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viernes, 9 de diciembre de 2016

Arriba. Abajo. Arriba

Bajar de la montaña y regresar a la llanura, al pago chico, es una suprema necesidad. Cuando el cuerpo enferma, se produce inercia y se desmadra. Es preciso darle fuerza y entusiasmo al alma. Escribo, y entonces se relativiza, le doy lo que necesita. Me saco los auriculares y las anteojeras, y la palabra nace, se desliza; contiene el secreto de la regeneración. 
Nubes inquietas juguetean y no se deciden. El sol aparece tímido y después se esconde. Gruesas gotas mojan la tierra por un momento, lo suficiente para desprender los aromas amados del campo. Los olores quedan adheridos en la piel del recuerdo y de la niñez.
Veo campos dorados de trigales, verdes furiosos de alfalfa tierna, donde los caballos pastan en una lujuria vegetal; campos ya segados en tonos sepia; más allá, manchones azules, son los jacarandás que embellecen los caminos vecinales; las tranqueras se abren como para dar la bienvenida a los paseantes.
A medida que el ómnibus avanza, surgen amarillos distantes. Miro con atención por la ventanilla y  sí, son los girasoles que florecen. Una launa clara en una hondonada está poblada de garzas blancas y los biguás negros están sentados sobre los postes de alambrado. Como un paisaje pastoril, casi una égloga, las vacas ramonean y se agrupan junto al agua; negras, negras y blancas, marrones y rojas. Es el paisaje que se aferra en mi mente de menta y peperina.
El horizonte lejano no interrumpe la mirada. Más y más lejos, un sol débil asoma por el oeste, y hacia el este, más lejanía. Es que en las montañas no es posible ver más allá, salvo que asciendas hasta la cima. Un cerro escarpado, una loma chusca, una sierra nevada. Desde que estoy en el sur, es urgente disfrutar de las distancias, de la extensión de la llanura, sin paredes rocosas ni tierras de altura, sin pinches que agreden con el viento, la piel, y sin que los ojos deban cerrarse para que no los turben las arenas del desierto árido, cuarteado y reseco.
Observo a los pasajeros y busco una mirada cómplice, una conversación amable, pero nada. Pienso que en el futuro seremos unos especímenes cabizbajos y escuálidos, con una jiba promiennte, con una papada arrugada, con ojos más miopes y con los pulgares más desarrollados que las otras falanges flacas y desganadas. Todos, absolutamente todos están "conectados", como si realmente se comunicaran, y no miran, no huelen, no palpan (sólo un teclado) no observan, no sienten lo que yo estoy sintiendo en la piel, en las manos, en los oídos, en los ojos. Sobre todo, se pierden ese contacto tan humano de una mirada que lo dice todo, de una auténtica sonrisa, de un abrazo bien apretado. Hasta se pierden la gloria de un plato de comida en la mesa familiar y el degustar un buen vino en compañía. Prefieren una píldora o un cóctel de diseño que aporte las vitaminas suficientes, porque están muy atareados y el tiempo no alcanza y corren tran quién sabe qué cosa. ¿Seremos todos unos desconocidos que deambulan entre la muchedumbre, solamente navegando por el ciber-espacio frío y sideral, que sólo informa?Es que esos aparatejos en vez de comunicarnos, nos alejan más cada día.
Me resigno, entonces, y me sumerjo en mi propio interior para no perder la protección de los recuerdos, para espantar la melancolía. Disfruto de las vivencias pasadas y sigo persiguiento sueños. Quiero morder hasta un tomate con sabor a infancia.

Rayas celestes y blancas se enseñorean en el extremo de la cola. Desde lo alto, grandes figuras geométricas se asientan sobre la planicie, la extensa pampa argentina. Suspendidos en el aire, unos cúmulos blancos coquetean con el sol, parecen ovejas aéreas ondeando, flotando. Hacia abajo, las ovejas grises de las sombras se posan con delicada quietud sobre un rectángulo verde, un cuadrado en sepia, un triángulo terroso, un trapecio amarillo, un círculo azul; otro triángulo escaleno es amarillo brillante, y hay una elipsis verdosa. Son los campos sembrados de maís, de trigales segados, la tierra recién arada, una laguna de espejo, un charco de juncos. Es el verano y el campo revive. No escucho, pero me parece oír el cantar de las chicharras, a esa hora de la siesta.
Las paralelas no se juntan, son caminos que corren a la par. Pero intuyo que se miran, que no se desentienden. Me vienen a la memoria espisodios de desencuentros (el amor es una fuente inagotable de energía y pensar que no te vas a enamorar más es como anunciar la muerte) Otros de antiguas rivalidades (un paisano pendenciero da fin a la contienda con su facón. El forastero cae) O de ignoradas escenas (sin pudor, tras los arbustos, da rienda suelta a su ardorosa pasión solitaria)
Desde el extremo de un triángulo de alfalfa parte un camino vecinal, recto, hacia el este. No se distingue a dónde va. Va derecho, sin estorbos, siempre adelante, como cumpliendo un sueño, al encuentro de una meta, o tal vez, hay urgencia por abrazar a una niña que espera. El verde alfalfar le hace un guiño de cómplices.
La tierra reseca, por momentos, bebe del arroyo de aguas mansas que discurre, zigzagueando. Imagino a los prófugos escapando entre el maizal y los representantes de la ley, descansando a la sombra de un tala, para después continuar la carrera. En la orilla de la laguna, una chica admira su desnudez en el espejo del agua y sonríe, o tal vez, seca las lágrimas, porque ha perdido un amor. Un coro de ranas auguran tiempos de romances.
Con un tinte mágico, imagino una escena erótica en el alfalfar, y después, un cuadro de amor entre dos adolescentes a la vera del arroyo cantarín

