domingo, 31 de julio de 2011

Una pizarra negra en el camino.

Ciega, no veía por el espejo retrovisor, ni por los laterales. Era una curva cerrada en la ruta y el parabrisas era una pizarra negra y gruesa.
Silvia se desesperó porque no conocía el rumbo y lo que vendría luego del recodo, ni veía el precipicio que caía a pique al borde de la banquina pedregosa, y un poco desmoronada.
-¡Qué hacés, abuela! -gritó Joaquín que se había sobresaltado de la lectura que lo tenía enfrascado, en el asiento del acompañante.
-¿Qué ves adelante? -dijo ella clavando los frenos.
-¡Frená!
A centímetros había un auto estacionado con sus ocupantes empeñados en fotografiar la inmensidad desde el mirador, al borde del barranco.
¡Qué ironía!. Ella no veía, y los otros, en el mirador.
-Por favor, ayúdenme -dijo andando a tientas y encaminándose hacia donde adivinaba un bulto.
No contestaron y raudamente arrancaron, como si hubieran visto al propio Satanás. Mientras, su nieto, sobrepuesto del susto, ya correteaba entre las rocas, descendiendo y esquivando las matas pinchudas.
El horizonte, otra vez, le hacía un guiño. La luz tenue del sol poniéndose, estaba ocultándose tras una nube caprichosa. Silvia sólo veía la pizarra negra, infranqueable que emitia destellos oscuros. El chico volvía ya, porque oía sus pasos apresurados, en el silencio del atardecer. Un perfume dulzón lo invadió todo y ella lo percibió allí, paralizada y estática.
-Te traje esta flor.
Al palparla supo que era una de esas mimosas amarillas de la estepa, que dejan una savia viscosa en el tallo, justamente para castigar a los depredadores que la arrancan de su sitio.
-Vamos, abuela "todoterreno", caminemos. ¿Qué hacés ahí?
No lo escuchaba, porque ahora andaba contorneando un río marrón en el delta, que la llevara hasta la cabaña. Ella sabía, presentía que no debían andar muy lejos. En un impulso saltó y se desprendió un islote de la orilla carcomida del juncal. "Soy como el junco que se dobla, pero siempre sigue en pie" -tarareaba la canción y por ahí andaba, flotando sobre la corriente mansa. "Isla-boñiga", la llamaría porque era una corteza dura, la palpaba, amasada por los años, con tierra, bosta, hojas y lluvias; se sacaba, mientras tanto, la malla mojada y barrosa mietras navegaba, como la flor de Irupé o los camalotes del Paraná. Ella se sentía un nenúfar en ese casi estanque. Y su nieto caminaba a largos trancos acompañándola por la orilla verde.
La isla-bote encalló en una ensenada justo enfrente de la cabaña que buscaba. En la playa, amarrada con un fuerte nudo marinero al sauce llorón, mitad tierra, mitad agua, la canoa celeste con los remos prolijamente acomodados, paralelos. 
-Raro, rarísimo- pensó Joaquín que ya llegaba.
-¡Ah!, llegaron al fin -nos dijeron dándonos la bienvenida.
-¿Te acordás, mamá, de ese gato gris y negro, tan confianzudo, con ojos casi humanos que nos maullaba saludándonos? Entraba a casa husmeando, como si reconociera cada rincón, invitándonos a pasar...
-Sí, esa aparición fue unos meses después de que tu padre muriera -Silvia se aferraba a la baranda, y no veía, la pizarra seguía ahí, negra e indiferente.
-Hoy no está ese gato, pero siento su presencia. Es increíble.
-No sé, hoy no puedo ver, estoy enceguecida. Ayudame a subir.
-El martes los esperamos, vengan a casa -Doña Irene, la vecina, ya se despedía y se iba por el sendero angosto con sus dos hijas hurañas y el niño lelo.
Tomaban mate, oyendo los sonidos del delta y el lenguaje de las torcazas. Silvia, Joaquín y Cata no hablaban.
Sonó el teléfono.
-No atiendan, chicos -les indicó.
En ese instante, como para interrumpir los rings, un contorno transparente con un ajado sombrero pajizo de alas anchas, cruzó la galería. Silvia regresó de la oscuridad y lo vio, y también lo escuchó.
-No me gusta el té, pero las tortas, sí.
 Se miraron los tres, sobrecogidos y asustados. Era la voz de Martín, el esposo, el padre, el abuelo, muerto unos años atrás.
-Iré a las cuatro para tomar unos amargos, doña Juana. Creo que mañana termino de calafatear la canoa. Hasta mañana.
-Click.
La figura translúcida de sombrero aludo no regresó esta vez.

