viernes, 7 de octubre de 2011

Esta tarde bailé con el Quijote (última parte)

Al llegar a la esquina se detiene la comitiva y comienzan a danzar chansones, villancicos y rondas. El público se aglomera en desorden y confusión, como si el siglo XVII hubiera reaparecido, de pronto, y como si el siglo XXI necesitara un poco de remanso, un trémulo toque suave de cariño, o un bálsamo de flauta dulce y romances.
De repente, el caballero en extremo delgado, sale de la ronda y sacándose las manoplas, con ademán gentil, me incorpora al baile y todos danzamos con los brazos entrelazados al compás de la música. Una ensoñación me arrastra hacia la magia de los siglos, mientras recuerdo un proverbio árabe y escucho la cnción que habla de letras, de caminos y de días, de sabiduría, de música, del yantar y de la amistad.
Un instante fugaz que está rozando la felicidad.
"Don Quijote cabalga de nuevo" -es la propuesta teatral que se anuncia. Es el mes de abril. Son trescientos noventa y ocho años desde el fallecimiento de Cervantes.
Me alejo, finalmente, del bullicio para reconcentrarme y disfrutar de la soledad, en las orillas del rico y dorado Tajo magnífico, a esa hora del atardecer, cuando el sol va escondiéndose. Me parece ver a la distancia, al raquítico Rocinante pastando en la pradera, junto a Sancho descansando a la sombra de un pino albar, solitrio, en la llanura igual y extensa. Un poco más allá, el caballero de la armadura afila su espada en la sola piedra redonda al borde del camino polvoriento, y luego, de un salto, con inaudita destreza, hacia atrás, embiste el aire, tajeando el horizonte una y otra vez, hacia arriba, hacia un lado, hacia abajo en diagonal, y hacia el otro lado, como si luchara con un enemigo invisible que hay que ajusticiar, y partir al gigante por la mitad del cuerpo. El viento fuerte, las ráfagas y la distancia no dejan oír el entrechocar metálico de la absurda vestimenta. El sol ya débil, por el poniente aún hace relumbrar su espaldar y su corselete entre la grande y espesa polvareda. No se distingue a Dulcinea. Tal vez está retozando en la laguna que veo brillar, allá, a lo lejos.
-Para que no se oxide su armadura.
-Para que no pierda brillo su espada.
-Para que no se empañe su nobleza.
-Para que no se diluya su osadía.
Todo eso estoy pensando, cuando percibo una mano blando sobre mi hombro y mi mochila.
-Niña, no te quedes sola aquí. Hay muchos truhanes a estas horas. Ven conmigo...- y Sancho me lleva en la grupa de su jumento gris, como una dama de alta hermosura, una doncella andante. Enfilamos hacia la llanura manchega y llevo en mi mochila la navaja para defendernos de pillos, de endrigos o de sierpes y llevo también la bota de vino que habrá que llenar, para menudear unos tragos durante la travesía, sin fantasmas, ni moros encantados.
El caballero de la triste figura ya no danza. Estará ahora cenando con los cabreros o en la cueva de los Montecinos, para dormir y soñar con el fuego divino de Prometeo. 
Sancho ríe a carcajadas sonoras de sus propias chanzas y su panza sube y baja como un fuelle resoplón.

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