jueves, 3 de noviembre de 2011

Marinas y ruido blanco.

De niña me gustaba ponerme en la oreja un caracol de los que había recolectado en verano, en la playa, para recordar el mar, en la llanura de tierra adentro. El sonido de las olas rompen Splash allá donde comienza el socavón de arena y Splash, dondo ya no hago pie, y después la espuma blanca y el rumor de las algas, almejas, guijarros, Splash, llegando a mis pies. En ese cóncavo salobre, calcáreo y mineral, rescato el graznido de las gaviotas, el chillido de los loros en las barrancas y el aleteo de aves de plumaje mojado, hasta que sacudiéndose, despegan y vuelven a juguetear sobre las olas.
Ahora no logro percibir recuerdos sonoros marinos, pero puedo oír rumores, imperceptibles, casi, o tal vez los imagino, allá afuera, sobre el alfalfar florecido y violeta, tachonado de mariposas amarillas y naranjas. Una paleta de pintor y una mano febril traza pinceladas gruesas sobre una tela azul, un cielo transparente y el verdor del campo. Puedo oír, o reconocer el zumbido de abejorros negros y rojos que curiosean en el jardín de la abuela. Crisantemos y gladiolos vencidos por la brisa, se inclinan en rumor perfumado y las margaritas, me quiere, no me quiere, se despojan en cada pétalo, uno a uno, y parecen gemir cuando al final no me quiere.
El agua del aljibe fresca y cantarina chorrea del balde de chapa y me lleva a oir el agua del canal que corre mansa sobre las calas blancas de pistilo tenue. Y otra vez el agua me retorna el sonido del mar y la brisa. Comienza a espumar la arena que vuela seca y se deposita sobre la playa mojada. El viento murmura hasta ulular y luego se calma, para volver a empezar su runrun acompasado, a intervalos regulares. ¿O no es el viento?
Veo un enjambre de abejas en el panal que cuelga del algarrobo legendario y la cera, delicada capa, resguarda la miel y la dulzura. Dentro de mi oreja, nada dulce, nada armónico se oye. Sólo escucho un bisbisero, como si las mujeres devotas difundieran el último chisme del vecindario, tapándose, apenas, con las mantillas negras de la difamación, al lado del confesionario. De nuevo, la ola estalla dentro de mi oído. Preferiría no escuchar, no sentir, no oir ciertas cosas que no quiero saber.
Agua de borrajas. Sonidos borroneados. Turbiedad e ilusiones.
Y más tarde las olas se van y vienen roces de libélulas, como de gasas que danzan, se encogen, se extienden y se sumergen en el agua del hisopo insolente; por un momento, los sonidos se interrumpen y es otra vez el mar que me llama en borrasca indolente, y me atrapa como una obsesión, como una condena...

-Bien, señora, haremos un lavaje de cerumen la próxima semana. Mientras tanto, colóquesa estas gotitas para calmar.

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