Silvia se despertó hosca y un poco disgustada. Se restregó los ojos pegados, legañosos y doloridos de tanto rodar en la oscuridad para ver y para no ver. Miró hacia abajo y vio sobre el pasto, junto a la hamaca colgada entre los dos manzanos, un tacho de alquitrán, una espátula, un pincel, un trozo de calabrote, la flor ya marchita y el anillo de mimbre que Martín le había hecho en el Tigre, junto a los meandros del río marrón.

miércoles, 27 de julio de 2011

Ayer soñé que soñaba un sueño febril.

Un arco iris vibrante se muestra con todos sus brillos sobre una pizarra de nubes amenazantes hacia el oeste. Me había acostado a todo lo largo del banco, el único desocupado. Ese arco en el cielo me hacía pensar en la bandera del Inca.
-¡Siéntese, señorita! -una mujer policía me obligó a interrumpir mis cavilaciones - En el Cuzco hay que estar sentados.
Me acordé, entonces, cuando una joven residente iba corriendo a su trabajo y la detuvieron por la calle Chiwanpata -Aquí está prohibido correr -le dijeron.
Vi también en la Iglesia de Chincheros el lienzo de la última cena. Ttito Quispe, creo, en la mesa de los apóstoles. El plato principal era un cuy, y me estremecí. Había visto ese conejito de los Andes en su jaula y tan tímido, se escurrió atrás, a una cueva junto al restaurant de comidas típicas. Ese día no comí conejo. Todavía sentía el regusto del té de coca. Soroche, le dicen al mal de las alturas. 3.600 m. Me sentí como un astronauta flotando en el espacio de rocas y cráteres,  y quería correr tras el guía que explicaba, pero no podía.  Saqsayhuaman, "halcón jaspeado". No caminen tan rápido, les decía y alcancé a oir algo sobre Francisco Pizarro. Ahora lo veo ahí, adusto, de sombrero emplumado y peto protector que mira hacia abajo, la celebración del Inti Rayni, que está empezando. Por la calle Juan de Dios vienen colores, danzas, cantos, banderas del Cuzco milenario Tawantinsuyo, que se mueven, pesados, lentos, acompasados. Las momias y las vírgenes del Sol, chirimías, chirimoyos y algodones de azúcar rosado. Es el solsticio de invierno y de la ladera de los cerros, Mama Killa, la luna, y los chiquillos con sus llamas.
-Una foto por un sol -implora una niña sonrisa de labios finos, carita redonda de cachetes colorados y ojos mansos achinados, sombrerito de ala corta y trenza de pelos renegridos, falda bordada con dibujos multicolores.
-Un recuerdo para Ud.- me extiende un jovencito sus dibujos -Esto lo aprendí en la escuela -Es el padre Inti que sostiene un sol desde uno de sus rayos; el otro, es Mama Ocllo, que mantiene en alto a la luna.
Manos gastadas y hábiles de mujeres andinas hilan, tejen y entrelazan los colores de su raza.
Me acuerdo que ayer nomás había visto a los acampados en la Plaza de Armas, alrededor de la fuente de la Catedral y las pancartas de los empleados de la salud. "Peligro, fiebre porcina". "Atrás, atrás, ministra incapaz" -gritan los manifestantes. A mi lado se sienta una anciana curtida por los años y los fríos de la montaña. Expone los productos de la sierra, sus papas, sus ajíes, sus tejidos, sus cebollas.
-Allá traen al Cristo de los Temblores -me dice la viejecita -Está estaquiado en su cruz. Es negro. ¿Por qué? Por el humo de las velas, que lo oscurece cada vez más, y yo no me lo creo. ¿Por qué se llama así? Fue capaz de detener la tormenta y los sismos, y al mar embravecido cuando lo traían desde España.
-¡Ministra Qurichón!, bajate el calzón! -pasa la manifestación y un borracho que ya no puede sostenerse, empina su botella con jugo de chicha morada, balbucea y babea. Las chicharronerías despiden sus olores. Un vaho de fritangas cruza la plaza y los guías de turismo entonan.
