lunes, 15 de agosto de 2011

Padre (en tres entregas)

-¿Cómo era papá, mamacita? -Cata le preguntó a su madre, años después. Había visto morir esa cáscara seca. Su cuerpo hacía rato había puesto a volar su alma.
Una sucesión de imágenes se agolparon en la mente de Silvia, y porque no había necesidad de levantar las entretelas de la memoria, fue desgranando para su hija los haceres, los sentires, los no haceres y los sentimientos no expresados.
Unas, acuarelas multicolores de alhelíes, violetas y azucenas custodiadas por un zorzal, una gata curiosa y con sigilo y aromas gratos a la memoria. Otras, en sepia, grises, opacas, que como pinchazos, hacían doler los párpados y las sienes.
-Tu padre vivió una vida muy intensa, matizada de penas y reveses -decía, mientras llegaban a la memoria dos hechos trascendentales de su niñez, como él los había narrado.

No sé qué hacía, cómo era antes de que yo nazca. No lo conocí. Lo conocí viejo, nomás, ya enfermo, sin perspectivas, sólo sus nostalgias del pasado. Me contaba, a veces, anécdotas graciosas y plenas de vivencias con mucho humor.
Me acuerdo cuando fuimos juntos a tomar un café, y en el bar, los chicos de la mesa de al lado le dijeron: "Qué linda es su nieta!", y me sentí tan avergonzada...
Yo tenía dieciséis, creo, y papá andaba ya por los sesenta y uno.
Sacaba mentalmente las cuentas y la amplitud entre las edades era una brecha cada vez mayor.
Mis compañeras tenían unos papás atléticos, y sin canas; con el papá de Sabrina íbamos a hacer skí acuático, o recorríamos el cerro con los padres de Maru, o el padre de Gaby nos entretenía en las kermeses escolares.
Igual yo me divertía mucho cuando papá me contaba sus aventuras con su caballo Pitanguá; en el lugar donde hoy hay un gran centro comercial, él andaba recorriendo los bañados de la ribera. Se encendían, en esos momentos, mis deseos de ser una amazona con mi propio caballo.

-Llevame al hipódromo...
-Voy con Elisa a alquilar un caballo.
-¿Me comprás uno, sólo para mí?
-Si tenés un caballo, tendrás que trabajar, y mucho. ¿Estás segura? ¿Lo vas a cuidar? Hay que saber alimentarlo y herrarlo, hay que cepillarlo, hay que tratarlo con firmeza y con cariño, hay que variarlo... -me decía.
Y yo sé que el caballo para mí iba a ser también para él, para hacer revivir sus recuerdos.
Me regaló uno. Le pusimos Capitán. Construyó la caballeriza y me enseñó tantas cosas...   

Como el vaho que se levanta en una mañana de rocío, cuando el sol despunta detrás del cerro, tras la neblina, las imágenes se presentaron.
Un niño en una playa solitaria hace castillos y recolecta caracoles. Después, una cama de yeso, como un sarcófago. Ese niño yació por un año, luego de que sus piernas se doblaron sobre la arena. Y los trapos calientes como fomento estimularon esos miembros tiesos y escépticos y su columna indiferente.
Tiempo después, las ansias de caminar y una voluntad de hierro, tras continuas caídas, hicieron que su cuerpo reaccione y se conmueva. Aunque gibosa, su espalda se irguió y se estimuló sin doblegarse, hasta el final.
-Moriré con las botas puestas -decía.

Como en un cofre en el que se guarda un tesoro, los vericuetos de la memoria, esos eléctricos filamentos -positivo/negativo- conceden la gracia de una revelación.
Un chico de nueve años, se concentra en sus juegos, subido al viejo paraíso y se afirma en unas piernas flacas y arañadas, que se dejan ver por el pantalón cortito y raído...
Una maestra pasa cada día de semana y lo ve haraganeando a la hora de clases.
-¿No vas a la escuela, nene?
-No, aprendo solo en casa. Mi papá murió en un accidente, y mi mamá está muy triste.
-Llamala, por favor. Tenés que ir a la escuela, sin falta.

Los gritos de exaltación tapan el colchón de silencio de la nieve nueva.
Estoy jugando con mi hermana en el trineo que papá había construido a Magdalena cuando era chiquita, con un par de esquíes viejos y un cajoncito. Nos largamos por la pendiente de la calle sin salida.
-Correte, Guido! -y caemos y nos revolcamos y nos reímos.
Magdalena me enseña a sostenerme sobre las tablas, porque ella tiene diez años más que yo. Había aprendido con papá. Él también me enseñó a deslizarme por la nieve plana, y a subir, paso tijera, por la ladera, en el bosque.

Acá, en la Patagonia, los años fueron doblegándolo. Se cansó de tanto trabajar acá y allá y fue perdiendo el humor y con él, la libertad. Su sonrisa detrás de la barba y su mirada atenta, fueron transformándose en una mueca de dolor y en  una turbia y sórdida pequeñez, que ya no deseaba abarcar el ancho horizonte de la llanura.¿Serán las montañas las culpables de ese agobio que no podía ocultarse bajo las arrugas, huellas indelebles, y la barba tordilla?

Aprendí el pelaje de los caballos con una canción que él nos cantaba con la guitarra. Moro, pangaré, ruano, bayo, moteado, alazán, tordillo, picazo, tobiano.
Aprendí cómo acariciar a Capitán, su lomo, su nariz, su quijada y qué hacer cuando el animal se empacaba, cómo conducirlo sin violencia, cómo armar el recado.
-Cuando empieces a encontrar las palabras que te gusta usar, encimera, bajeras, bocado, herradura, te va a encantar! -decía la dedicatoria del libro que María le regaló para su cumpleaños a su media hermana.
Aprendí a conducir a Capitán. Yo notaba que papá me transmitía todo eso, vaya a saber por qué, todo lo que hay que saber para la combinación perfecta entre caballo y jinete. El recordaba, lo sé, cuando a mi edad vagaba por el bajo, en el juncal del río barroso y nostálgico de las mañanas bonaerenses.
Ya me alejé con mi alazán por el bosque de cipreses, por los senderos, crines al viento, de las tardes soleadas y largas del verano.
Nuevamente, la curiosidad, ese bichito inquieto, me atenacea y me lleva otra vez junto a mi mamá.


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