viernes, 30 de septiembre de 2011

Retrato en naftalina (2º parte)

Casi inmediatamente después de escuchar las campanadas de las doce, proveniente de la capilla del barrio, llaman a la puerta. Es la prima, la que no conoce, la que viene de Madrid. Como un vendaval, como un ventarrón de las tierras áridas de Castilla la Vieja, entra la Pilar cargando dos bultos muy pesados. Tiene su misma edad y es delgada como ella. Azucena siente curiosidad y algún temor. ¿Qué traerá en esas maletas?
-Te voy a mostrar, prima. Ven -le dice con una voz extraña de sonidos sibilantes -y despliega sobre el discreto vestido azul de canesú blanco, y encima del sombrero, un montón de fruslerías de mostacillas brillantes, tres vestidos de volados a lunares rojos, verdes y amarillos, un mantón de amapolas rojas y flecos negros, toda clase de bagatelas, cuentecillas de colores, un peinetón, un abanico, unas castañuelas, y finalmente, dos pares de tacones negros.
Los ojos de Azucena la interrogan.
-Pues, vine a Buenos Aires a bailar en un tablao de la Avenida de Mayo. Tengo contrato y viviré aquí contigo, prima -Sus ojazos negros sombreados de azul relumbran bajo las pestañas largas y entre las ondas de su cabellera lustros.
La dama de naftalina no puede imaginar cómo es el baile flamenco; solamente tiene un recuerdo vago de cuando era niña. Con su hermana Rosalinda vieron un espectáculo de danzas en la Asociación Española. Aparecen en su mente tacones altos, que zapatean, vestidos llenos de donaire y gracejo, mantones, castañuelas rítmicas, peinetones y flores en el pelo.
Mientras almuerzan, conversan sobre los temas que dos mujeres juntas no pueden soslayar.
-En Madrid dejé a un amor que no me amaba y me vine para acá. ¿Y tú?
Azucena baja la mirada y tímidamente cuenta que está enamorada, desde hace años, de un combatiente de Malvinas. Ella le enviaba al soldado desconocido, cada semana, una cajita de chocolatines con un soneto; otras veces, un par de medias de lana con un ramito de violetas, un turrón, un mazapán de almendras y una bolsita de tela con flores de lavanda. A vuelta de correo, llegaron algunas respuestas y unas líneas perfumadas de amor.
-Pero, ¡coño!, ése ya está muerto! -le dice.
-No se sabe. Después te mostraré los recortes de noticias de la época.
Terminan las natillas y salen a ver la ciudad. La Pilar es muy inquieta y casquivana, y una cascarrabias -piensa.
En la calle la Pilar camina a grandes pasos nerviosos; sus piernas largas están enfundadas en esas botas de "gato con botas" de gamuza azul; lleva con gracia una falda blanca muy corta, y un sweater negro y ajustado de cuello alto. Azucena va detrás, con pasitos cortos y nunca puede alcanzarla.
Al pasar frente al taller mecánico, desde el fondo, tras los autos, oyen fuertes silbidos y un rosario de palabras groseras y soeces. Provienen de un mameluco grasiento.
-Cuidado, chaval. Así no vas a enamorarme -le responde con altanería y soberbia.
-¡Qué audaz, esta prima! -piensa Azucena y apura el paso.
Entran a un bar y se sientan junto al ventanal para ver pasar a los transeúnten que van apurados bajo los paraguas.
Azucena pide un té de tilo y pétalos de rosa con miel. La Pilar, u café doble y una copita de ajenjo.
Ahora, la Azucena ajada ya, se queda sola mirando la garúa, mientras la Pilar se pierde hacia la Avenida Santa Fe con el buen mozo del bar, que ya terminó su turno.

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