-¡Ministra, cuidado, calabaza, calabaza, vete a tu casa!
-... que los políticos no se lleven más dinero a sus bolsillos. Derramaremos sangre, si es preciso, para que al Perú no lo transformen en inculto -el altoparlante atrona. El Inca Tupac Amarú los aplaude encaramado en la cornisa del convento de Santa Catalina. Una ancestral épica de la sublevación que no cesa. Se alejan las guardias femeninas, pero desde la otra esquina aparecen unos hombres de negro y no los echan. Se incorporan a la celebración y a los ritmos, cabezas de cóndor-papel maché y alas de craquelé.
-Me robaron sesenta soles -es la letanía junto a las casas de cambio. La Mancomunidad de Wilcomayo, de las cuatro regiones, desde Calca a Urubamba vienen desde la plaza del Regocijo y se acoplan a la procesión. Bajan también los zombies de la calle de los Procuradores. "Aeropuerto" le dicen, porque los transeúntes vuelan y carretean por esa zona liberada de alcohol, sobornos y drogas.
-Come on, baby- un inglés mareado y confuso tira estocadas vanas hacia la cintura de una joven.
-No, no!. Son cincuenta soles, paga primero -le contesta una morenita de falda corta, piernas bien torneadas y hombros al descubierto.
-Mira, los echan hacia la cuesta de San Blas! Y allá van. "Vamos, guía, que el guía no se rinde". Los guías y los estudiantes de turismo se reúnen frente a la piedra de los doce ángulos y dicen:
-Estos son los trabajos de los incas, y aquellos, los trabajos de los inca-paces-señalando un monasterio cristiano implantado sobre las construcciones incas.
-Damas gratis. Clases de bossa-nova y salsa -dice el volante que promociona un pub, al lado de la Iglesia de la Compañía de Jesús.
La tarde se ha puesto de oropel, cuando un sopor va adormeciéndome. Un coche veloz que baja por el empedrado, por no atropellar a un paseante, derriba una mesa que expone en la acera, toda clase de muñecas de fieltro, símbolos de todas las comunidades. Un danzarín del Inti Rayni, sin proponérselo, le hace caer la máscara a una niña típica, llamativamente alta, de falda multicolor, que no es tal. Es Hiram Bingham travestido, que no lleva su sombrero de explorador, ni su chaleco, ni sus botas acordeonadas.Lleva en su morral un maíz amarillo, una vasija ceremonial de asas rotas, una pieza de oro y una cebolla roja; de un bolsillo asoma su cabeza una serpiente del inframundo, del silencio de los drenajes y de los acueductos. En tanto, Tadeo Escalante, el pintor, me invoca desde sus telas; el cóndor custodia el mundo de arriba; desde el altar de la Catedral, de finísimo oro repujado y plata, junto a un órgano imponente, un cura me convoca, mientras un puma feroz salta al púlpito. Han quedado las marcas de sus garras en la madera de cedro tallada. No se ha sabido qué fue del cura, sólo se halló su sotana. Un angelito rozagante sobrevuela por la calle Ataúd, entre nubes bajas, regordetas y blancas.
-Señorita, amiga!, despierte que es hora de partir. Y porque me agradó conversar con Ud, tome este presente. -y me da una miniatura de cerámica que intenta parecerse al cóndor de los Andes, pero con las alas bajas.
Ahora llueve una lluvia fina sobre el cementerio, pero yo sé que el mundo de arriba, el mundo de la tierra y el inframundo me protegen, como el sol y la luna, un cóndor, un puma y una serpiente, desde la vasija sola, abandonada sobre la manta a rayas, en la plaza. Desde el balcón de enfrente, en el pub, se escucha una canción en francés: "La mala reputación", y yo aprieto fuerte en mi mano la chacana de piedra verde, como un amuleto.



