viernes, 26 de agosto de 2011

Las historias de Don Teodoro ( última parte)

-Resulta que una güelta -chupó el mate, mientras decidía consentir a la niña. Los chicos sabían que en cada anécdota él agregaba una pizca de ensueño, una porción de humor, un nuevo ingrediente, y sobre todo, pintaba como un pintor, los paisajes para dar marco a sus cuentos.
-Es como si leyera un cuento de aventuras, o "Los viajes de Gulliver" -había comentado la carita soñadora de Susy, la última vez que lo visitaron.
-...fuimos con la finada, cuando los dos éramos jóvenes y de espaldas fuertes, con ganas de aventuras y con brazos poderosos, para darle a los remos, con la canoa azul, ésa que está allá afuera, tirada boca abajo. Resulta que a la patrona le gustaba el sol y el agua. Era una moza muy bonita y recorríamos el lago los días calurosos. Partimos de la playa de Santa María, pedregosa, un día de febrero. La vieja, mi madre, se quedó en la orilla con nuestra hija, de meses, todavía.
-...Apenas metimos la canoa, se veía un banco de arena amarilla y después más gris, porque las costas tienen areniscas milenarias de la época de los glaciares, o porque se fueron acumulando los siglos, con las erupciones volcánicas, y después del último lagomoto, allá por los '60.
-...El agua era transparente, después se  fue poniendo celestita y más tarde, azul profundo, como en mar adentro, pero sin olas -empequeñecía los ojos para mirar a la distancia y para protegerse del humo que salía del cigarro, sostenido en la comisura de los labios. No veía que las gotas iban borboteando sobre los charcos del patio. El veía la fulguración coruscante del lago, que parecía una inconmensurable batea aceitosa.
Los chicos se disponían a escuchar, se acomodaban en los bancos de cuero de chivo y se imaginaban que ellos eran los protagonistas de esa épica; presumían y se jactaban de su valentía, haciendo alarde de grandeza, cuando les contaban a sus amigos, aventuras parecidas, pero trocando las escenas y las circunstancias. Ellos adminraban de Don Teodoro esa capacidad narradora.
Germán, el más habilidoso hablador, creaba el misterio incorporando bocadillos, circunstanciales de lugar, de tiempo, de modo, y toda clase de nexos. "Pero de repente...", "Fue entonces, cuando...", "Con el ceño fruncido, dijo...". Ernesto, por su parte, lo seguía y reforzaba los protagonismos de esas historias. "La sobrequilla estaba quebrándose..." "atábamos un grueso calabrote a los obenques...". Esos vocablos, no siempre eran los apropiados al contexto.
-...Habíamos avanzado hacia el medio del lago, donde dicen que hay unos cuatrocientos metros de profundidad. El murmullo del agua es musical en esos momentos, ¡chas, chas!, los remos entraban tan suaves, como una mano en un guante de cabritilla. Habíamos decidido cruzarlo y llegar hasta la orilla de enfrente. Era una travesía larga, pero la tarde invitaba a seguir. El cansancio no se notaba en los músculos, porque el placer de sentirse sobre el espejo de agua, superaba cualquier dolor del cuerpo. Los cipreses de la costa se veían así -pulgar e índice se estiraban en toda su extensión -No había necesidad de colocar la vela ésa, la cangrejo, que yo había confeccionado con un naylon grueso y transparente, cosido a una caña que cumplía la función de mástil. Y bogábamos mansamente...
En el rostro de los chicos se podía observar la seducción que le provocaban los relatos; ya habían escuchado esa historia, pero estaban atentos para conocer otros detalles que él iba añadiendo. Sabían que esas evocaciones le hacían bien a su alma de navegante solitario.
-...la superficie del agua comenzó a rizarse por una brisa apenas perceptible, tenue, que venía por el oeste y pequeñas olas cabrilleaban al sol. Para sacar a la patrona de su abstracción y sus fantasías, porque yo sabía que no estaba poniendo proa hacia el punto que le había determinado... yo timoneaba ... y le eché encima un poco de agua fresca, y ella se reía y se reía...
