domingo, 9 de octubre de 2011

Camino a Las Pencas (en dos entregas)

El trayecto que nos propusimos era ir en bicicleta, desde el pueblo, hasta Las Pencas, un caserío cercano. Miguelina llevaba también a su hijo, que tendría unos dos años.
Era una tarde excepcional calma y de cielo diáfano. A poco de andar, comenzaron los problemas. Primero, el nene metió un pie entre los rayos; yo lo transportaba en el asiento trasero. Con rapidez, la madre se sacó una medio, lo lavó con saliva y lo vendó en silencio, mientras Tobías lloraba de dolor.
Decidí ajustar bien ese asiento, porque era notorio que estaba aflojándose con el traqueteo; llevaba en el porta-herramientas, una llave que me sirvió para esos menesteres. Lo cargué de nuevo y continuamos por el camino polvoriento y soleado. Al pasar por el cruce a San Agustín, a Migue se le había cortado el freno delantero y yo hab ía perdido un pedal. Resultaba dificultoso afirmame sobre el caño redondo; el pie se zafaba y ya estaba resentido el tobillo.
El atardecer se nos venía encima; el sol ahora estaba poniéndose a nuestras espaldas y teníamos mucha sed. Abrimos una tranquera y fuimos a pedir un poco de agua a una casa escondida entre el bosque de eucaliptus. Dos perros guardianes que sacaban los dientes nos recibieron, junto con la dueña de cas, que parecía bastante huraña, acompañada por un joven de apariencia servicial, y de gran amabilidad., como si fuera una fiesta el recibir visitas en ese ambiente de hosca soledad. Bebimos agua fresca del aljibe y pedimos indicaciones para retomar el camino hacia Las Pencas.
Confusas explicaciones nos llevaron a un lugar desconocido hasta entonces: una pared alta de piedras musgosas que ascendía hasta una casona, donde acababan de encender las luces, como si fuera de día. En la entrada leímos las advertencia poco amistosas: "No pasar. No se acerque, si no es amigo de la casa. Cuidado con los perros. Cerco electrificado". El símbolo de una calavera desestimó toda intención.
Al bajar la cuesta con una velocidad inusitada, Tobías iba bamboleándose peligrosamente. El cuadro de mi bicicleta se desprendió y caímos el nene y yo, pero apenas nos raspamos un poco. Una rueda salió jugueteando con los guijarros y pedruzcos, dando tumbos hacia abajo. Miré a Miguelina y vi que en su pie derecho, asomaban los dedos enengrecidos de su única media rota. Subiendo la loma venía acercándose el joven que antes habíamos conocido, provisto de la rueda perdida y una cordial sonrisa; la ajustó como pudo y ató con alambre el cuadro. Los tres descendimos hasta el ombú solitario que había sido la señal del camino, donde se abría una bifurcación.
Tres paseantes de negro, pechera blanca y cofia, caminaban hacia nosotros. Me decidí por un "Hola", a secas, porque no sabía si llamarlas señoras, o hijas de Dios, o monjas, simplemente.
-¡Pero niñas, con ese crío no podréis andar muy lejos!- nos regañó la primera, con evidente acento español.
-Si tuvieran un "pendrive" con sus fotos, nosotras en la parroquia podríamos rezar, hacer algo por Uds, pero ya veo que no -agregó la segunda. La otra permanecía callada, espiándonos a hurtadillas, como reprobándonos.
-Yo tengo un celular -dijo Migue cuando sonó el móvil, porque ahí había señal. Ya ella estaba narrándole a Anita nuestras desventuras, riendo con sus roncas carcajadas y agitando sus cabellos largos y desprejuiciados.
-Muchas tracias por los servicios prestados -le dije a las religiosas, con ironía. Y seguimos.
-¡Qué barbaridad!, ese niño debe ser un santo. El angelito ni llora de hambre o cansancio -dijo la tercera por lo bajo, aunque la alcancé a oír.
Verdaderamente, Tobías no lloraba, sólo se quejaba en sordina por detrás de mi oreja. Supe que no sentía frío, porque no percibía su temblinque.

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