sábado, 23 de julio de 2011

Texturas, olores y sonidos de Lima (última parte)

Puentecito escondido suspira, y suspiro...
A la noche había llovido; la tierra y las flores despedían un agradable olor a humedad y las plantas lucían un verde brillante, intenso.
-¡Qué paz! ¿Será el descanso o es la tranquilidad de este barrio? -ella casi corre por un sendero tortuoso del parque y la falda marrón de amplio faralá se pega a sus piernas, contra el viento frío del mar; hiende su frente y alborota los bucles que asoman de la boina de terciopelo, algo requintado hacia un lado.
Detrás van otras dos mujeres; una, de coqueto conjunto deportivo; la otra, de larga toga hindú con muchos colgantes de bisutería barata y aros brillantes. Se detienen en una baranda del parque y están tomando una panorámica de la Costa Verde. La arena del malecón aún está mojada y los pajarracos picotean en voraz atolondramiento.
Es tan temprano que el sol comienza a aparecer a mi espalda; aún se oye el croar de los sapos entre la vegetación de los prolijos canteros. Sin que ellas lo adviertan, voy a sacarles una instantánea, allá en la escalinata, desde una pérgola de rosas.
Una anciana de negro, mantilla y bastón con empuñadura de oropel, arroja maíz a las palomas.
-¡Chicas, miren!, por allá viene Noelia -la de boina marrón señala hacia la galería, donde se exponen tejidos de alpaca, cerámicas y joyería.
Un chulo adolescente y distraído la mira con desinterés. Las pocas señoritas miraflorinas tampoco admiran a Noelia, de vestido azul sencillo, ajustado a un cuerpo todavía joven y un sombrerito al tono, con una azucena perfumada. Su aspecto es de romántico anacronismo que despierta un toque de ternura.
-Acá dice que éste es el parque Domodossola.
-En mi casa había hortensias blancas y azules, como éstas.
-¡Ah!, por eso nunca te casaste!. Dicen que en las casas donde hay hortensias, las hijas nunca se casan...
-A mí no me preocupa la soltería. Me debo a mi profesión.
-Y yo, ya tuve bastante con mi matrimonio anterior. Paso.
Ellas comentan todo eso, muy cerca de mí, como para que pueda escucharlas.
-Por favor, ¿nos sacaría una foto? -la más atrevida se me acerca y me extiende el aparato. Saco una foto muy poco original, donde las protagonistas posan con sonrisa fingida y complacencia forzada, junto a la fuente.
Me presento: Soy Andrés, fotógrafo aficionado del barrio de Miraflores. Colecciono imágenes y retratos de la ciudad. Ellas son Norma, Laura e Inés, turistas argentinas, de paso por Lima. En ese momento, mientras entablamos una ocasional conversación, llega Noelia, a quien me presentan.
-Soy limeña y anfitriona -me dice una mujer madura de cara lavada que, aunque trigueña de ojos rasgados y negros, ha empalidecido un poco cuando le extiendo mi mano, como si un íntimo temblor la hubiese conmovido.
Las acompaño y vamos en grupo a observar la playa. El mar se está retirando y los primeros bañistas comienzan a extenderse sobre la arena húmeda aún, y los surfistas se aventuran hacia las olas. Les sugiero algunos paseos por la zona, que no deben pasar por alto. "Para conocer la esencia de la ciudad, nuestra idiosincrasia y las tradiciones peruanas" -les digo.
-Quiero ver el Museo del Oro, el oro del Perú.
-Y yo, el museo arqueológico con todas las cerámicas.
-A mí me gustaría visitar el museo de sitio y los objetos pertenecientes al imperio del inca.
- Si de historia se trata, la Huaca Pucllana es un templo que expone todo lo referente a la cultura pre-incaica y objetos ceremoniales encontrados en sepulturas indígenas -les digo.
-Veo que están bien encaminadas. Yo prefiero quedarme aquí, en contacto con esta belleza natural -nos dice Noelia, señalando el paisaje. Sale de su ensoñación, mientrs su mirada profunda y discreta se posa en mí. Adivino un corazón vibrante y enamoradizo.
-A su regreso me encontrarán aquí - Una brisa tibia no alcanza a agitar los algarrobos del parque.
-Me quedo con Noelia, entonces -les digo. La brisa sí le agita el pelo y Noelia suspira -¿Aceptarías caminar por el barrio de Barranco? Quiero buscar algunas imágenes poéticas y contemplar todo desde el Puente de los Suspiros.
Su pecho se estremece y sus ojos me dicen que sí.

viernes, 22 de julio de 2011

Texturas, olores y sonidos de Lima (1º parte)

