sábado, 20 de agosto de 2011

Profecías del mocasín abandonado.

Con obstinación y terquedad, una mujer madura maniobra su camioneta por los caminos polvorientos hacia el pueblo vecino, aunque es sabido que nunca había aprendido a conducir. Es como si viajara a gran velocidad con los ojos vendados, sin percibir que en un instante podría incrustarse contra los eucaliptus que bordean la ruta.
En otro vehículo, amarillo y abollado, un poco más viejo, de esos utilitarios con capacidad de carga, van los dos hermanos, sus hijos. La adolescente aventurera conduce hacia un enigma, como una quimera; a su lado va su hermano, de apenas dos años.
Se detienen en un paraje donde un arroyo contornea suave, entre los pastos verdes de la llanura. Pero al bajarse, ven que el hilo de agua va internándose en un entubado de paredes de ladrillo derruidas por el tiempo y los infortunios; va transformándose en una caverna que se amplía de tal modo que, quienes ingresan pueden caminar con comodidad. No puede distinguirse el fondo. Son azares extraños, porque los meandros del arroyo zigzaguean; sólo se ve un fragmento de la pared de ladrillos rojos y resecos, mientras la claridad del exterior la ilumina.
Hacia la izquierda hay un fogón aún encendido y sobre los leños, una pava humeante, sin tapa y renegrida; la manija es un alambre provisional y delgado. Se alcanzan a ver unos trapos roñosos dispersos por aquí y por allá, un atado de ropas unido a un palo torcido y un mocasín polvoriento, como una premonición. En algún tiempo pasado debió haber lucido un encordado de tientos para anudar. Ahora está ahí, abandonado y deforme, mirando desde los ojales, como un cherokee espiando el llano tras una roca gigantesca.
El niño rubio, casi desnudo, en su media lengua, conduce con su pequeña mano de conmovedora ternura, a su hermana, por un sendero al lado de la hoguera.
Llegan a un lugar que parece ser una escuela; puede deducirse que es una escuela para sordo-mudos, por el silencio que casi tiene entidad propia, y por los dos hombres que dialogan afuera en el lenguaje de señas. Frente a una oficina hay una fila considerable de personas calladas, como efigies de cera.
-Es su turno, señorita -dice una correcta señora entrada en años, que observa a la adolescente con cierto desagrado. Ella se presenta con un short mojado, una remera tiznada y las rodillas embarradas, en alegre desparpajo.
-Vengo por el cargo de profesora de Lengua, aunque no conozco el lenguaje de señas - Mientras, recuerda a su vecina Perla, la tartamuda, que con obstinados espasmos de sílabas y testaruda obsecuencia de exhalaciones, había conseguido título. Profesora del bochorno, frente a críos burladores y crueles - Puedo postularme también como directora, porque leí el cartel afuera.
-Sí, nuestra directora falleció y es necesario cubrir el cargo.
-Tengo experiencia de diez y ocho años en la dirección de una escuela secundaria -la secretaria toma los datos necesarios con cierta reticencia y desgano.
Siempre de la mano, los hermanos salen apurados porque recuerdan que han dejado la camioneta con las llaves puestas y en el asiento, una cartera de marroquinería de lujo, un  diseño original, que lleva anudado un pañuelo fino de seda y en un extremo, atado, un anillo enchapado en lazos de plata, o zinc, o aluminio. No recuerdan dónde ha quedado el coche, pero sí, ella sabe que en su cartera está todo el dinero que acaba de cobrar por tantos años de trabajo, premios y retroactivos.
Ya está refrescando y es necesario cambiarse la ropa y abrigarse. Se encuentran en una habitación desconocida. Ella cubre al niño con un abrigo largo de pana negra y se saca la ropa mojada. Está de rodillas buscando debajo de la cama un calzado y descubre que los sordomudos que antes vio, la están observando. Como un pantallazo, ella se ve recostada y desnuda sobre una cama vieja de elásticos oxidados, sobre las dunas que dan al mar bravo, cuando el sol se pone.