domingo, 1 de mayo de 2016

Despegue y aterrizaje

El comandante avisa que habrá una demora de 15' para el despegue, mientras el ronroneo de los motores me arrulla. Veo un ángulo de 45º entre la pista y el ala derecha. Una llovizna tenue cae perezosa a esa hora de la mañana. Comienza el despegue y ya se ven cada vez más arriba las gotas transformadas en escarcha. Luego el avión se alínea y horizontal, como una buena fotografía, el ala reparte hacia arriba, un cielo despejado, y hacia abajo, un colchón de plumas o de espumas.
El enrejado de mis pestañas va venciéndose al peso de los párpados y comienza un vuelo retrospectivo. Bailo al runrún de los motores, que parece primero, un allegro molto vivace. Más tarde, una guaracha monocorde, y finalmente, un hip-hop; son los pozos de aire que transitamos.
Imagino campos florecidos, que se mecen con la brisa, como un lago quieto, apenas oleado. Destellos de trigales o girasoles amarilleando la pampa gringa. La oveja negra ramonea y pasta en lenta mansedumbre; no la discriminan las otras, hasta que un día se rebela de tanta rutina y se escapa del rebaño.
Aguas barrosas de un río de limo y camalotes. Sabor a fruta madura en los escapes a la hora de la siesta; adrenalina y sudor corriendo en bicicleta y al viento. Travesuras y sangre por las caídas. Escarceos amorosos, energías nuevas, descubrimientos y otras experiencias asombrosas.
Como una cinta de Möebius, el paisaje cambia. Una meseta árida, pinchada de coirones y flores tristes del desierto. Los "gatos" perforan en los pozos petroleros, día y noche y su negrura acentúa la aridez, aunque los suelos cuartiados y resecos posean una extraña belleza. La fertilidad, fruto del amor, germina y veo junto al pozo Nº 1, la foto de una pareja con su hija recién nacida. Sobresaltos, vaivenes. Este nuevo pozo de aire me despierta un poco. Alegría, desazón, aventuras, y otra hija. Más desventuras y mucho dolor. Amor, soledad, aislamiento, enfermedad y muerte. En esa secuencia han sido esos años.
Otra panorámica se da en otros paisajes. En el otoño de la vida rojean los ñires en los faldeos de las montañas: los coihues y los radales verdean contra la blancura de la nieve; rojos, ocres, amarillos, marrones se dejan acariciar por una brisa de nostalgias y el azul del lago compite con el azul del cielo, casi un empate de reflejos espejados.
Los niños que alegran mis días colorean el gris de la tristeza y me renuevo cada día con sus risas y sus ocurrencias. También viajo con la mente y con aviones para ver otros espacios, a conocer otra gente, otras culturas y a descubrir y asombrarme con los matices de la vida y sus encantos.
Como un perfecto cuadro equilibrado en el plano y los colores, el ala del avión divide. Arriba, un cielo nítido; abajo, una plancha algodonosa de nubes.
Sesenta y dos años han pasado en tan sóo dos horas de vuelo. Es la hora de aterrizar. El tang lo anuncia y se han encendido las pantallas. Hay que ajustarse los cinturones y enderezar los asientos. Ahora el ala y la pista de carreteo forman un ángulo de 45º y gruesas gotas rebotan en los charcos. Se adivinan tras las nubes, las montañas con sus picos nevados. Vuelvo al hogar y pronto me arrullaré en los brazos familiares.

sábado, 29 de octubre de 2011

Un moscardón cargoso entre lengüetazos y caricias.