Ella ha viajado a Lima. Quiere pedir un deseo sobre el puente de los suspiros. Se da cuenta, recatada y pudorosa, que en las misas no encontrará a su hombre. Noelia va envejeciendo en su soltería. Es pálida, tímida, menuda y de mirada opaca y escurridiza. Sobre la costa del río Rimac busca el puente. Desde la alcantarilla de la carretera, en el Barrio El Barranco, un mendicante sucio y zaparrastroso que se le acerca, la orienta, o mejor dicho, la desorienta.
-El puente de los suspiros ya no existe. Lo destruyó el último sismo -le dice.
-Callate, Vargas, no te entrometas! -un policía lo increpa.
-No es así, señorita, el puente de los suspiros está entre aquellos follajes de la barranca. ¿Ve? -le recomienda el guardia urbano de imponente traje militar, como un general -Vaya y pida su deseo.
Por allá va Noelia, por las escalinatas, entre los ficus frondosos y refrescantes, y lo encuentra, escondido y dormido.
-"Puentecito escondido entre follajes y entre añoranzas... Puentecito dormido entre el murmullo de la querencia..." -va cantando bajito.
-Tengo que recorrer estos treinta metros del puente, sin respirar, y pedir un novio -se dice, porque así dice la leyenda, y se ilusiona.
Luego pasa frente a la iglesia de Santo Domingo, pero ni siquiera mira la entrada, aunque es hora de misa. Va pensando en Rosa de Lima, la joven piadosa y penitente, que prefirió mortificar sus carnes con la vestidura áspera, de pinchos y cerdas, hasta que tiró, finalmente, la llave del cilicio, colgada en su cintura.
-Hoy es santa y patrona de la ciudad -¿Por qué tanta vergüenza y honestidad? -se pregunta.
-¡Hola! ¿Nos dirías cómo hacemos para ver las catacumbas? -la detienen tres mujeres que no son del lugar; se acercaron porque esa mujer es de confiar, por su apariencia. La interrumpen en sus reflexiones.
-Es para allá. Si quieren, las acompaño -les dice. Las cuatro son una réplica moderna de las señoritas de Tacna, muchachas que están dejando pasar la edad de merecer. Rictus amargo en sus rostros, que han olvidado las sonrisas, de miradas sin brillo y sin una pizca de encanto.
En el camino ven una fiesta religiosa. Son muchas cuadras de ruidosa procesión colorida. Un rito pagano, parece que en honor a una virgen. La traen en andas; peligra su estabilidad entre los bailarines, las comparsas y la música andina. Sikus, quenas, charangos y raros instrumentos de viento. Porque el viento es la música de Perú. Las vecinas miran acodadas en los balcones azules.
-Es la virgen de Puno -les dice gritando la vendedora de fritangas y maíces hervidos, desde el cordón de la acera.
Las catacumbas interesan a Laura, a Inés y a Norma, por el morbo de las galerías, su aspecto lúgubre y las fosas con costillas, fémures, calaveras, todo en macabra exposición.
-Vean esto, pero no las acompaño al Museo de la Inquisición -dice Noelia - Mucha mazmorra y cámaras de tortura. Muchas estatuas de cera, mucho condenado... Demasiado tiempo me he reprimido yo -les confiesa a sus compañeras ocasionales, mientras van saliendo.
-Nosotras no iremos. Ahora volvemos al hotel. Si quieres, mañana, nos encontramos en el malecón de Miraflores, por la mañana.
Un joven caballero de fina estampa. de chambergo aludo y botas de charol pasa a su lado.
-Lo máximo que no puedo robar es su corazón -y ellas sonríen por el piropo, y por la novedad.
Hay control y seguridad en los parques y en los estacionamientos. Hay operativos antidrogas y la policía camina por la Avenida de Venezuela con cascos y escudos antimotines.
Viejos colectivos, largos, desvencijados y despintados, paran en todas las esquinas.
-¡Sube, sube, sube! -grita el guarda, mientras cobra por la puerta de la mitad del coche.
-¡Me robaron la billetera! -grita Norma, entre el fárrago de bocinazos, gritería y tráfico a esa hora de la tarde. El sol está cayendo y el frío se hace notar, como pinchazos en la cara y en las manos.
-No prestaste atención. El folleto turístico decía: "Tome precauciones ante los carteristas"... "No cambie dinero en la calle" -le recrimina su amiga Inés.
-¡Todo Arequipa, todo Arequipa! -sigue gritando hasta aturdir el guarda - ¡Baja, baja, baja! -y el conductor sabe que tiene que parar en el próximo pardero.
-Cuando los ángeles viajan, los dioses la protegen -otro piropo reciben las tres, aunque en un tono un tanto afectado, de parte de un señor maduro de traje desaliñado y portafolio oscuro.
-¡Todo Benavídez. Todo Benavídez!
-Creo que en la próxima avenida tenemos que bajar.
-¡Todo Larco, todo Larco!
Lima es multicolor y es multiolor, diría. Pescado salteado, dulces, masas, manzanas acarameladas, helados y postres de gelatina de cereza artificial, en la avenida Ricardo Palma.
-Este escritor, el de la avenida, se preocupó mucho en su prosa de la Lima aldeana, por el lenguaje y por las tradiciones. El decía "Hablemos y escribamos en americano" -recordaba Laura, la más intelectual de las tres.
-Pronto tendrán que poner Vargas Llosa a alguna calle principal, el nombre del premio Nóbel actual -reconoció esta vez Inés, la más informada.
-Sí, éste es el barrio de Miraflores. Bajemos.
-Me gustaría ir hasta el Puerto del Callao -es Norma la que habla, la profesora de Historia.
-No, allá no. El folleto indica que es muy peligroso... si una va sin compañía. Y menos a esta hora... ¡No!
Una garúa, una neblina gris, o la brisa del mar, tiñe a la ciudad de melancolía.