Nuevamente salen a buscar los vehículos, pero se hallan en un amplio estacionamiento de tierra humedecida a baldazos. Ella cree recordar ese escenario; en su infancia eran los fondos del Club Social y Deportivo Las Tunas, al lado de la cancha de bochas, donde los jugadores, inmigrantes italianos, se permiten un descanso después de la jornada, un juego de risotadas francas, alpargatas bigotudas con olor a heno, vehemencia y esperanzas de una cosecha próspera. Las rayadas van ganando, cuando una de ellas pega al bochín, y corre a una lisa hacia la derecha.
Van después a otro espacio, porque no se ven los coches, ni a su madre. En el trayecto por un pasillo largo que culmina en una cocina apenas alumbrada, ve a un amigo que le ofrece comer de la gran olla alta de doble asa, un guiso carretero con mostacholis, casi desbordando, a medio cocinar, por falta de líquido.
-No, gracias. Estamos apurados.
Llegan a otro escenario; esta vez, es el amplio espacio que rodea la cancha de fútbol del pueblo, de tablones repletos de espectadores... o quizás sea el campito detrás de la licorería del francés, donde pastan las ovejas, y la oveja negra. Pero la camioneta no está, ni la otra, ni su madre.
Ya comenzó a llover, y el ruido de las gotas tamborilean con intensidad y ritmo acompasado sobre el techo de chapas.
El niño está lejos, jugando con el camioncito de madera azul, el que ella había recibido como regalo de Navidad, de esos que entregaban a los empleados públicos, allá por el '56. Los presos construían juguetes para varones, y las presas, para las niñas; los prisioneros cumplían su condena, luego de los hurtos y las explosiones de la revolución del '45. Ella deseaba una muñeca. ¿Por qué el Niño Jesús no le cumplió, si ella se había portado bien por esos días?, reclamaba entre zapateos y llanto caprichoso.
Ve ahora a su madre, reclinada sobre la huerta, cosecha zanahorias y después corta albahaca... percibe ese aroma añejo de la infancia, esos perfumes que nunca se olvidarán, que perduran en la memoria.
Salta a cerrar la ventana de su cocina, porque el viento la rebate golpeándola con impaciencia, como cuando llegan visitas de ignotos parajes y tiempos. La lluvia se empecina sobre los platos que han quedado en reposo, para lavarlos más tarde. Ese día había almorzado frugalmente un filet de merluza y una porción de arroz blanco. Un regusto a pescado aún permanece en su boca. Aún un poco adormecida, va en busca del anillo, esa rica joya que su esposo le había regalado, luego de una de las tantas reconciliaciones, y ahí estaba, en el cofre. Del libro que ahora toma para leer junto al hogar, cae una foto envejecida en blanco y negro: el padre junto a su hija; una oveja negra restrega su hocico en la falda tableada y a cuadros.
El resplandor de los leños ilumina un rostro ajado por la vida intensa; no es el calor que la abriga, es el frío en la espalda, tremor casi imperceptible, el que le desgrana recuerdos y la hace tiritar.
Cansancio de rutinas, de repetidas olas donde picotean las gaviotas, en la madeja de algas enredadas.
Aprendizajes de la constancia, labores pertinaces para perseguir a la luna y un abrazo protector de aguas amnióticas.
Viajes por carreteras largas que llegan a ninguna parte, trayectos de bohemia y desilusión.
Voces que nunca llegaron a oírse, amnesia recurrente, delirios de la equivocación, canto de sirenas y amnistías demoradas, siempre.
Ausencia infinita que ya no podrá detenerse; mojones de prepotencia, terquedad de faenas, porfía de trabajos, para perseguir a las mariposas.
Retoños que han crecido huérfanas de abuelos; intuición de la inexperiencia y la inmadurez de la madre; bohemia y carambolas del padre.
Objetos obsoletos y anacrónicos, que permanecen en los espumarajos de la resaca y no en el rescoldo, un zapato olvidado, cristales trizados, un guante perdido...

Enciende después la radio y escucha la canción que, traducida dice... No, mujer, no llores!!


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