sábado, 29 de octubre de 2011

Un moscardón cargoso entre lengüetazos y caricias.

Estornudó fuerte y en esa violenta exhalación expulsó polvo y babas. Tenía en la boca un sabor a tierra humedecida, como cuando empieza a llover y el campo despide todos los aromas, los de los pastos sedientos que sacuden la sequía prolongada, de meses, y se renuevan con la garúa que cae mansa. Sintió con la lengua, en la comisura derecha, un surco y un hilito de costra. Otro impulso de tos y de catarro le hizo abrir los ojos que no querían abrirse, y apenas vio, a ras del suelo, el rocío sobre las hojas pinchudas de la gramilla. Cerró fuerte los ojos, apretó los párpados hasta el dolor y los abrió nuevamente. Las gotitas de rocío sobre las hojas de la hierba, transparentes, se sostenían en equilibrio sobre los extremos agudos, y ya se deslizaban lentas, hacia abajo. Chupó también unas gotas frías que descendían por la nariz; era salobre el sudor. Se preguntó, entonces, qué hacía ahí.
Desde esa perspectiva, podía ver sólo un segmento liso, un rectángulo ocre y verde, pero no más allá. Entonces imaginaba que el campo empezaba a renacer, cuando una claridad tenue asomaba entre las pestañas y le hacía cerrar los ojos, una y otra vez. Una franja rosada se distinguía allá lejos; eran los cardos que en esa época acababan de florecer. En la copa de un algarrobo gritaba un chajá y arriba de él "cucurreaban", se arrullaban, las torcazas. Desde el polvo divisaba un pájaro que se posó en un poste  y las gallináceas pardas andaban picoteando en el pastizal húmedo. Un tero chillaba muy cerca, y después ya eran dos. Sería primavera, cuando nacen los pichones y ellos tienen que cuidar el nido, porque suele haber extraños forasteros merodeando. Las palomas rumoreaban en ruidoso despertar. Debían ser muchas en el árbol que no veía, el que ahora empezaba a extender sus brazos para brindarle sombra y frescor.
Había sido una noche agradable y los olores nocturnos eran intensos, agrios, dulces, pegajosos. A la china le gustaban esas noches, su perfume y la cadencia de los sonidos, cuando aparecen las luciérnagas y cantan los grillos. Le dio el gusto a la moza y la llevó a ver la luna llena, grande como un queso que asomaba por el naciente. Ella se puso querendona, se le fue la "ariscura" y se dejó tratar. Se cobijaron abajo del piquillín y él la cubrió con las pilchas, después la destapó para verla mejor en la claridad de la noche. Era octubre, quizás.
Un moscardón gordo, negro, casi verde tornasol le zumbaba alrededor de una oreja, molesto, y se posaba sobre esa costra encima del bigote que seguía por los labios.

-Algo debe haber pasado, Liborio. Si el muchacho dice que va a venir, viene. Buscalo -le reclamó.
En el silencio abrumado, ensilló el moro, montó de un salto, la saludó con la fusta y se fue al tranco para el lado del rancherío de los Maidana. Pensaba que el hijo se había "empedado" en el camino y se quedó dormido, o tal vez andaba otra vez entreverado en líos de polleras.
-¡Juera, Negro! -el perro, su compañero ladraba y rascaba la tierra frente a un socavón. Una vizcacha o un zorrino... Tan flaco estaba el "Malón" que mejor podría dedicarse a perseguir liebres. Para esa época eran muchas las que correteaban asustadizas y atentas con las orejas paradas e inclinadas hacia un lado y otro.
Iba siguiendo el camino inverso al recorrido que debía haber tomado el hijo, desde los campos de Escobar hasta el "fondo de la legua". Si había salido a la madrugada, antes del atardecer, a más tardar, tendría que haber llegado a las casas. El pangaré es un buen flete, de boca blanda, ligero para el trote corto, viejo y fiel, aunque corcoveador cuando se asusta de nada. Y el Pitanguá, un perro bicho y compañero.
No había rastros de ellos, menos ahora que los maizales se elevaban, verdes, a ambos lados del camino.
No sólo el moscardón cargoso lo inquietaba, los lengüetazos del perro le acariciaban la frente y los suaves empujones de su pingo, constantes y tesoneros, cabeceando, lo mantenían despierto. Todavía no comprendía qué hacía ahí, en esa posición tan incómoda, en torsión, apoyado sobre un hombro inmóvil.
El Pitanguá oyó un trote entre el bicherío de la tarde, chicharras y graznidos de atávicos fatalismos, estiró las orejas y olfateó hacia el poniente. Una polvareda se elevaba en la resolana picada de tábanos y flotaba en el aire calmo, con el rumor silvestre. Hasta allá fue corriendo en un alboroto de ladridos y latigazos de su cola. Enseguida apuró el paso y galopó hacia donde el perro lo llevaba.
-¡Hijo! -gritó mientras desmontaba.
Pero el hijo no entendía, sus ojos abiertos no veían, estaban traslúcidos y cancinos, en una larga abulia, sin ver ya, junto a la piedra gorda y ensangrentada que asomaba debajo del algarrobo.


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