martes, 19 de julio de 2011

Salam malecum ( 3º parte)

-¿Cómo te fue en el paseo?
-¡Uy, chicos! Hice muchos recorridos y no hice caso a tus recomendaciones, Darío. Fui a la Plaza Gabriel Miró, descubrí un mundo ignorado en ese barrio, y conocí a un moro divino! -les cuenta - Y mañana pienso ir al Museo de la Asegurada donde se expone la obra de Dalí, Picasso, y otros.
-Mañana por la tarde no trabajo, así que te invito a pasear con el trencito costero. Vamos a ir a Altea, donde vivimos nosotros cuando llegamos -propone Virginia.
En el barrio del Ayuntamiento se respira historia en los muros de tapiales islámicos, en las murallas, en la arquitectura gótica y en las torres medievales, como el sin concierto de los siglos.
Se había detenido observando una de las constelaciones de Joan Miró, cuando escuchó a su lado "Salam Malecum" y vio una sonrisa de reconocimiento.
-Me llamo Ibrahim y trabajo aquí. Puedo acompañarte en la recorrida, si quieres -dijo en perfecto español.
-Soy Ana Clara, y estoy paseando por Alicante -se presentó.
-Quiero invitarte a caminar por la ciudad, más tarde -le dijo sin preámbulos, luego de recorrer las galerías.
En Altea, Virginia le mostró el Bar del Mar, donde ella fue camarera por bastante tiempo. Vieron también a muchas mujeres obesas, enjoyadas con oros genuinos, mucho brillo y ropa bizarra.
-Las mujeres españolas no son como las argentinas, que cuidamos nuestra imagen y combinamos los colores con mucho cuidado -le dije.
-Son de Benidorn, o de Villa Joyosa -me dijo riendo -Ahí van a vivir los viejos que ya no están en actividad, a descansar y a extenderse al sol, sin ninguna clase de recato.
-Corramos, que no quiero llegar tarde. ¡Tengo una cita con Ibrahim! -Ana Clara se siente una adolescente que no se va a detener, ni a dudar. Frente a la estación del tren de trocha angosta, ven a unos "manteros" marroquíes que son perseguidos por la policía urbana.
-Son ilegales que cruzaron el Gibraltar para ganarse la vida aquí; venden artesanías, accesorios y baratijas -Recogen con rapidez su mercancía y logran escapar de la autoridad.
El punto de encuentro es la Plaza de la Santísima Faz. Ibrahim está esperándola de blanco liviano y crudo, con sandalias, una sonrisa que acaricia, y un ramo de flores silvestres.
-¿Cómo te ha ido? ¡Venga, cuéntame, que estoy ansiosa por conocer esta historia romántica! -Virginia estaba esperándola despierta todavía.
-¡Uh!, hermoso. Supe recién, a mi edad, qué es la ternura. ¿Podés creer? La vida te sorprende en cada momento, no? -Y Ana Clara comenzó a repetir la caminata por la ciudad y los relatos de la infancia del moro, inmigrante pobre. Un pillo que vagaba  por las comarcas levantinas, probando todos los manjares que le ofrecían en Muchamiel, que recorría en un borrico la aldea de Jijona,  y los almendros y avellanos.
-"Porque los lirios del campo no hilan ni trabajan, y las pajaricas del cielo no siembran" -Eso me había dicho cuando me compró, en la Avenida Calderón de la Barca, un turrón de Jijena y un turrón de Alicante, para comparar las dulzuras, y también me contó la historia del gremialista pastelero Pablo Turrons, quien le dio nombre a esa golosina. Luego me contó con humor aventuras y los distintos oficios que ejerció: trabajador en los olivares y en los viñedos, guarda en tren, mandadero, traductor de poemas persas, mozo de cuadra, modelo de un pintor, grumete, titiritero, y mucho más..
-Fuimos a comer a un chiringuito de la Playa San Juan. Salazones de arroz con mariscos y molletes de tomate y sardinas, todo acompañado por un vino garnatxa que me dejó medio borrachita. Cuando salió la luna sobre el mar, me recitó un poema.
-"Cada vez que viajo en tus ojos, /siento que monto en una alfombra mágica/me eleva una nube rosa/luego otra violeta/y giro en tus ojos." -Eso me había dicho cuando pasó a mi lado en la plaza Miró -Virginia, en tanto, un poco celosa, hubiera deseado que su Darío fuera un tantito más romántico.
-Amiga, tu presencia y tu conversación, hicieron mucho por la reconciliación con la mujer de mi vida -Le dijo al oído Darío.
-El pesto hizo su parte, también -le contestó, guiñándole un ojo.
Esa noche guardó entre las hojas del cuaderno de viajes, las flores silvestres, para retener su perfume y los recuerdos y se fue durmiendo con el gusto dulce del turrón de Jijona en la boca y en los oídos resonaron los versos. La alfombra mágica la transportó una noche más y no fue la hija del visir, Scherezade, sino una reina a la que el muchacho la había encantado con sus historias y su dulzura.
-Mañana me iré hacia Barcelona -y guarda en un bolsillo oculto de su valija, la servilletcon aquel poema, mientras una mochila va llenándose de emociones.




