miércoles, 24 de agosto de 2011

Las historias de Don Teodoro ( en dos entregas)

Un escalofrío eléctrico le recorrió la espalda y lo distrajo del aburrimiento a Ernesto, ese chico quinceañero en una tarde brumosa de lluvia persistente y hastío. El cielo era una capota de gris acerado desde hacía unos días.
Un repeluz de fastidio y humedad lo hizo incorporar, dejó la guitarra sobre la cama y salió dando un portazo.
-Ponete la campera, Ernesto! -la señora Amherdt, aunque gritó, no consiguió que su hijo la escuchara, ni le hiciera caso.
Caminaba con ufanía, levemente inclinado con las manos en los bolsillos, porque la visera de su gorra detenía el agua, para que no le dé directamente en la cara.
-Vamos a lo del viejo Eckhardtson -le dijo a su amigo Germán, golpeando la ventana de la cocina, que chorreaba agua; la humedad y el humo de las frituras, apenas dejaban ver hacia adentro.
-Pasá, comete unas tortas fritas -la madre del muchacho llevaba cocinada ya, una gran pirámide de mediana altura, que apenas podía sostenerse.
-Yo también voy -Susy se unió al programa, sin consultar ni a su madre, ni a su hermano.
-Bueno, vayan, pero le llevan a Don Teodoro unas tortas -la Sra. Barthel pensó que la visita de los chicos y las tortas fritas demorarían un rato más el comienzo de una velada alcohol y mitigaría un poco, apenas, la soledad. Especialmente los domingos, el viejo se aficionaba al vino primero, y a la ginebra, después, para atenuar la tristeza de los días de lluvia. Esto se había hecho costumbre a partir de la muerte de su mujer, hacía ya unos años.
Para los chicos, el magnetismo de Don Teodoro era irrefrenable, los fascinaban sus cuentos y sus fantasías, más todavía que ir a jugar a la canasta con los ancianos de enfrente, adonde Susy se pasaba varias horas, cuando no era posible jugar a las escondidas, o perseguir ranas en la zanja, o treparse a los paraísos sólo para pensar.
Tenían que caminar unas cuadras hasta la casa del viejo, sortear charcos, o saltar para salpicarse en una miríada de gotas barrosas y carcajadas. El paquete grasiento de frituras seguía incólume, porque el presente representaba un detalle de cortesía de las visitas, como si fueran masas finas de una coqueta confitería.
De su boca no era perceptible la sonrisa de bienvenida, cubierta por unos bigotes canosos y una barba desprolija de lanas tordillas, pero los ojos grises del holandés transmitieron alegría al recibir a los tres chicos.
-Mi mamá le manda esto.
-¡Ah!, gracias, vienen bien las tortas para acompañar estos verdes -dijo señalando un mate espumoso, recién preparado,  que sostenía en su mano ajada.
-Todos en el pueblo dicen que don Teodoro es holandés, pero él nació acá, en las pampas. Sus padres vinieron de Europa después de la guerra -decía la señora Amherdt, aunque el viejo, para aderezar sus historias y darle mayor atractivo, contaba que provino de un campamento gitano, o que por sus venas corría sangre de filibusteros del Mar del Norte.
Con gesto de jactancia, estiró su nariz ganchuda y poblada de finas venitas rojas, juntó las cejas negras y profusas y tres rayas nítidas acompañaron la ternura de esos ojos grises, cuando decidió principiar. No se veían resquicios de una bacanal, pero sí, un cenicero repleto de colillas y de humo. La fumarola iba ingresando al hueco del hogar.
-Quiero que nos cuentes de nuevo lo del ahogado en el Río de la Plata -dijo Ernesto.
-No, yo prefiero lo de la canoa en el lago -pidió Susy.
-A mí me gustaría escucharlo contar lo del contrabando de cigarrillos uruguayos. -insitió Germán.
Don Teodoro meditó primero, y así habló:

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