lunes, 10 de octubre de 2011

Camino a Las Pencas (última parte)

-Por la izquierda. Caminemos.
Decidimos tomar por ese rumbo, pero ya sin movilidad; no soy capaz de decir qué fue de nuestras bicicletas. Iban cayéndose los pedazos y quedaban abandonados. Un trozo de portacadenas por aquí; una cajita de herramientas, por allá; otro pedal, bajo un matorral; un manubrio al borde del camino; otra rueda, quién sabe dónde; una sandalia. Lo que nunca habíamos perdido era la esperanza, aunque mis ojos estuvieran ya estrábicos de tanto mirar con uno hacia abajo, para sortear los obstáculos, y el otro, hacia adelante, lejos, en el horizonte.
Ahora Miguelina cargaba a su hijo por el camino de bajada. Era la obstinación y eran las ansias de llegar lo que los empujaba hacia adelante, siempre.
Al fondo del valle las luces, como estrellas de buenaventura encendieron el pueblo hundido allá a la distancia. Las piedras llagaban las plantas de los pies, y los perros aullaban a la luna que nacía.
Sumidas en nuestros pensamientos, soñábamos con un baño de agua tibia y el descanso reparador que la anfitriona nos brindaría.
-Sí, comeremos un buen guiso calentito, mi hijo, y te curaré esa herida.
En tanto, yo imaginaba una cama blanda y abrigada. La veía hacia el sur, flotando en el cielo casi negro, resplandeciendo por la luna que se alzaba, imponente. Miguelina pensaba que debería avisarle a él que esta noche no se verían; el encuentro sería mañana.
Ahora subíamos la loma silenciosa; el cansancio era insondable y lo advertíamos en los pies, en los brazos, en las manos y en las frentes, donde el sudor se enfriaba apenas brotaban unas gotas. Empeñada por subir con los ojos cerrados por el agotamiento, iba moviéndome con extremo esfuerzo.
Una estrella fugaz destelló en el plano del firmamento, e impulsados por el deseo y por la ardiente solicitud, madre e hijo se prendieron de una de las puntas estelares y ascendieron al carro de la Osa Mayor. Tobías había dejado de llorar y palmoteaba, mientras ascendían, porque con ese gesto, expresaba su admiración por el espectáculo tachonado de brillos, por donde ingresaban.
Desde lo alto, todavía paseando en la carroza de estrellas, veían la casa redondea de paredes hechas con bolsas de tierra, (técnicamente, paredes auto-portantes), y el techo, a medio concluir. A un lado, asomaba la chimenea que humeaba, como esperándolos para abrigarlos. Las ventanas, ojos de buey de la barca de los sueños, eran cinco gomas negras de camión. Por una de ellas, asomaba él, mirando hacia el cielo, esperándolos.
Junto a mí, cayó una zapatilla pequeña, que poco a poco fue trocando el polvo de los caminos, en una fina capa coruscante de escarcha; la alcé para abrigarla bajo mi camiseta.

Un ojo se me abrió al afirmar la pierna derecha; el otro no, porque tenía la cabeza apoyada hacia un lado, sobre mi cama, en esa posición tan plácida, casi fetal, cuando una duerme una siesta larga en un frío otoño. Al momento, cayeron las frazadas, la colcha y el almohadón verde.

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