Salam malecum ( 2º parte)

Esa tarde no había usado el elevador; prefirió rodear la fortaleza recorriendo el sendero zigzagueante, el que utilizaban los pastores, los burros y las cabras, hace siglos. Por detrás del morro, ella había visto un bosque tupido de pinos y eucaliptos encantados.
Ana Clara se detuvo, se sentó en un banco de la rambla y escribió:
 "Es en el monte Benacantil donde pueden apreciarse reminiscencias de la Edad de Bronce, del período romano, del período islámico y de la antigua capilla de Santa Bárbara"
-Parece un folleto de información turística -se dijo- No me gusta.
..."Gruesas paredes de roca, patios, galerías, calabozos, torreones medievales, murallas, puestos de observación. En lo alto, ondea la bandera de España".
Ella, gran caminadora, prefirió regresar por el paseo de Ereta, admirar las flores y las casas alicantinas colgadas de la ladera. Los límites de la fortaleza la habían agobiado. Vio senderos escalonados entre naranjos y jardines y disfrutó del colorido de primavera y la profusión de perfumes de geranios, malvones, Santa Rita y aromos; higueras y nísperos acompañan el descenso por las callejuelas empedradas.
Llegando a la calle Rafael Altamira, muy cerca de la Avenida Méndez Núñez y la Explanada de Espanya, revisa los ragelitos que compró. Un monedero para Tere. Un pote cerámico para Graciela. Dos muñecas para las nietas. Frente a la marina, una feria artesanal, mercadillos y puestos ambulantes, ofrecían una amplia gama de artículos regionales.
-La comunidad valenciana parece ser muy hospitalaria -se dice mientras sube las desgastadas escaleras de mármol del edificio donde viven sus amigos. Cuarto piso con barandas desvencijadas, altas ventanas de goznes herrumbrados y puertas de herrajes oxidados y sufrientes.
-Hoy cocino yo -les dice al entrar -Traigo albahaca que compré en la feria, para hacer unos fideos con pesto. De postre: turrón de Alicante.
-¡Muero por devorar esas delicias! -Darío sale del taller que huele a virutas, barniz y aserrín. Él se gana la vida haciendo decoración de pubs y artesanías para los locales comerciales.

lunes, 18 de julio de 2011

Salam malecum ( en tres entregas)