Estornudó fuerte y en esa violenta exhalación expulsó polvo y babas. Tenía en la boca un sabor a tierra humedecida, como cuando empieza a llover y el campo despide todos los aromas, los de los pastos sedientos que sacuden la sequía prolongada, de meses, y se renuevan con la garúa que cae mansa. Sintió con la lengua, en la comisura derecha, un surco y un hilito de costra. Otro impulso de tos y de catarro le hizo abrir los ojos que no querían abrirse, y apenas vio, a ras del suelo, el rocío sobre las hojas pinchudas de la gramilla. Cerró fuerte los ojos, apretó los párpados hasta el dolor y los abrió nuevamente. Las gotitas de rocío sobre las hojas de la hierba, transparentes, se sostenían en equilibrio sobre los extremos agudos, y ya se deslizaban lentas, hacia abajo. Chupó también unas gotas frías que descendían por la nariz; era salobre el sudor. Se preguntó, entonces, qué hacía ahí.
Desde esa perspectiva, podía ver sólo un segmento liso, un rectángulo ocre y verde, pero no más allá. Entonces imaginaba que el campo empezaba a renacer, cuando una claridad tenue asomaba entre las pestañas y le hacía cerrar los ojos, una y otra vez. Una franja rosada se distinguía allá lejos; eran los cardos que en esa época acababan de florecer. En la copa de un algarrobo gritaba un chajá y arriba de él "cucurreaban", se arrullaban, las torcazas. Desde el polvo divisaba un pájaro que se posó en un poste  y las gallináceas pardas andaban picoteando en el pastizal húmedo. Un tero chillaba muy cerca, y después ya eran dos. Sería primavera, cuando nacen los pichones y ellos tienen que cuidar el nido, porque suele haber extraños forasteros merodeando. Las palomas rumoreaban en ruidoso despertar. Debían ser muchas en el árbol que no veía, el que ahora empezaba a extender sus brazos para brindarle sombra y frescor.
Había sido una noche agradable y los olores nocturnos eran intensos, agrios, dulces, pegajosos. A la china le gustaban esas noches, su perfume y la cadencia de los sonidos, cuando aparecen las luciérnagas y cantan los grillos. Le dio el gusto a la moza y la llevó a ver la luna llena, grande como un queso que asomaba por el naciente. Ella se puso querendona, se le fue la "ariscura" y se dejó tratar. Se cobijaron abajo del piquillín y él la cubrió con las pilchas, después la destapó para verla mejor en la claridad de la noche. Era octubre, quizás.
Un moscardón gordo, negro, casi verde tornasol le zumbaba alrededor de una oreja, molesto, y se posaba sobre esa costra encima del bigote que seguía por los labios.

-Algo debe haber pasado, Liborio. Si el muchacho dice que va a venir, viene. Buscalo -le reclamó.
En el silencio abrumado, ensilló el moro, montó de un salto, la saludó con la fusta y se fue al tranco para el lado del rancherío de los Maidana. Pensaba que el hijo se había "empedado" en el camino y se quedó dormido, o tal vez andaba otra vez entreverado en líos de polleras.
-¡Juera, Negro! -el perro, su compañero ladraba y rascaba la tierra frente a un socavón. Una vizcacha o un zorrino... Tan flaco estaba el "Malón" que mejor podría dedicarse a perseguir liebres. Para esa época eran muchas las que correteaban asustadizas y atentas con las orejas paradas e inclinadas hacia un lado y otro.
Iba siguiendo el camino inverso al recorrido que debía haber tomado el hijo, desde los campos de Escobar hasta el "fondo de la legua". Si había salido a la madrugada, antes del atardecer, a más tardar, tendría que haber llegado a las casas. El pangaré es un buen flete, de boca blanda, ligero para el trote corto, viejo y fiel, aunque corcoveador cuando se asusta de nada. Y el Pitanguá, un perro bicho y compañero.
No había rastros de ellos, menos ahora que los maizales se elevaban, verdes, a ambos lados del camino.
No sólo el moscardón cargoso lo inquietaba, los lengüetazos del perro le acariciaban la frente y los suaves empujones de su pingo, constantes y tesoneros, cabeceando, lo mantenían despierto. Todavía no comprendía qué hacía ahí, en esa posición tan incómoda, en torsión, apoyado sobre un hombro inmóvil.
El Pitanguá oyó un trote entre el bicherío de la tarde, chicharras y graznidos de atávicos fatalismos, estiró las orejas y olfateó hacia el poniente. Una polvareda se elevaba en la resolana picada de tábanos y flotaba en el aire calmo, con el rumor silvestre. Hasta allá fue corriendo en un alboroto de ladridos y latigazos de su cola. Enseguida apuró el paso y galopó hacia donde el perro lo llevaba.
-¡Hijo! -gritó mientras desmontaba.
Pero el hijo no entendía, sus ojos abiertos no veían, estaban traslúcidos y cancinos, en una larga abulia, sin ver ya, junto a la piedra gorda y ensangrentada que asomaba debajo del algarrobo.