor que había escrito. Los comparte, a la vez que le aconseja:
-Tenés que ser maestra cuando seas grande. Como yo no puedo, vos serás una maestra -decía mientras le enseñaba a deletrear la palabra "AMOR".


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