La ciudad hierve, retiembla, resuena y abrasa en todo su fragor. Se expande hacia todos los ámbitos. Para Ana Clara es mucho bullicio. Es la Explanada de Espanya, la de los baldosones combinados; las gentes no pasan, la pasean a esa calle cabal y erguida.
Prefiere alejarse hacia un banco bajo las palmeras de la costanera y mira el mar, desde el puerto y la marina. Está tan liso e inmóvil que se asemeja a una laguna de ojos zarcos. Es el Mediterráneo, una plancha espejada, adherida a otra fina, como el cristal. Es el cielo azul del Levante.
Ella había llegado a Alicante la noche anterior, luego de viajar desde el viento gélido y la nieve; mucha bufanda, gorra, borceguíes y guantes le acarrearon una tristeza inconmensurble. Necesita aceitar esos goznes oxidados, sus huesos entumidos y regalarle una caricia a ese corazón maltrecho.. no está decidida a contarlo todavía.
Se encamina hacia la Plaza Gabriel Miró, por una calle lateral, donde los paseantes son lugareños que pasan concentrados en la cotidianeidad, a esa hora de la tarde. Junto a la estatua del poeta escribe su diario de viaje, las sensaciones y las vivencias. Los ficus y los gomeros centenarios le dan sombra y reposo, mientrs mira las veredillas deformadas por las raíces que pugnan por subir a la superficie.
-Es increíble: de Andorra, a las playas del Mediterráneo -escribe en su cuaderno - Virginia y Darío me hospedan en su casa. Hoy disfruté del sol tibio, estirada en la playa del Postiguet -y recuerda las voces en diferentes idiomas que se mezclaban y se alejaban con la brisa del mar.
-No camines cerca de la Plaza Miró -le había recomendado Darío -Es el barrio de los árabes. Las cabinas telefónicas y las estafetas postales están camufladas en garitos y casas de citas.
Ana Clara había sido aconsejada convenientemente, pero no le importó, porque primaba la curiosidad y lñas ganas de  ver ambientes distintos y conocer gentes.Vio en casi todas las celosías entreabiertas, banderas con lunas en cuarto creciente y banderas con una estrella tunecina, que cuelgan con descaro de las banderolas y de las barandas de las escaleras misteriosas, como desafiando a los polizontes, a la guardia callejara. Escuchó voces guturales, sonidos graves y gritos entrecortados.
-Salam malecum -un delgado marroquí de blanca camisola, sin tocado y con sandalias, la saluda con inclinación de cabeza. Se adivinan años de turbante multicolor y aretes. Otras palabras más le dice, que ella no comprende, pero le sugieren algún piropo impertinente que alguna vez le dijeron en su pueblo.
-Chau -le contesta con una sonrisa amigable- Que te vaya bien y que la paz esté contigo. El muchacho de paso cansino se aleja con parsimonia y amplia sonrisa de dientes blanquísimos.
Ella mira el follaje oscuro y repasa una larga vida de esposa sumisa y de mujer sofocada por un hombre imperativo, que ya no valora la vida, que perdió el asombro, enfermo, al otro lado del océano.
Ahora alisa su frente y desecha esos recuerdos amargos, cuando al mirar la estatua de la plaza en esa tarde plácida, piensa en las cerezas dulces. "Las cerezas del cementerio", y recuerda lo leído: "Yo padezco tnto queriéndote, que entrego mi vida" Trágico amor. La mujer degustaba esas cerezas, cada vez que llevaba a la tumba de su amante, un ramito de narcisos. Amor, voluptuosidad, erotismo, enfermedad y muerte, en esa secuencia.
-"Quiero hacer contigo lo que la naturaleza hace con los cerezos". Eso pareció lo que el árabe me dijo en la plaza.- Continúa escribiendo en su diario de viajes.
Mientras regresa, va repasando en su mente todo lo que hizo en el primer día de estancia en Alicante.
El sol brillante la había arrebolado hasta colorearla un poco ¿o será el rubor que todavía siente y le calienta la cara?
-Hola, mujer.¡Qué deleite, ¿no? - le había dicho Virginia al volver de su trabajo en un lenguaje conocido, pero con una entonación diferente. Hace muchos años que la chica había migrado a España en busca de trabajo. De abogada desocupada en su país, a profesora de Pilates en una clínica traumatológica y "bailaora" de flamenco en una escuela de danzas españolas.
Cruza la Rambla y pasa de nuevo por "Tarantino", una fonda de tapas, donde había almorzado con Virginia: una ensaladilla rusa, bocatas de bacalao, sándwiches de jamón ibérico y zumo de naranjas.
-Tengo que escribir todo eso. Y también lo que conversamos con mi amiga sobre mi vida y la suya junto a Darío, acá, en España.
Bajo un sol esplendoroso entre las palmeras, que no alcanzan a mitigar los 25º del mediodía, un "cantaor" las había deleitado con su guitarra flamenca, entre mesa y mesa. Ana Clara no para de admirar todo, como si abriera una ventana al asombro.
-Puedes subir al castillo de Santa Bárbara, desde la Playa del Postiguet. Hay un ascensor y una fabulosa vista al mar y a la ciudad. Se ven las albúferas y también Benidorm -le había recomendado Virginia.
-Sí, ya he satisfecho algunas necesidades. Ahora voy por las posibilidades -le había contestado.