Ernesto se acomodaba en el asiento y la nena sostenía su cabecita rubia con sus dos manitas inquietas, y juro que estaba viendo ese paisaje y las escenas.
-¡Qué lindas palabras usa Don Teodora!, voy a anotarlas para poder usarlas en las redacciones que nos pide la maestra, y buscarlas en el diccionario... travesía, cabrillear, milenario -eso pensaba la niña, mientras veía al viejo renovar el mate; las tortas fritas estaban llegando a su fin.
-...Unas nubes blancas, ésas de calor, empezaban a hincharse por el norte y una gran masa negra parecía venirse con rapidez desde el oeste; así que le dije a la patrona que debíamos volver.
-¡Derecha! -le grité- Fuerte, virá a la derecha! -Y como no se movía la canoa, de un planchazo de remo le salpiqué la espalda y las gotas la estremecieron. Al fin la embarcación obedeció, pero el viento arreciaba cada vez más. Había que poner el alma entera en remar con fuerza. Hacia atrás quedaba una estela de espuma blanca sobre la superficie plana, todavía.
-¡No quiero estar acá, quiero timonear! -me dijo ella, porque en la proa, al lograr algo de velocidad y ponerla estable, sin escorar, dos grandes bigotes se abrían y el agua de los costados subía hasta los bordes, amenazando con entrar. Mejor, porque no hubiésemos tenido manos para achicar.
-Yo tampoco quisiera estar ahí -se solidarizaba Silvia mordiendo con voracidad la anteúltima torta frita.
-No le contesté, porque había que surcar el lago con la mayor celeridad. Yo remaba con la tenacidad de un tornillo oxidado. La lóbrega masa de nubes ya estaba oscureciendo todo el cielo, por completo. Como lágrimas negras, unas gotas gordas empezaron a caer dispersas primero, hasta que se convirtieron en una andanada de perdigones. Andábamos al garete y la embarcación no nos hacía caso. El derrotero hacia donde quería poner proa, la playa de Santa María, pedregosa y con un gran macizo de arena, estaba quedando muy a la derecha. Ibamos hacia un rebazo de la costa como una elevación, o tal vez, un declive.
-¿Y entonces? -la ansiedad se reflejaba en el rostro ya en penumbras, de Germán.
-Voy a ensillar otra vez este mate -lento, hacia la cocina, el viejo prolongaba el misterio. Detrás de su joroba y del humo del cigarro, escondía una sonrisa, sabedor de la intriga que estaba creando. Esta vez había decidido omitir esos detalles triviales y un poco prosaicos, casi escatológicos: la goma pinchada de la camioneta y el frío que pasaban su madre y la beba, que lloraba de hambre y estaba sucia de pañales cagados.
-Ahora viene el final.
-¡Si ya lo sabés! -reprochó Ernesto.
-...Güeno -pensó que no haría caso al antiguo proverbio: "La verdad es la cosa de más valor que tenemos. Economicémosla", y continuó agregando un adarme del recuerdo - Un bajío, quizás, o un paredón de peñascos oscuros y de ramaje enredado, se nos venía encima; hacia arriba, un derroche de boscaje apretado de cipreses y de coihues. La playa de arena había quedado a unos dos kilómetros.
-¡Uy, qué frío, y qué miedo! -Susy no podía quedarse en su sitio ya.
-Al fin, la canoa embicó por donde pudo y bajamos. La dejamos con los remos debajo de una mata grande de mosquetas y trepamos por el bosque, esquivando las rocas, para llegar a la ruta.
-Y después hicieron dedo para que los lleven hasta Santa María -agregó Ernesto, porque Don Teodoro se había sumido en un silencio pesado, al calor del fuego.
-Me imagino qué habrán pensado los turistas que los llevaron... Esos dos locos, en malla, helados, al costado de la ruta ...-acotó Susy al final. Para ella no era un detalle baladí.

-¡Chicos, vuelvan! -escucharon a la señora Barthel que debajo de un paraguas azul, les gritaba detrás del cerco de tablitas verdes, en la vereda mojada y gris de la tardecita.


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