martes, 30 de agosto de 2011

De migraciones y de transmigraciones (en tres entregas)

Al dorso de la foto, "Meditaciones filosóficas" 1983. Era Ketty, junto a Magdalena, que tendría unos cinco años, al lado del árbol de Navidad. Una manera sutil de decir "qué cara de bruja", la de la suegra. Nariz ganchuda, una vieja de más de ochenta años, porque nunca se sabía con precisión qué edad tenía. En esa expresión entre falsa (porque por más que ejercitara los músculos faciales para sonreir, la sonrisa franca no aparecía, pese a los labios rojos pintarrajeados) y amarga (porque había una tristeza antigua y ancestral) Para qué iba a sonreir, si estaba en una Navidad, lejos de su país. En Alemania estarían celebrando los pocos parientes que le quedaban vivos en ese diciembre nevado, allá en Darmstadt-Eberstadt, y además, junta a una nieta, que era mujer.
Sólo dos nietos varones tenía: Alejandro, el mayor, y Mariano, que vino perdido después, entre mayoría de mujeres. Alicia, María Victoria, y las mellizas, Paty y Ana, ni siquiera intentaban acercarse a esa abuela, que no las quería. Ellas tenían otra abuela para que les lea cuentos, les cocine rico, las lleve a pasear, las llene de besos y las endulce con golosinas, como hacen todas las abuelas,y después, ¡a cepillarse los dientes!.
Cuando estaba por nacer Magdalena, no se sabía el sexo con anticipación. Pero Ketty estuvo en casa de ese desierto petrolero, como unos quince días antes del parto. Seguramente, deseando que nazca un "farrón", como pronunciaba ella en ese alemán tan duro y críptico para mí.
-Incomprensible, querés decir? -me preguntó Marta.
-Sí, porque yo no aprendí ese idioma, y ella, cuando hablaba con su hijo lo hacía en alemán, para dejarme fuera de toda conversación. Y Martín, en el fragor de la charla, o de las disputas, muchas veces, no reparaba en que de ese modo, no me incluían.
Antes del parto, porque no nos soportábamos, ella se sentaba en el auto de Martín, el desvencijado Citroën 2CV de los años setenta, para tejer al crochet escarpines celestes, y yo, aún con la panza de parturienta, una vez me desmayé, intoxicada con lavandina, lavando el baño, para no verle la cara ácida a esa mujer. Y se fue inmediatamente, después de reconocer el sexo de mi hija, luego de dejar, con ondulación de labios y sonrisa fingida, la pila de escarpines y mantas que había tejido en los días de agria espera.
Nunca me perdonó (y tampoco a las otras nueras) que le haya quitado a su hijo Cachy. Cachito le decía a Martín. Y planchaba las camisas y pantalones de trabajo, mientras destilaba lentamente su veneno, como una yarará lasciva, diciendo que antes (antes de conocerme), él era un muchacho muy elegante que usaba camisas blancas, traje y corbata, para ir a trabajar al estudio de arquitectura. Se demoraba planchando, y mi ropa, casi con desprecio, apenas la alisaba y concluía su tarea afirmando por lo bajo, no tanto, "Ahora mi hijo está hecho un andrajoso, siempre con el culo en la cal".Y yo tenía ganas de despacharme como una digna dama de la diplomacia, pero no, de eso se encargaba Martín, cuando la escuchaba ofendiendo con palabras dañinas y expresiones malignas. "Estamos rodeados de inmigrantes, de afuera, de chilenos, de paraguayos, de bolivianos, y los de adentro, del Chaco, de Jujuy, cordobeses?, está lleno, y los santafesinos?, son una plaga!!, decía para herirme más.
Pero bien que le gustaba mentir y agrandarse con la otra nuera: "Cachi tienen una mujer espléndida, joven, rubia, linda, hija de hacendados de Santa Fe", decía, para envidia de mi cuñada.
-¿De qué campos me hablás, Lilí?
-¿No tiene tu papá, muchas hectáreas de trigo y vacas?
-No, él es un telegrafista que pronto van a jubilar porque está perdiendo la vista, por la diabetes -le respondí.
-Auf wiedersehen.
-Gut nacht -me respondía rumiando su  amargura.
-Escribir es compensar -me dice Juan, siempre.
-Sí, claro, es una sanación, es una cirugía mayor, sacás algo de aquí, reemplazás una pieza por allá... es más efectivo que cualquier búsqueda en el psicoanálisis.
-Me doy de alta -le dije a mi psicóloga -levantándome del diván -ya aprendí estrategias para afrontar mis conflictos.
-No. Hay que ver qué pasa con esas resistencias, esas represiones, esos sueños recurrentes.
-Está decidido ya, y no soy renuente, eh? Cuando haya terminado mi libro y gane mucho dinero, podrá responderse esas cuestiones, y todo, completamente gratis, porque le regalaré mi libro con dedicatoria y todo -le dije.
¡Qué paz poder leer y escribir! A medida que escribo, siento que lo que no dije en el consultorio, lo estoy diciendo ahora.
-No le comentó a mis hijas la saga de Siegfrido y Bruinilda y las walkirias injuriadas, ni las leyendas de esos bosques impenetrables de hayas del Oden Wald y los robledales llenos de misterio, plagados de enanos, de gigantes y de dragones custodiando castillos, de lobos y brujas, de osos y de uros, que daban miedo. Ni siquiera el cuento de Caperucita Roja en una versión perversa, les contó.


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