martes, 16 de agosto de 2011

Padre (2º parte)

-¿Y, qué más?
Como desenrollando un pergamino gastado y amarillento, cada vez más atrás, se confundn las palabras entre las anédotas contadas y las sensaciones que habían sido guardadas en el archivo más recóndito. Afloran y se develan.
-Era un soñador, y un solitario, como su hermano quince años más grande, navegante que murió solo en las costas de Carmelo.
Lo admiraba, lo imitaba y, a grandes zancadas, intentaba superar etapas. Hacerse hombre, a los ponchazos.
-Nos prestábamos las chicas -su amigo Rodolfo sonríe, mientras recuerda.- Un día nos juramos amistad y prometimos que el que muriera primero le iba a pagar al otro, un peso fuerte argentino -sus ojos celestes, también cansados, saben que el alma de su amigo está volando, quién sabe dónde.
-Su madre, la gringa viuda y vieja, nunca se integró al país. No lo guió, Martín creció a los tumbos. -continúa- Por eso éramos amigos y deambulábamos por los arrabales,de vino y ginebra, a caballo por los descampados, y sufríamos, y soñábamos...

Entonces me presenté. Llevaba en el bolsillo del gabán el aviso clasificado arrancado de un diario leído por ahí y dije que era especializado en el manejo de la retroexcavadora. Me tomaron a prueba, y aprendí con el capataz, en la Panamericana.
Los americanos recorrían la obra por el camino accesorio en sus largos coches, fumando cigarros cubanos y me enseñaron a trabajar en la luz del día y bajo las farolas en la noche. Lleno de tierra, y sin francos, abandoné la escuela nocturna. Con unos mangos en la bolsa marinera me compré un viejo cachivache.
Un embrollo de polleras me hizo juntar valor y los bártulos, y me fui a recorrer las pampas con la cucaracha negra que tuve que reparar, para que no me deje en la orilla de los caminos. Me jugué el resto al azar, que se parece al deseo, pero perdí.
Mandé después mis huesos cansados a una oficina del centro; el judío me tomó, porque después de la prueba, comprobó que tenía pasta para el dibujo técnico. Cuando con la vieja fuimos a Europa, allá con los primos aprendí en una escuela técnica algunas líneas.
"Acuarela mecánica" es el nombre del cuadro. Martín dibujó engranajes, bujes, manivelas, cables, como un futurible que intentara poner en marcha un alma descompaginada, y Cata los pintó con colores intensos.
En la pared del frente, cuelga el cuadro con flores que Magdalena había pintado cuando niña, sobre tela y con bastidor.
Él me contaba que el ruido, los olores de la ciudad, las luces del centro, las chicas de plástico, el escape negro de los colectivos, los rostros anónimos en el gentío, los ebrios y las galerías de arte, lo hastiaron.
Y otra vez, el trabajo rudo y solitario montado en una topadora para abrir caminos y para construir puentes sobre las aguas pedregosas y frías de un río cordillerano.
-Había que entibiar el motor de la máquina para poder ponerla en marcha en las madrugadas; había que prender un fuego con jarilla y ramas secas para derretir el hielo y para calentarse las manos.
-El frío te calaba los huesos y penetraba con alfileres punzantes, hasta el alma.

Y esas lejanías, esas montañas violetas y azules iban tiñéndose de rosa, cuando por el este, el sol iba despuntando.
Pero una madrugada, mientras lidiaba con los fierros, una masa pesada se desprendió sobre la pierna derecha.
Después, cuando lo hallaron aplastado y dolorido, vino el viaje entre ayes y huesos quebrados, y la gangrena que avanzaba y la amenaza de amputar. Y de nuevo, el viaje en tren, y la vieja que ya no estaba en la casa materna, sólo hojas volantes en la entrada, las ventanas trancadas, y las muletas a cuesta, deambulando sin poder reposar los huesos y los músculos cansados. Y el calor de Buenos Aires, y el sudor pegajoso, y la humedad, y...



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